La editorial Nuevo Inicio de Granada ha publicado recientemente un nuevo volumen de León Bloy titulado La sangre del pobre. Últimos escritos. León Bloy (1846-1917). Siempre polémico, siempre incómodo, pero siempre necesario, Olga Tabatadze glosa a este original escritor desde las páginas de Alfa y Omega:
“Bloy un «francés del tipo más común», pero que «fue llamado –vocatus– y ha respondido», y cuya mención lapidaria en el boletín parroquial reza: «Dios le tendrá en cuenta todo el bien que ha querido hacer y que ha hecho». Bloy es una voz profética y apocalíptica, el «Mendigo Ingrato», como el autor se llamaba a sí mismo, el «profeta de los Pobres», en palabras de Bernanos, y el Ciego de nacimiento del Evangelio, en opinión de su viuda. Fue un enemigo declarado de lo sentimental, lo burgués y lo hipócrita.
(…) El presente libro –La sangre del pobre. Últimos escritos– ofrece tres obras del autor: La sangre del pobre, Meditaciones de un solitario en 1916 y En las tinieblas, además del texto En la amistad de León Bloy, que Georges Bernanos escribió en 1946 para el centenario de su nacimiento y que se incluye en esta publicación a modo de prólogo.
La sangre del pobre (1909) está dedicada a la hija mayor del autor, Verónica, para que se acuerde «de la multitud infinita de los corazones que sufren, de los hijos de Dios que padecen aflicción, de los humildes pisoteados y que no tienen voz para quejarse». En esta obra León Bloy «ha intentado alzar la voz por ellos, reunir en una especie de Miserere todos los sufrimientos de esos seres dignos de lamento». Como le recuerda a su hija en la dedicatoria, ya se sabe «a qué precio le han hecho pagar ese derecho y en qué temible escuela ha sido educado».
Las Meditaciones de un solitario en 1916, publicadas en francés en 1917, son, en la idea del mismo autor, «la contribución de guerra de un viejo escritor al que la guerra casi ha matado. Es el pensamiento, todo el pensamiento, de un hombre de Francia abrumado por la tristeza de no poder hacer nada mejor por su patria, pero que quiere esperar que sus palabras tendrán el poder de reconfortar a algunas almas misteriosamente emparentadas con la suya».
Percibiéndose como un ave solitaria en un tejado, como un «cuervo nocturno» que «graznaba» para un «rebaño bien pequeño» de elegidos por la soledad, como un solitario que habla «en las tinieblas, en el fondo de un desierto donde no vendrán a escucharme más que aquellos que se han alejado de todos los caminos de la multitud», es incapaz de callarse, de no alzar la voz y denunciar la guerra, la Gran Guerra, que desde sus comienzos le hacía sufrir tanto que casi lo destruía y cuya visión apocalíptica le producía un horror pavoroso.
Le torturaba la inmensa sed de justicia y le hacía morir el hecho de que la noble Francia estaba siendo destruida, profanada, masacrada sin que fuera posible expulsar al agresor ni siquiera al precio de las inmolaciones más heroicas. Y estaba convencido de que a la Historia le pertenece no solo el heroísmo innegable de los soldados y de su gloria, de la que éstos apenas disfrutarían, sino también «los dolores infinitos de los innumerables que no pueden combatir, del duelo de las mujeres, de la desesperación de los niños y de los ancianos, de la profanación de los santuarios, de la destrucción sistemática de los monumentos más venerables»; al igual que estaba convencido de que «la sentimentalidad imbécil de los enfermos del cólico burgués no tiene el derecho de edulcorarlo».
En las tinieblas fue pensada como continuación de las Meditaciones de un solitario en 1916, aunque finalmente quedó inacabada debido a la muerte del autor. Se publicó como obra póstuma en 1918, acompañada en esa primera edición francesa de un prefacio de la viuda del escritor, que se incluye también en la presente edición española. En este prefacio Jeanne León-Bloy explica: «Amigos, conocidos y desconocidos, es para vosotros –después de para Dios– para quienes este libro ha sido escrito. Vosotros estabais ahí, rodeando al anciano Escritor como un cortejo invisible –porque él pensaba siempre en haceros bien-, hasta el momento en que la pluma se le cayó de la mano […], dos semanas antes de su muerte. Pero su espíritu no se interrumpía de trabajar. Los vastos capítulos que había soñado, para terminar, se desarrollaban ante él durante sus noches sin sueño».
Los últimos capítulos de esta obra, en los que el escritor «quisiera mostrar cómo, en otro tiempo, todo lo que era grande se hacía con medios pequeños, mientras que lo que hacen hoy los hombres es pequeño, aunque lo hagan con medios muy grandes», finalmente no pudieron ser terminadas. Creyendo obrar según el deseo del autor, Jeanne León -Bloy sustituyó esos capítulos inacabados con el trabajo del escritor sobre el Ciego de nacimiento del Evangelio, notas que León Bloy hizo con la intención de hacer una serie de estudios bíblicos, que también se quedaron sin poder ser realizados, aunque en opinión de Jeanne León- Bloy «la sustancia de su pensamiento con respecto a una interpretación de la Escritura que no se refiere ni a la moral ni a la historia, sino al simbolismo puro, está presente en su obra entera para quien sabe leer».
Y, en efecto, «se nos enseña que Dios solo da a comer su Cuerpo y a beber su Sangre bajo las apariencias de la Eucaristía. ¿Por qué pretender que nos entregue de un modo menos oculto, aunque solo sea una ínfima parcela de su creación? Mientras los hombres se agitan en las visiones del sueño, solo Dios, capaz de actuar, hace realmente algo. Escribe su propia Revelación en las apariencias de los acontecimientos de este mundo y por ello eso que denominamos historia es tan perfectamente incomprensible».”
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