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Análisis

La religión postmoderna de Roger Scruton

Me parece bastante evidente que ser «conservador» de la religión a la manera de Scruton equivale a una forma de conservar la religión en formol.

Un fenómeno cultural que me viene llamando la atención desde mi cada vez más lejana época de estudiante de filosofía, y que nunca deja de sorprenderme, es la facilidad con la que muchos que se proponen luchar por el cristianismo en el campo de batalla del pensamiento adoptan luego posiciones que comprometen sin necesidad la religión en la defensa de causas intelectualmente muy poco defendibles. O suman sus esfuerzos a corrientes de las que el cristianismo no puede esperar en realidad nada bueno. O adoptan como referentes a figuras intelectuales cuyas concepciones en temas decisivos son de hecho incompatibles con el pensamiento cristiano.

En varios artículos, y otros textos, me he ocupado ya de casos de este tipo. Como por ejemplo del inútil y contraproducente posicionamiento por concepciones marginales en biología (como el mal llamado «diseño inteligente»). Posicionamiento que sugiere la existencia de una (en realidad inexistente) ligadura del actual modelo evolutivo estándar con el ateísmo, y genera así sin razón ni necesidad alguna un enfrentamiento entre fe y ciencia del que sólo podemos salir mal parados.

O, por mencionar un ejemplo de otro orden, he tratado en alguna ocasión de la apuesta política por movimientos de carácter nacionalista. Apuesta que algunos hacen a pesar de que la historia ha venido mostrando una y otra vez que el pensamiento nacionalista, en tanto que idolatría de la nación, tiende a desviar los sentimientos y esperanzas asociadas con la religión hacia actividades, fines y utopías políticas, y debilita así el cristianismo allá donde se implanta. (Y en ese proceso no pocas veces lo desvirtúa además, transformándolo en una religión tribal…¡que es lo que de ningún modo es!).

Prosiguiendo esta línea de reflexiones, me gustaría llamar la atención en los párrafos siguientes sobre la idea de la religión de Roger Scruton, un pensador británico que ha recibido últimamente en nuestro país una acogida poco menos que mesiánica entre el público que se autodenomina «conservador», buena parte del cual también se considera católico. De hecho, podemos encontrarlo entrevistado, como un referente, en portales católicos de internet. Y sus libros son mayormente traducidos a nuestro idioma y jaleados por autores y medios de este entorno.

¿Y qué tiene eso de extraño?, podría preguntarse el lector. ¿Acaso no se ha manifestado Scruton reiteradamente a favor de la religión, de la tradición, de la familia, y de los valores en peligro que hay que conservar? ¿Y acaso no ha fustigado la revolución y sus crímenes, el odio de la izquierda, y la mordaza de la corrección política, etc. etc.?

Por supuesto que lo ha hecho. Y en su derecho está. Y bienvenida sea cualquier voz que contribuya a mantener cierta pluralidad en una época en la que cada vez resulta más difícil decir algo al margen de las corrientes dominantes de opinión. Sin embargo, la pregunta que me gustaría considerar aquí es esta: ¿Qué es la religión para Roger Scruton? ¿Cuál es su esencia? ¿Qué papel tiene, o debe tener, en nuestra vida?

Scruton ha ido dejando escritas aquí y allá reflexiones parciales al respecto, observaciones sueltas, párrafos o páginas en tal o cual obra, artículos etc. Ahora bien, la expresión posiblemente más madura de su pensamiento religioso se encuentra en un ensayo sobre música publicado por el inglés en 2016, y que en 2019 ha sido traducido al castellano por la editorial Acantilado, con el título «El anillo de la verdad», y el subtítulo «La sabiduría de “El anillo del nibelungo” de Richard Wagner». La lectura de ese ensayo, de gran interés, por lo demás, para los aficionados a la música (como es mi caso), y la lectura sobre todo de su último capítulo, me ha proporcionado la inesperada alegría de encontrar por fin un texto clave para entender ese ramillete de observaciones de Scruton sobre lo religioso que había ido recopilando de algunas otras obras suyas.

No debe confundirnos el hecho de que Scruton atribuya a Wagner la concepción de lo religioso que expone ahí, puesto que lo hace desde el acuerdo y la asunción de las ideas expuestas. Hasta el punto de que ya en el prefacio advierte que va a «utilizar la obra como vehículo para la reflexión filosófica», y que en la primera frase de la introducción del libro escribe esto:

 

«El anillo del nibelungo de Wagner es una de las más grandes obras de arte de los tiempos modernos, y en este libro la interpreto en términos que espero que muestren su relevancia para el mundo en que vivimos».

