Por CLAUDIO ALDAZ RIERA
Cuando le vi, estaba sentado sobre el bordillo de la acera de la estación mirando su sandalia con gran atención. Era una de esas que consisten simplemente en una suela, sujeta al pie gracias a una trabilla por la que se pasaban los dedos, a la vez que sujetaba las cintas que pasaban sobre el pie. La suya se había salido y trataba de meterla por el agujero que servía para fijarla. Estaba muy abstraído en ello, hasta que de pronto su atención se vio distraída por la presencia de unos zapatos negros que pasaban a su lado, cuya piel, limpia y pulida, reflejaba los rayos del radiante sol de aquella mañana de verano. Aquello fue superior a sus fuerzas, dejó lo que estaba haciendo y los siguió con la mirada. En sus ojos comenzó a aparecer un reflejo de sana envidia al compararlos con sus humildes sandalias. Eran tan bellos que no pudo resistirse, lo dejó todo, concentrando su atención en la contemplación de aquellas dos maravillas.
Tan embelesado estaba que sin darse apenas cuenta, se levantó y totalmente absorto los siguió sin perderlos de vista. Por un momento permitió que sus ojos se apartaran de ellos y se dirigieran hacia su portador. Era un crío de su edad, que, a diferencia de sus pobres ropajes, vestía un pantalón negro y una camisa blanca de impecable factura. Aquello no le afectó, el sentimiento de pelusilla no había sido provocado por el niño, ni por sus vestidos, sino por su calzado. Dejó de mirar a la criatura y sus ojos se dirigieron de nuevo a los zapatos. Se dirigían hacia el tren que se encontraba aparcado en la cercana vía y estaba a punto de partir.
Entre el tumulto de la gente que trataba de subir al vagón, un pie anónimo hizo que el zapato se saliese del pie y cayese al suelo, quedando abandonado sobre el cemento. Su dueño, cojeando por su pérdida, trató de recuperarlo, pero la mano fuerte y poderosa de su acompañante le obligó a subir al tren, que ya estaba en movimiento. Cogido a la barandilla, observaba impotente como su zapato se iba alejando sin que pudiera recogerlo. El otro niño que le estaba viendo reaccionó inmediatamente, se quitó la otra sandalia y salió corriendo, cogió al vuelo el zapato perdido y trató de alcanzar el tren que estaba a punto de abandonar la estación.
La cara de los dos niños era un poema; la una de supremo esfuerzo por alcanzarlo y devolver el zapato, la otra de alguien que deseaba con toda su alma que lo consiguiera. No obstante, de nada valía, el tren se iba alejando, sin que valiese para nada aquella carrera digna de una medalla. Súbitamente, el otro niño, al ver la inutilidad de la carrera, se quitó el que llevaba y lo lanzó al que había tratado de devolver el que había perdido. El crío lo miró, miró el que tenía en la mano y una expresión de suprema felicidad invadió su cara, mientras los apretaba contra su pecho. Habrían tenido que matarlo para quitárselos. Luego levantó su mano en mudo saludo de agradecimiento hacia el que se alejaba y le había dado tan valioso presente, siguiéndolo con la mirada hasta que el tren se perdió en la lejanía.