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Historia

El mito de la Memoria Histórica. Guerra Civil y represión republicana: el caso de la provincia murciana [1934-1939]

La responsabilidad de la violencia política republicana residió, directamente y en última instancia, en los poderes públicos frentepopulistas monopolizadores del poder desde julio de 1936.

Por Esteban de Castilla. Ensayista. Instituto de Estudios Históricos (España)

Así fue la Historia. Ocurrió un domingo de septiembre de 1936. El cura Sotero González Lema, «el cura Sotero», párroco de Nuestra Señora de El Carmen (Murcia) fue ejecutado públicamente. Tras ser arrastrado por el suelo, atado de pies y manos, por una turba de “espontánea” desde la Cárcel provincial hasta la misma Parroquia carmelitana, al párroco, se le cortó una mano en la Plaza Camachos, los genitales en el Jardín de Floridablanca y fue quemado vivo colgado de una pared dentro de la misma Iglesia[1]. El olvido que sufrió y sufre aun esta historia, aparece como ejemplo palmario de una construcción mitológica, idílica y romántica, difundida sobre el pasado republicano; construcción fundada sobre una ontologización del concepto ideológico de la democracia[2], que desvirtuó entre 1931 y 1936 su realidad como técnica de representación y participación política, y fabricó de uno de los grandes falsarios de nuestra historia contemporánea: la justificación de la violencia política durante la II República y la “República en guerra”.

Los más de 60.000 asesinados, de ellos casi 1.060 en la provincia de Murcia[3], son el hecho más visible de la represión republicana durante la Guerra civil; pero estos datos no pueden hacernos olvidar que fueron la consecuencia extrema de un proceso más amplio de uso político de la violencia con fines de transformación revolucionaria. El 18 de Julio de 1936 no solo comenzó una sublevación contrarrevolucionaria, que en su objetivo de establecer en España un Estado nacional autoritario y corporativo, dejó casi 50.000 víctimas en su avance territorial y su unificación política (cifra relativa a tres años de imparable crecimiento territorial).

Ese mismo día, inmediatamente después del Alzamiento, se aceleraron distintos proyectos revolucionarios de construcción de un nuevo Estado socialista de tipo racionalista y totalitario, bajo el icono político de la “República”, que hacía saltar, junto a la sublevación militar, por los aires el entramado jurídico-político de la II República.

En ambos lados del frente militar, nacieron proyectos de construcción de una nueva legalidad política sin referencia directa, pese a la propaganda frentepopulista o las primeras proclamas nacionales (“Viva la República” en el primer documento de Mola), al régimen republicano; ambos fueron desatados como consecuencia del fracaso de la “vía reformista” de la primera Revolución política democrática (1931-1933) y de la hegemonización institucional de la Revolución social (1934-1936), y ambos superaron, en pocas horas, lo que quedaba del entramado jurídico-política de la II República gracias a la paramilitarización permitida por el gobierno Giral, y que se autoarrogaron en exclusiva la terminología democrática y republicana con fines propagandísticos[4]. Frente a la violencia histórica de las ideologías revolucionarias, como el comunismo, el socialismo marxista o el anarquismo, para P. C. González Cuevas “la violencia de la derecha española fue, en términos históricos y políticos, la respuesta obligada y legítima a los intentos revolucionarios de la izquierda, que arrancan del triunfo bolchevique en Rusia en 1917, que desencadenó lo que el historiador alemán Ernst Nolte ha llamado la guerra civil europea”[5].

