Los tres diálogos y el relato del Anticristo, la inmortal obra de Vladimir Soloviev, no pierde ni un ápice de actualidad.
Nos lo recuerda recientemente Michel de Jaghere desde las páginas de Le Figaro con esta reflexión en la que contrapone al Gran Inquisidor de Dostoievski con el Anticristo de Soloviev:
“Al contrario de la aterradora religión del Gran Inquisidor, Soloviev describió como una tentación final el advenimiento de un humanitarismo ajeno al Misterio del Verbo Encarnado. Donde la Cruz, signo siniestro del sacrificio sangriento por cuya aceptación Dios hecho Hombre tomó sobre sí todos los pecados del mundo, daría finalmente paso al radiante espectáculo de una humanidad salvada, ya no por la reforma de la vida interior y la mediación de los Sacramentos, las obras de caridad, la oración y la entrega de uno mismo, la adoración a Aquel que nos redimió a un gran precio, sino por una distribución más justa de sus riquezas materiales, una mejor ingeniería social. Un cristianismo sin obligaciones, sin doctrina, sin esperanza y sin dogmas, puesto bajo el único signo de la misericordia y de la benevolencia, en el que la promoción de los valores humanísticos sería el lugar, incluso en los discursos eclesiásticos, de la lucha escatológica por la Salvación, y que no tendría más objetivo que dar un suplemento de alma a una humanidad convencida de que no hay “nada más que la tierra”.
Este cristianismo sin Cristo ha tomado hoy en día una dimensión hasta tal punto que hace que la lectura de Soloviev sea inquietante. El escritor ruso se había inspirado en el humanismo filantrópico de Tolstoi, en el que veía una peligrosa y mortal utopía, una falsificación humanitaria de la religión que estaba destinada a degenerar en una tiranía almibarada y totalitaria. Su novela culminaba con el relato de un concilio ecuménico que reunía a representantes de todos los credos en torno al gobernante supremo de los reinos terrenales. Preocupado por poner fin a las divisiones que fragmentaban el imperio del Bien, donde ahora reinaban la paz y la prosperidad bajo su liderazgo en una atmósfera de fin de la historia y de democracia universal, prometía al clero católico mantener su autoridad espiritual en torno a un papa que se quedaría con su título y sus trajes; a los ortodoxos, respetar el esplendor de sus liturgias; y a los protestantes, garantizar la libertad de escrutar cada vez más profundamente el significado de las Escrituras. A cambio, les pedía únicamente que reconocieran la preeminencia de su poder, de su acción en favor de la tranquilidad universal.
La gran mayoría de ellos sucumbía, seducidos por estas promesas. Un pequeño resto lo rechazaba, convirtiéndose en objeto de escandalosas incomprensiones.
“Cristianos, decidme qué es lo que más apreciáis en el cristianismo, para que yo pueda dirigir mis esfuerzos en esta dirección“, les preguntó el Anticristo.
Bajo la mirada de los sectarios de una humanidad pacificada, uno de ellos tuvo esta respuesta que tal vez resume el diálogo de sordos que, como el héroe de Soloviev, la modernidad tiene desde hace dos siglos con una religión cuyo fundador se presentaba como “piedra angular” (Mt 21,42), “alfa y omega” (Ap 1,8) y “signo de contradicción” (Lc 2,34): “Gran maestro, lo que más apreciamos en el cristianismo es al mismo Cristo.»
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