MARIO CAPONNETTO
Los dos Papas, el film de Fernando Meirelles que acaba de estrenar la plataforma Netflix, tiene todos los ingredientes de una excelente película si nos atenemos exclusivamente a su factura fílmica: un auténtico duelo actoral protagonizado por Anthony Hopkins (Benedicto XVI) y Jonathan Pryce (Francisco), dos grandes del cine contemporáneo, diálogos chispeantes y en ocasiones profundos, un relato sin fisuras con momentos de enorme tensión adecuadamente compensados con certeros golpes de humor y hasta escenas desopilantes (como en la que Bergoglio intenta bailar un tango con Benedicto) que alivian al espectador, una excelente fotografía y una música impecable. Todo esto, repito, desde lo estrictamente artístico hace de Los dos Papas un producto de alta calidad de la cinematografía de los últimos tiempos.
Muy distinto, empero, es el juicio si se apunta al contenido o, como suele decirse ahora, al metamensaje de la película. El relato se inicia con la muerte de Juan Pablo II, el cónclave en el que resulta elegido Josef Ratzinger como el Papa Benedicto XVI y en el que un Cardenal argentino, Jorge Mario Bergoglio, aparece como el segundo más votado. Al término del cónclave un Bergoglio indisimuladamente contrariado se despide en el Aeropuerto de Roma, de regreso a Buenos Aires, de otro cardenal a quien desliza este comentario: las reformas que la Iglesia necesita no se harán y tendrán que esperar.
Años después, Bergoglio, quien ha pedido insistentemente su retiro, aterriza en Roma llamado por Benedicto XVI. La entrevista tiene lugar, en su primer día, en Castelgandolfo, en la sobriamente elegante residencia veraniega de los papas, en medio de un paisaje sereno y bucólico. Aquí comienza el duelo entre el Papa alemán y el Cardenal argentino. Son dos mundos distintos; y no sólo por las diferencias culturales o de carácter que separan a un típico argentino, jesuita, afecto al futbol y al tango, informal en todo, amigo de kiosqueros porteños y de jardineros romanos, de un intelectual alemán, experimentado profesor de universidades europeas, de inconfundible rostro bávaro, de porte algo hierático, solitario (a tal punto que come solo), y amante de la buena música clásica que él mismo ejecuta al piano en sus horas de también solitario descanso. En efecto, más allá y por encima de estos contrastes, que el film describe magistralmente, en realidad se enfrentan dos Iglesias; y aquí está, a mi juicio, la clave de la película.
Benedicto XVI es lo que diríamos un conservador; un papa preocupado por mantener íntegra la doctrina y la tradición de la Iglesia, convencido de que lo que el mundo necesita es una verdad absoluta que lo ponga al amparo de los vientos del relativismo. Bergoglio, en cambio, es un reformador, piensa que la Iglesia es narcisista, que debe dejar de contemplarse a sí misma, abandonar sus disputas teológicas y litúrgicas (“vivimos discutiendo si la misa debe rezarse en latín o no”, es una de las frases que desliza el Cardenal) y abrirse al mundo, mezclarse con el dolor y el sudor de los pobres, con las víctimas de los abusos (“no basta con la confesión de los abusadores”, es otra de las frases que se oyen de boca del argentino), permitir la comunión a los divorciados, defender el medio ambiente y combatir los excesos del capitalismo.
A medida que transcurre el diálogo la relación entre los personajes se va transformando. Del enfrentamiento inicial, por momentos francamente hostil, va pasando a una suerte de intimidad fraterna. Ambos cuentan sus vidas y se confiesan recíprocamente. ¿Cuál es el gran pecado del Cardenal? Su actuación en la época de la dictadura militar argentina cuando ejercía su cargo de Provincial de la Compañía y suspendió a dos jesuitas que se ocupaban de los pobres en un barrio marginal de Buenos Aires; ambos curas aparecen como víctimas de la represión militar y de la cobardía de Bergoglio: relato absolutamente falso por cierto en el que no falta ninguna de las imposturas setentistas como los treinta mil desaparecidos y en el que, obviamente, se omite lo esencial: los curas en cuestión eran dos guerrilleros que entrenaban terroristas.
¿Y el pecado del papa alemán? No haber atendido las graves denuncias contra el sacerdote mexicano Maciel acusado de gravísimos delitos de abuso sexual. Historia, también, radicalmente falsa si se tiene presente que fue justamente Benedicto quien tuvo que esperar a ser Papa, debido a la resistencia de algunos cardenales, para poner fin a décadas de escandaloso ocultamiento de las tropelías de aquel monstruo moral.
El desenlace ocurre en una Capilla Sixtina absolutamente vacía en la que sólo están, frente a frente, el Papa y el Cardenal. Allí, Benedicto le confiesa a Bergoglio que ha decidido renunciar al Trono de Pedro: él no sabe gobernar, es sólo un académico, no ha sabido hacerse de colaboradores eficaces, hace tiempo que Dios no lo escucha, todo aquello en lo que ha creído y por lo que ha vivido se le aparece vano: la Iglesia necesita un Bergoglio; por eso, Benedicto debe renunciar y el Cardenal permanecer.
El final lo conocemos: renuncia de Benedicto XVI, nuevo cónclave y Bergoglio, convertido en Francisco, sin el pectoral de los papas, sin paramentos y calzando sus míticos zapatos negros, saluda a la multitud que lo aclama en Piazza San Pietro aquel lluvioso atardecer del 13 de marzo de 2013. Desde su retiro, Benedicto sonríe frente al televisor, como quien ha cumplido su tarea.
Benedicto ya no existe, se ha ido y con él se ha ido la Iglesia de Cristo, la que salió del costado abierto del Crucificado, la que con sombras y luces ha sido el faro del mundo y ha anunciado el evangelio a los hombres. Hay dignidad en esa muerte. Es el canto del cisne. En su lugar ha nacido la nueva Iglesia de Francisco: humana, misericordiosa, hospital de campaña, portadora de un evangelio intramundano, ecologista, que no teme poner los ídolos del mundo en el lugar santo.
Los dos papas es la versión cinematográfica de la tesis impuesta por la secta modernista: lo único bueno de Benedicto XVI es haber comprendido que debía renunciar para dar paso a Francisco, el reformador, el heraldo de la primavera de la Iglesia. Y en este sentido la película es todo un acierto porque refleja con exactitud el drama de la Iglesia de nuestros días. Sólo que este drama es presentado con el ropaje de una gloriosa y esperanzadora victoria.
En síntesis: un veneno letal en un excelente y atrayente envase.
Artículo publicado en la Revista Reino de Valencia nº 122
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Olga C. Moreno
25/03/2020 at 02:15
Dr. Mario Capponetto: ¿Todavía no se ha dado cuenta de que «la Iglesia de Cristo, la que salió del costado abierto del Crucificado, la que con sombras y luces ha sido el faro del mundo y ha anunciado el evangelio a los hombres», NO ES la que actualmente se presenta ante el mundo como «iglesia católica»? ESO que usted considera Iglesia, no es más que una burda imitación de la VERDADERA IGLESIA, la fundada por Nuestro Señor Jessucristo. ¡Por favor! Deje de confundir a la buena gente.