“El conflicto no solo tiene una faceta destructiva de las sociedades sino también constructiva y fundadora”, apunta Jerónimo Molina; es por ello, “una condición del cambio social” que “puede estimular respuestas positivas e imaginativas a una situación crítica que amenazan la continuidad de la comunidad”[6]. Así, la comunidad política imaginada por las elites dirigentes de las izquierdas españolas nacía de la mano de una visión conflictiva de la historia y del futuro, que en la “guerra civil revolucionaria” (R. García Cárcel dixit[7]) engendraría definitivamente. Conocer las verdaderas causas políticas, las raíces sociológicas y la trascendencia histórica del “conflicto” como medio de cambio político en la retaguardia republicana: este es el primer objetivo de nuestra investigación; el segundo consiste en señalar que nueva Sociedad y que nuevo Estado se pretendía crear a partir de la violencia y la represión desplegada, mostrando las raíces previas (más exactamente desde inicios de la II República”) de la “decisión política” que hizo posible este fenómeno. El tercer objetivo busca demostrar, a través de la experiencia documental de la provincia de Murcia, el “verdadero lenguaje” de una Revolución primero política, finalmente social, que superó las pretensiones reformistas de la democracia parlamentaria del 14 de abril. Solo superando la “moralización de la política”, a través de un recio pensamiento estatal, podemos rescatar las raíces de la descomposición política de la II República, el “mito del bienio negro” radical-cedista[8], la sedición socialista de octubre 1934, la manipulación de los resultados electorales de febrero de 1936, la sublevación de julio de 1936, el chequismo o terrorismo de Estado.


Estos objetivos alertan sobre la entelequia interpretativa basada en la “espontaneidad moral o popular” de la violencia republicana, subrayando primero sus conexiones políticas con un lenguaje revolucionario que determinaba el “enemigo político” a eliminar (Ennemie, Feind); apuntan después la sacralización en él de la máxima de la “lucha de clases” (el socialismo internacionalista operó en la Guerra de España como una religión secular[9], no como un pensamiento radicalmente secularizador del orden de coexistencia política): y finalmente demuestra su vinculación genética con procesos revolucionarios de construcción de una nueva comunidad política, con un proceso múltiple pero fracasado de estatificación de la materia política española, su sociedad nacional. 1936 fue el punto de inflexión del fenómeno tardío e incompleto de estatización de la Nación española (que los doctrinarios de las Cortes Constituyentes –como muestra J. Molina- no supieron advertir[10]), y de agudización de las tendencias de mimesis política e ideológica características del primer tercio del siglo XX (Führerprinzip, Stato totalitario, democracia popular)[11]. La violencia republicana fue, así, un elemento más del eterno político: la apropiación del Estado[12].

A partir de esta historia local, nuestra empresa historiográfica contribuye a desentrañar los orígenes y las causas políticas del enorme grado de violencia y represión desatado en la retaguardia republicana entre 1936 y 1939; sobre todo, insistiendo en comprender[13], desde el análisis de la “iconografía política”, el lenguaje ideológico y mitológico que generó, legitimó y justificó un conflicto político-social que llegó hasta los límites del “exterminio de clase”. Esta historia provincial demuestra con ello la escasa validez heurística de las interpretaciones maniqueas de los acontecimientos fundadores y terminales de la Guerra de España. Mientras sobre el otro “bando” en conflicto, se han escrito multitud de estudios que han deformado la naturaleza del mismo (“fascista”, “antirrepublicano”, etc.), magnificando las cifras de su violencia política, convirtiendo en seres monstruosos y grotescos a sus líderes y miembros; sobre el “bando republicano” escasean obras donde se refleje los orígenes históricos, los precedentes doctrinales, y las responsabilidades políticas de su violencia y represión. Como señala P.C. González Cuevas, en la mayoría de estas obras “los republicanos aparecen como depositarios de todas las virtudes cívicas y democráticas” y la responsabilidad de sus asesinatos “se difumina y diluye en una supuestamente espontánea reacción del pueblo oprimido, cuando es de sobra bien sabido que los autores de aquellos tenían nombres y siglas muy concretos”[14]. Aquí el lenguaje y la iconografía mitológica jugaron, y juegan aún, un importante papel de distorsión, cuando no de negación ideológica[15].

