El mundo de hoy ha perdido completamente el sentido de la infinita dignidad de Dios y de su inmensa majestad. En realidad, toda criatura es nada delante de Él: ni siquiera una pequeña gota de agua en un océano sin límites. Ante su eternidad, la historia del mundo, su existencia desde los comienzos de la Creación hasta el fin de los tiempos, es menos que un segundo comparado con millones de años. Todos los santos nos enseñan a reconocer que somos como polvo ante Dios, y por ello se humillan ante Él lo más que pueden. Esta fue exactamente la experiencia mística más sorprendente de Francisco de Fatima durante las apariciones: “¿Qué es Dios? Nunca lo podremos decir con palabras. ¡Sí, es realmente algo que nunca podremos expresar!”
Estaba tan absorto en esta inmensa majestad de Dios que había de contemplar después de su muerte, que temía olvidar las peticiones de Lucía y de los demás. Debemos pedir a Nuestra Señora una gracia similar, indispensable para una auténtica vida espiritual y una verdadera relación con Dios: que nos llenemos de admiración por su inmensa gloria, y, como los ángeles, temblar con santa reverencia ante su majestad (prefacio de la Misa). La inmensidad de Dios nos permite comprender la nada absoluta de la Creación entera, y lo ridículo que es el hombre cuando se infla con su personalidad minúscula y su insignificante historia, considerándose a sí mismo y a sus asuntos como si fueran el centro del mundo. La majestad infinita de Dios no es únicamente una verdad de fe que hemos de considerar, sino también una invitación para que nuestra alma participe de la grandeza de Dios y se llene de su plenitud, como nos dice San Pablo. Francisco no tenía otra meta en su vida. Cuando alguien le preguntaba qué quería ser de mayor, él siempre repetía: “¡Yo no quiero ser nada! ¡Yo quiero morir e ir al Cielo!” Pero para él el Cielo era en primer lugar ver a Nuestro Señor y amarlo para siempre. El pequeño Francisco comprendió al pie de la letra el lema de su santo patrón, el gran san Francisco de Asís: Deus meus et omnia, ¡Mi Dios y mi todo!
Al ver a Dios como majestad infinita y amor ilimitado, Francisco comprendió la dimensión real del pecado. Fátima es el catecismo de Nuestra Señora, que nos enseña lo que es realmente el pecado y cuáles son sus consecuencias. Ante todo, el pecado es el peor insulto que puede hacerse a Dios, además de la negación de la esencia misma de Dios: su bondad, su misericordia y su amor; si fuera posible, destruiría incluso su dignidad real. El pecado es el más horrible agravio e ingratitud que las criaturas pueden cometer contra su Creador. Ante un regalo muy precioso que nos ofrece un bienhechor, es inimaginable responder con indiferencia o ingratitud; es imposible concebir que, a cambio de su fabuloso obsequio, insultemos al bienhechor, le escupamos en la cara, lo echemos de nuestra casa o hasta tratemos de matarlo. Pero esto es precisamente lo que hacemos cuando pecamos: a cada momento, Dios nos da todo lo que somos y todo lo que tenemos, y nosotros no solo permanecemos indiferentes ante su inmenso amor, sino que le escupimos en la cara y lo echamos de nuestras almas, que son propiedad suya. Francisco no pudo más que sentir un tremendo horror cuando se dio cuenta de lo que suponía rechazar este Amor infinito, y por ello exclamó: “¡No debemos pecar nunca más!”.
Religión
Fátima, el catecismo de Nuestra Señora: Dios y el pecado
El centro del mensaje de Fátima es Dios: la gloria y la honra que le debe toda su Creación.
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