Pero un día al Reino de Henry llegó un profeta, un hombre entrado en edad, pero no tan anciano, nunca tanto. Este irrumpió sin invitación al castillo, en medio de los quehaceres del Rey. Ante el accionar de la Guardia Real, el profeta retiró su capucha marrón de encima, para mostrar su rostro. Tenía los ojos negros como el carbón, una barba blanca y lisa, unas cejas tupidas que en su punta remataban saliéndose, parecía la mirada de un águila arpía, con una nariz aguileña a juego.

Con grandes prodigios sorprendió a la Corte ¡Con la indignación de los sacerdotes! Incluso, del Cardenal de esa tierra, que se encontraba presente en esa ocasión. Pero el profeta, al ver el alboroto, con una voz suave, susurrante pero muy clara, dijo: “¡No temáis servidores del que llaman el Cristo! Que yo estoy con vosotros, estas habilidades me han sido entregadas por el mismo Dios de ustedes. Del cual soy servidor. Soy cristiano como ustedes.”

Esto no calmó a los sacerdotes y al Cardenal, quien, con sus ropas características, sus ojos azules como el Cielo, un rostro totalmente afeitado, y con un corte de cabello de caballero, lo increpó: “Nadie que no sea parte de la Casa de Dios está llamado a hacer tales prodigios. Pues dicho está, no hay otro camino, el que camino que alumbra la Luna, porque ésta, que es cordero y es Esposa virgen y eterna del Rey de Reyes, del valiente León ¿Cómo es posible que nosotros, que Dios nos ha permitido estar en casi todos los Reinos no sepamos de dónde viene su merced?”.

A lo que el profeta respondió: “Sus dudas son razonables y para ellas respuesta adecuada tenemos. Es cierto, la Iglesia me despreció, porque yo quise utilizar practicas que ustedes consideraban heréticas, por lo tanto, decidí servir a Cristo por mi lado y a mi modo, aprendiendo sabiduría ancestral de antiguos maestros, que habitan en las entrañas de la naturaleza. Ahora vuelvo a ustedes, con arrepentimiento, sabiendo la verdad y pidiendo ser recibido como el hijo pródigo ante el buen padre.”

Esto calmó al Cardenal Pelayo, de las Tierras Calientes, quien había increpado al profeta, pero no así al Cardenal Richard, de las Tierras Heladas, quien con prudencia guardó su duda. Al escuchar esto el Rey Henry pues dio la bienvenida al profeta, que era blanco como la nieve, de rasgos bárbaros. Los sacerdotes no mostraron discrepancia, siempre que cumpliera con los mandamientos católicos.

El profeta y Henry se volvieron muy cercanos. Este era el consejero espiritual del Rey. Dejando de lado al Cardenal Richard, que como sabemos, era tímido y prudente. Así ascendió cuál ola que rompe en acantilado dentro de la jerarquía del Alto Clero, llegando a Monseñor de la ciudad principal del Reino. Todo marchaba bien. El pueblo era prospero y la gente feliz. Pero siempre llegan momentos oscuros y trágicos, y así llegó la desgracia a este noble pueblo.

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