Cristo es ciertamente el Rey de las almas y las conciencias, las inteligencias y las voluntades, Juez justo y Señor soberano, Creador de todas las cosas y Salvador misericordioso.
Esta proclamación de la Iglesia del Reinado de Cristo tiene por objeto remediar la «peste del laicismo», que es su negación radical: organizar la vida social como si Dios no existiera, genera la apostasía de las masas y lleva a la sociedad a la ruina. Todos los textos de la liturgia son, por el contrario, una proclamación y una enseñanza de los derechos del Hijo de Dios sobre todos los hombres, tomados individualmente o en grupo.
El origen de la corrupción de las sociedades modernas
En su carta encíclica Quas Primas, del 11 de diciembre de 1925, el Soberano Pontífice hace mucho hincapié en la corrupción de la sociedad humana que provoca «la peste del laicismo, con sus errores y abominables intentos». Es un flagelo, explica, «que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de estos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con una religión natural o con simples sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.
Los frutos amargos de «la apostasía de los individuos y los Estados que abandonan a Cristo» son «las semillas del odio, sembradas por todas partes; odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad».
El único remedio
Establecida hacia el final del ciclo litúrgico y en las vísperas del Día de Todos los Santos, la fiesta de Cristo Rey se presenta como la coronación de todos los misterios de Cristo y como la anticipación en el tiempo del reinado eterno que ejerce sobre todos los elegidos en la gloria del cielo.
La Iglesia reza al Dios Todopoderoso, quien restauró todo en su amadísimo Hijo, el Rey del universo, para que todas las familias de las naciones, divididas por la herida del pecado, se sometan a su poder dulcísimo.
El himno litúrgico de las vísperas proclama a Cristo Rey de las naciones y Príncipe de paz. Él, que reina sobre los espíritus, se ofrece como sacrificio en la Cruz y alimenta a los pecadores con su Cuerpo y su Sangre. Las consecuencias sociales de este reinado de Nuestro Señor se enumeran: «Que los líderes de las naciones te honren con adoración pública, los magistrados y jueces te veneren, las leyes y las artes sean la expresión de tu Reinado». Que bajo el dulce cetro de Cristo se inclinen «la patria y las viviendas de los ciudadanos».
Es a través del Reinado de Cristo que se cumplen estas peticiones de Nuestro Padre: «Que venga a nosotros tu reino, que se haga tu Voluntad en la tierra como en el cielo».