Nuestra empresa utiliza, en primer lugar, el marco epistemológico aportado por Julien Freund y su Sociología del conflicto[16], amén de distintos estudios historiográficos sobre la violencia política en esta retaguardia a nivel nacional. En segundo lugar abordaremos los testimonios, documentos y estudios centrados en la provincia de Murcia, utilizando la semántica histórica de Reinhart Koselleck, paradigma de investigación supralingüística que nos ayudará a explicar los conceptos[17] utilizados por los protagonistas de esta retaguardia para legitimar y justificar dicha violencia. Veremos así la naturaleza real de la violencia política, su trascendencia histórica, el uso y el significado que tuvo para los hombres y grupos políticos que la utilizaron con fines ideológicos[18].; sobre este objetivo, Penzi y Ruíz Ibáñez señalaban que “uno de los problemas ejes de la aproximación a los términos de la época por parte del historiador es la diversa concepción que de ellos tuvieron sus contemporáneos. Por ello, buscar una genealogía lineal de los mismos solo se puede hacer al coste de dar un sentido tan finalista como determinista de su evolución, lo que suele significar la asunción por parte del historiador de la acepción que dicho concepto hizo una parte de los agentes en liza” [19].

Así podemos señalar que:

1. La responsabilidad de la violencia política republicana residió, directamente y en última instancia, en los poderes públicos frentepopulistas monopolizadores del poder desde julio de 1936, bien por su decisión consciente, bien por la omisión de su labor de mantenimiento del orden público, o bien por generar y alentar un clima de persecución capaz de legitimar la represión total.

“Identificar sin más, como a menudo se hace, la democracia, entendiendo por tal la liberal y pluripartidista, con los republicanos – González Cuevas- no deja de ser una grave tergiversación histórica. Socialistas revolucionarios, comunistas y anarquistas – lo mismo que sus aliados internacionales- no combatieron en defensa de la legalidad republicana, sino por la construcción de un sistema socioeconómico y político; no, desde luego, el demoliberal[20]”.

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2. La Republica española de 1931 no pudo sustraerse del movimiento de las nuevas ideas político-sociales, implantando la democracia a través de un “golpe de Estado constitucional”[21] contra la Monarquía demoliberal alfonsina (“congelada” desde 1923). Su Constitución surgió bajo el signo de una rectificación urgente e inaplazable, que debía legitimar por los hechos al “Gobierno republicano”, introducir el espíritu técnico-corporativo, garantizar el orden cívico y las libertades individuales y reforzar los poderes ejecutivos del Presidente. La parte dogmática de “La Niña” fue sectaria y la parte orgánica disfuncional. Para Salvador de Madariaga“ lo del 14 de abril, tal y como salió de las Constituyentes del 31, no se corresponde ni a la realidad íntima de España ni a un concepto razonable de la vida colectiva”[22].

3. Sus orígenes se pueden localizar, perfectamente, en el discurso ideológico (1931) y en la praxis política (1934) reelaborado en la mayoría de los miembros del futuro FP durante la II República. Ambos hechos, la responsabilidad y el origen fueron justificados –cuando no deformados- por el lenguaje político de los sectores ideológicos implicados, y ocultados por el pensamiento jurídico-político adepto. C. Schmitt señalaba que “la materia de la cual forma sus ideas y de la que depende en su trabajo científico, le vincula a situaciones políticas, cuyo favor o disfavor, cuya suerte o desgracia, victoria o derrota capta también al investigador y maestro y determina su destino personal. En tiempos de guerra civil latente o declarada, esta realidad se siente más intensamente”[23].

4. Los titulares de prensa, los mítines partidistas, las proclamas en la radio y en los periódicos, los lemas de las manifestaciones o las propias sentencias judiciales, reflejaban un lenguaje político que no solo intentaba elevar la moral de la retaguardia o apelar a la legalidad republicana; al contrario, nos encontramos con un lenguaje cargado de valores[24] radicalmente incompatibles con la visión establecida sobre el “enemigo político”, destinado a adoctrinar a la retaguardia en una visión conflictiva de la historia y del presente, y encargado de legitimar la violencia política necesaria para construir, revolucionariamente, un nuevo Estado republicano de naturaleza mesiánica[25].

