Creo que pocas veces, en años anteriores –aunque la desmemoria pueda tener que ver, como en tantas cosas…–, habíamos deseado con semejante ahínco la llegada de un otoño que marque el final de este verano colérico, desmadrado y pagado de sí mismo. Cederán calor y sudores, las lluvias torrenciales o eso esperamos, se anticipará el oscurecer y con él se vendrán chaqueta y puestas de sol, sobre unas playas sin trastos ni botellón, en espera de la siguiente primavera.
Es la ventaja que tienen los ciclos, siquiera por lo que hace a las estaciones y que quienes los vivimos quizá echemos en falta, de vez en cuando, incluso en carne propia. Caerán las hojas como anuncio de una tercera edad en la naturaleza que va a propiciar el encogimiento en los meses próximos; el recogimiento, si bien transitorio y llevadero frente a la seguridad de un próximo renacer, lo que no es el caso cuando se trata de esa edad otoñal en que se manifiesta la añoranza por un tiempo pasado que, como suelen decir quienes la viven, siempre fue mejor. Otra primavera en lontananza que, a diferencia de la que se avecine para seguir con el ciclo anual, en los seres vivos dejará expedito el camino para otoños que se irán uniendo hasta llegar al último que nos será dado transitar.
Sin embargo, nada de pesimismo. Las cosas son así, y ya que no nos es posible incorporar a nuestra fisiología una siguiente primavera tras el otoño ni nada pueda devolvernos, llegada la madurez, la hora / del esplendor en la hierba, de la gloria en la flor…, convendrá huir, cuando muda la estación como es hoy el caso, de la melancolía. Nos irán quedando a todos menos veranos, de modo que a disfrutar de los días venideros aunque se acorten, de las noches más frescas y, por remedar a Benedetti, Aprovechemos el otoño / antes que el futuro se congele. Tal vez cobrar conciencia de que los otoños en los seres vivos no tienen vuelta atrás, ayude a transitarlos como si fuesen nuevas primaveras. Hasta que el cuerpo aguante, ¡claro que sí!
Por Gustavo Catalán