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Su relevancia, como nos irá diciendo luego en las páginas del libro, pero sobre todo al final, es que la obra de Wagner pone de manifiesto la clave esencial de la religión. La clave que nos permitirá valorar la religión como es debido, y ser religiosos en el mundo tras la muerte de Dios. ¿Y cuál es esta clave? La idea de que los ritos religiosos ―que Scruton considera que constituyen el núcleo esencial de la religión― están esencialmente relacionados con lo que acontece en la experiencia de la tragedia griega. Lo explica así:

 

«A Wagner le impresionó el extraordinario sentido de la reconciliación que irradia la escena trágica griega. El público experimenta la destrucción y muerte de personajes nobles e imponentes; es testigo del destino de ciudades y familias que penden de un hilo; contempla los más terribles reveses de la fortuna; y todo ello se presenta como una especie de necesidad, un destino ineluctable. Y aun así, de algún modo, el resultado no sólo es hermoso, sino sereno. El público es elevado por los terribles acontecimientos hasta otra dimensión del ser, donde el miedo a la muerte ha sido trascendido y la vida humana reafirmada en la conciencia de su propia fugacidad. […] Wagner fue el primer pensador en comprender que la experiencia trágica es semejante a ―y derivada de― el núcleo ritual de la religión. El sufrimiento, tal y como lo retrata la tragedia, es a la vez ritualizado y santificado. La tragedia muestra a seres humanos al límite, en el filo de la nada, que sin embargo son capaces de extraer grandeza de las fauces de la destrucción. Y lo hacen mostrando la utilidad intrínseca de lo que está a punto de serles arrebatado: el valor absoluto de la vida y el amor, que se revelan en el momento de su aniquilación. […]

La tragedia griega no niega lo común y lo sórdido, pero toma los puntos de inflexión de la vida humana y los encuadra como sacrificios religiosos; se trata de “convertir en algo sagrado” aquellos momentos en los que debemos pagar el precio total de lo que somos. No es absurdo dar a tales momentos el nombre que Wagner les concedió cuando intentó resumir su poder: Erlösung, o “redención”. Sin duda no se refería a esa palabra en su sentido cristiano, invocando la promesa y la obtención de una vida futura mejor. Pensaba más bien en una descripción del propio rito religioso, y en consecuencia del momento de trascendencia en la escena trágica: el momento en el cual la vida se muestra como intrínsecamente valiosa, en el instante mismo en el que es engullida por la nada que nos rodea». (pp.405-406).

 

Ahora bien, podría plantearse la cuestión de si todo esto sigue teniendo algún valor en el mundo actual. Y Scruton responde del modo siguiente:

 

«¿Puede hablarnos todavía la tragedia en un mundo sin religión? La respuesta de Wagner es un enfático “Sí”. Y con ello mostró una conciencia filosófica de lo que nuestra vida pone en juego. Las personas de hoy, pensaba, viven más allá de la muerte de sus dioses […] Y esto significa que vivimos con una conciencia acentuada de nuestra contingencia, del hecho de haber sido arrojados al mundo sin una explicación. Y aun así, exactamente igual que nuestros ancestros, somos seres sociales, que debemos responder unos ante otros, susceptibles de culpa y de vergüenza» (pp.406-407).

 

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Puede leer:  El verdadero desarrollo humano

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Sin embargo, nos enfrentamos aquí con un grave problema. El problema de cómo sentirnos responsables en un mundo movido en el fondo por fuerzas absurdas. ¿No sería el cinismo la actitud más natural para el que se concibe arrojado a un mundo así?:

 

«La religión era un antídoto contra este tipo de cinismo. Condensaba las ideas de libertad y de persona, presentándolas en forma mítica, ofreciendo una especie de garantía metafísica […] Pero los escépticos modernos no poseen un método tan sencillo para apaciguarse. La ciencia nos ha desplazado de la posición central en el esquema del universo que en su día ocupamos, persuadiendo a muchos de sus devotos de que lo “eterno en el hombre” no es más que una ilusión, tal vez una destructiva ilusión. Ningún dios va a descender ya para rescatarnos. Si queremos elevarnos por encima de nuestro cinismo, de manera que podamos creer en la libertad y en la dignidad del ser humano, somos nosotros mismos quienes debemos acudir a nuestro propio rescate». (pp.407-408)

 

Se trata, pues, de que nosotros mismos nos salvemos. Pero, ¿cómo podríamos hacer algo así?:

 

«Ésta es, para Wagner, la gran tarea del arte; la tarea que hemos heredado de la muerte de nuestros dioses. El arte debe mostrarnos la libertad en su forma inmediata, contingente y humana, recordándonos el significado que tiene para nosotros. Aunque vivamos en un mundo donde los dioses y los héroes han desaparecido, podemos, al imaginarlos, dramatizar las profundas verdades de nuestra condición, y renovar la fe en aquello que somos» (p.408).