En este análisis polemológico, Murcia aparecerá como el ejemplo local de un fenómeno que desmitifica la llamada “legalidad” de los modelos de Estado desarrollados por los miembros del Frente Popular; ejemplo que muestra, además, la imposible traslación de los conceptos de democracia, de revolución o de voluntad popular más allá de horizonte histórico del Interbellum donde tuvieron su razón de ser (traslación como obra ideologizada producto de una historiografía guiada por la llamada “Memoria histórica”). “Los conceptos políticos y económicos no son universales. Instrumentos de razón histórica se muestran ante cada generación como realidades temporal y especialmente delimitadas. No resultan, en modo alguno, intercambiables (…). Por eso, el agotamiento histórico de esa serie de categorías del espíritu (Estado, Capitalismo o Sociedad civil) viene precedido por la quiebra de los modos de pensamiento imperantes” sostiene Jerónimo Molina[26]. La violencia y la represión republicana fueros hechos con raíces ideológicas y políticas claras, propios de un tiempo histórico determinado en el que casi toda propuesta revolucionaria y contrarrevolucionaria tenía visos de realidad; esconder o minimizar este hecho, en aras a una “dignificación” del bando político responsable de la misma, conduce a la pura y simple falsificación historiográfica (como indirectamente reconoce la historiografía autodenominada como “progresista[27]”).

Esta represión fue, ante todo, una “decisión política”[28]. El conflicto, constante política inherente a los procesos revolucionarios contemporáneos de cambio y construcción social, no surgió espontánea ni novedosamente en la Guerra civil; fue la arena de confrontación fraticida de proyectos políticos diseñados años antes. Durante la II República, la “Revolución política” del liberalismo jacobino y de la izquierda político-social (desde el factum brutum de 1931) desarrolló una visión conflictiva del pasado y del presente de España con el objetivo de legitimar su proyecto de creación de una Sociedad nueva y un Estado nuevo desligado de las formas consideradas tradicionales (católicas, monárquicas, etc.); una visión que desde 1931 preparó el golpe de Estado constitucional contra el régimen demoliberal de Alfonso XIII.

La “Revolución social” de la izquierda socialista y comunista (desde el hecho revolucionario de 1934), utilizada como medio de presión por la izquierda republicana, surgió de una visión conflictiva de las relaciones sociales y de la evolución histórica que legitimaba la subversión del orden político-social de la Restauración (Huelga general revolucionaria de 1917, insurrecciones armadas en 1931), la superación del régimen republicano tras la derrota electoral de 1933, y la utilización estratégica de sus instituciones y medios para neutralizar al enemigo político “de clase”.

Ambas transformaciones revolucionarias, amen de la revolución libertaria de la CNT y de la FAI, confluyeron en el seno del Frente Popular. Desde febrero de 1936, esta coalición impulsó o espoleó la violencia política al servicio de un nuevo Estado, jacobino o socialista-comunista, que superó el marco jurídico constitucional, persiguió a todo “enemigo político”, enemigo ideológico y de clase definido estratégicamente como “disidente interno” (llegando incluso a represión de las “antifascistas” propuestas troskistas y libertarias) y acabó preso de sus propias contradicciones internas en torno al “camino revolucionario”. De esta manera, pretendemos mostrar como en una época crepuscular como la Guerra civil, la contienda militar fue el escenario humano de una contienda política de más alto calado: la lucha por un nuevo Estado español[29].

La última de nuestras guerras civiles fue el escenario donde se enfrentaron, militar e ideológicamente, dos modelos de Estado condicionados por la dialéctica revolución-contrarrevolución[30]: de un lado un Estado autoritario y corporativo, temporalmente fascistizado; de otro, un Estado autoritario y racionalista de naturaleza comunista, socialista o jacobina. Así, 1936 marcó un punto de inflexión en la historia política española. Ambos modelos utilizaron la violencia y la represión para alcanzar fines políticos definidos progresivamente, respondiendo a cosmovisiones sociales y culturales elaboradas doctrinalmente durante la II República.

