En la sociedad actual existen varios temas de especial sensibilidad a la opinión pública respecto a los cuales posicionarse, cuestionando algunos de sus aspectos aún con el único objetivo de abordar una solución, supone ser destinatario principal de la indignación generalizada de aquellos que se han irrogado la facultad de defensa exclusiva y excluyente.
Cualquier voz crítica contra los métodos vigentes para atajar la denominada violencia de género, los acosos, abusos y agresiones a las mujeres, se califica de forma inmediata de machismo y, sin preguntar los porqués y, sin analizar ni contrastar mínimamente las razones de un posicionamiento distinto, se etiqueta como misoginia. Incluso ateniendo a la patrimonialización política de la lucha contra estas lacras se distingue al que opina diferente con el sello tan virtual como socorrido, del fascismo, término que se actualiza permanentemente con diversas acepciones para rodear y estigmatizar al disidente en determinados casos.
A este frente populista que no deja ni analizar ni opinar no en contrario sino con una perspectiva más amplia, lo primero que hay hacerle ver es que la tensión con la que tratan los temas no procura la solución, sino una actualización permanente de las lacras hacia una estadística demoledora, no siendo conscientes que por mucho contarlo una y otra vez los mismos y únicos argumentos no suponen una mejor defensa, no aportando nada a una causa que merece la valoración de cuantos hechos confluyen en la misma, para proteger lo que merece protección y excluir a quienes utilizan los movimientos artificiando a otros fines.
Pensar y opinar diferente no implica estar en contra, resultar insolidarios y mucho menos obviar el problema, todo lo contrario, suele resultar un firme compromiso para la erradicación, debiendo situar como irrenunciable que en el análisis se introduzcan todas y cada una de las variables que afectan a los sucesos, directas e indirectas, accesorias y colaterales, porque sólo así se puede adquirir consciencia de la verdadera dimensión hacia el objetivo único, cual es acabar con las lacras, protegiendo respecto a los riesgos y ofreciendo justa respuesta a las afrentas a la verdad, en beneficio, prevención y protección respecto a las verdaderas víctimas.
Uno de los más graves condicionantes en orden a poner trabas a las soluciones es dejarse arrastrar por los fenómenos, e incluso mezclarlos por un mero factor ideológico. Es cierto, como publicó la revista Time que “Metoo brindó un paraguas de solidaridad para millones de personas que dieron un paso al frente y contaron sus historias”, pero no es menos cierto que ese paraguas también procura una protección de la falsedad, del oportunismo y de la instrumentalización de determinadas denuncias públicas que sin ningún tipo de control pueden acabar con el honor, la dignidad y la vida de muchas personas inocentes, hasta procurar auténticas muertes civiles.
Es urgente dar un giro radical para comenzar a focalizar correctamente todas y cada una de las vicisitudes en orden a las soluciones, para que el pánico moral que supone una mera acusación pública sin control no suponga de inicio el enmascaramiento definitivo de la verdad, lo cual se está convirtiendo en un hábito muy peligroso, que puede llegar a proteger verdaderas conductas criminales, todo lo contrario a lo que se presupone.
En alguna sentencia reciente, nuestro alto Tribunal trataba de justificar, como antesala a la aplicación oficial de la ideología y perspectiva de género, que una condena económica a quien denuncia sin causa ni prueba frente a quien solicita de la justicia la protección de su honor (y aún con acusaciones públicas de hechos repugnantes y gravísimos no probados), podría disuadir a futuras denunciantes, lo cual dicho sea con el debido respeto, supone una auténtica aberración jurídica por un doble motivo. En primer lugar supone el desconocimiento de que el Derecho Fundamental al Honor se puede proteger sin condena económica, porque la dignidad humana y la reputación están muy por encima de cualquier capital para resarcir un daño que una vez causado resulta irreparable, y en segundo lugar porque pone alfombra roja a cualquier denuncia que, si se conjuga con la ideología y con la fuerza de un movimiento indiscriminado puede suponer, sin duda, un atentado a la presunción de inocencia y una convalidación de una acusación sin pruebas.
Los medios de comunicación no deben ser cómplices de estos movimientos ideológicos, porque la falta de información privándonos de ese derecho supone un verdadero atentado a la igualdad, a la presunción de inocencia y a la propia democracia. Que cada vez hay más acosos, abusos, agresiones y muertes de mujeres es innegable, pero con independencia de que en el periodismo rija el principio de culpabilidad, es una cuestión de responsabilidad plena la de informar y contar la verdad, en un sentido y en otro, lo cual hoy en día sucede en contadas ocasiones y en pocos medios y es que, si bien es cierto que el periodista siempre está en busca de la noticia, es más cierto que hay noticias que no encuentran periodistas ni medios que las transmitan, porque se excluye la verdad que pueda estropear el titular y con ello la rentabilidad del negocio.
En juego está el éxito para lograr la protección de todas y cada una de las víctimas, el final de las instrumentalizaciones y la fiscalización integral de cualquier falsedad, para que la lucha sea efectiva y sin engaños.