 

Se trata por tanto del arte. Y del ritual religioso, entendido como expresión simbólica que funciona exactamente igual que las representaciones de la tragedia, y que nos prepara, por medio de sacrificios simbólicos, a los momentos «sagrados» del «sacrificio» real.

Hay en la vida, nos dice Scruton, momentos que el denomina «sagrados», y que son aquellos en los que, superando el miedo a la muerte, nos enfrentamos a las grandes decisiones, que culminarán en el momento de nuestra destrucción total, que la religión y la tragedia nos permiten entender como «sacrificio»:

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«Al describir como sagrados tales momentos estoy evocando conscientemente un concepto que debemos sobre todo a Wagner: lo sagrado concebido como un aura vinculada a las grandes transiciones y elecciones existenciales, el aura […] que surge espontáneamente en la experiencia del ser autoconsciente y es inseparable del encuentro del Yo con el Tú». (p.410)

 

Por tanto, lo «sagrado», para Scruton y (si su interpretación es correcta) para Wagner, no es algo transcendente, sino inmanente: una propiedad de ciertos momentos claves de la vida, en los que se pone en juego todo nuestro ser, y en los que, si superamos el miedo a la muerte, con espíritu de sacrificio, descubrimos todo el valor y el significado intrínseco de la vida en este mundo, que es en realidad todo lo que tenemos:

 

«Nuestra capacidad para aceptar la muerte es lo que otorga realidad para nosotros a ese significado. Muestra, a través del momento sacrificial, que hay cosas en nuestras vidas que son sagradas, y que reivindican lo que somos. Eso es, al final, lo que significa la “redención” wagneriana. […] El sacrificio no es el sentido moral de la historia, sino el medio que nos permite conocerlo.» (p.412).

 

Y el arte y el rito religioso nos preparan precisamente para eso. No en vano en el capítulo 15 de su «Aesthetics of Music», una obra anterior de Scruton, había escrito ya esto:

 

«La religión consisten en la realización de [los ritos], de manera puntillosa y como un fin en sí mismo, sin pensar qué pueda ganarse. (Esto es lo que significa «piedad»). La doctrina de la salvación es un tipo de metáfora: una forma de presentar al creyente un sentido completo de lo que está en juego en la realización de las acciones santas.»

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Bien. Creo que no es preciso que me extienda más en la presentación de estas ideas. Si queremos resumirlas en un par de frases, baste con indicar que en la cosmovisión de Scruton no existe más realidad que el «más acá». Y que el valor de la religión (que él identifica con los ritos sacrificiales), como el valor de la tragedia, consiste en que nos presenta por medio de símbolos los momentos clave de nuestra vida, en los que todo nuestro ser se pone en juego, y es destruido al cabo, pero de tal modo que justo en ellos, y en nuestro abocamiento final a la nada, se manifiesta todo el valor y la grandeza de este mundo, que es, insisto, el único mundo, y de nuestra existencia, que es, de nuevo, únicamente nuestra existencia terrena.

Son ideas, qué duda cabe, interesantes. Estudiarlas supone un agradable ejercicio intelectual, y todo eso. Ahora bien, cuando un cristiano habla de religión, de lo sagrado, del sacrificio, ¿está entendiendo estos términos del mismo modo como los entiende Scruton?

Me atrevería a afirmar que no. Más aún, me parece bastante evidente que ser «conservador» de la religión a la manera de Scruton (es decir, cambiando el sentido de todos los conceptos fundamentales, para mantener las palabras y los ritos) equivale a una forma de conservar la religión en formol.

Y, sin embargo, el autor inglés parece haberse convertido en un autor de cabecera para no pocos de los «paladines» actuales del cristianismo en el campo de batalla del pensamiento, que se entusiasman con su defensa de la religión y de los ritos y las tradiciones.

¿Qué le vamos a hacer? Este es el nivel de postración intelectual en el que nos movemos hoy día… Lo que quizás tenga algo que ver con lo de 1 Cor. 1:27.

 

Conservadurismo

 

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Francisco José Soler Gil (1969) ha realizado estudios de Física y Filosofía. Es doctor en Filosofía por la Universidad de Bremen y miembro del grupo de investigación de Filosofía de la Física de citada universidad.

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