La contrarrevolución nacionalista reaccionó a la patrimonialización del régimen republicano, construyendo un Estado autoritario y centralizado bajo la síntesis doctrinal “de urgencia” de neotradicionalistas y falangistas. Mientras, la revolución socialista-republicanista utilizó la simbología y mitología de la “legalidad republicana” para plantear una democracia “progresista” más allá de los límites del Estado de derecho, que evolucionó en pocos días hacia la “democracia sindical”, y en pocos meses hacia la “democracia popular” [31].

Un recorrido previo sobre la literatura historiográfica referida al fenómeno de la represión en la Guerra civil muestra la preeminencia del sinistrismo o “mentalidad indulgente con los crímenes cometidos en nombre de buenas intenciones”[32]. Esta mentalidad impele a autores como P. Preston, A. Reig Tapia, J. Fontana, J. Casanova o F. Espinosa a obviar los valores cuantitativos, las referencias documentales y el análisis “realmente político”. De un lado definen a la represión nacional (violencia contrarrevolucionaria de respuesta), ni más ni menos, como “genocidio” sin la mínima comprobación cuantitativa y cualitativa; de otro, y repitiendo su ignorancia sobre los datos fundamentales, minimizaban la represión republicana (violencia revolucionaria de transformación) y sostenían para ello que la “izquierda carecía de proyecto represivo”[33]. Esta interpretación maniquea usaba un “lenguaje ideológico” con el que era “imposible entrar en polémica”, tal como advirtió Martín Rubio, “ya que no escriben historia, y no escriben historia porque –a pesar de de que algunos e ellos manejan con mayor acierto documentación y funestes- el contexto explicativo es falso, está al servicio de una tesis previa y por eso cuando es necesario se distorsionan los resultados”[34].

 Nuestra interpretación histórico-política de la violencia choca de frente con una historiografía incapaz de escapar del “mito histórico republicano”. Esta corriente, mayoritaria en ciertos ámbitos académicos, demuestra un excesivo débito de ideologías eticistas que, popularizadas a través de un estilo poético, pretenden estar por encima del análisis político, sancionando una irenología capaz de disfrazar y justificar las formas inevitables de conflicto, como evidencia E. Moradiellos[35]; así, defienden una y otra vez el carácter popular, espontáneo y limitado de la violencia frentepopulista, desligándola artificiosamente de los proyectos políticos que aspiraban a una transformación “conflictiva” revolucionaria de la sociedad española; proyectos nacidos antes de la conflagración bélica y que conllevaron la superación del marco jurídico-político de la II República, la implosión interna del mismo régimen, y la formación de una alternativa contrarrevolucionaria que subsumió al pensamiento conservador y liberal español.

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La naturaleza empírica de toda empresa de investigación histórica, como la nuestra, se sitúa frente a la profunda ideologización del pensamiento histórico derivado de la asunción de los principios de la llamada “memoria histórica”. Los testimonios, aquí recogidos, de murcianos como Francisco Medina, Máximo Antón García o José María Zapata Ortiz, nos impelen a abordar el estudio de la violencia y represión durante la “República en guerra”, no desde fórmulas moralistas cercanas a determinadas posiciones políticas, sino desde la reconstrucción hermenéutica guiada por la Wehrfreiheit weberiana. La represión republicana no es un problema, sino una realidad histórica; una realidad aún, paradójicamente, ausente de las grandes compilaciones que pretenden recomponer la historia de este régimen durante la Guerra civil[36].

 La competencia historiográfica por esclarecer el número de represaliados por cada uno de los bandos en lucha entre 1936 y 1939, por comparar la violencia en la zona nacional y en zona republicana, o por minimizar o justificar el conflicto presente en el área controlada por el gobierno de Madrid o por el de Burgos, ha conllevado el ostracismo de la empresa histológica centrada en desentrañar la esencia política de la violencia republicana. La historia local de la que partimos, nos permite descifrar las claves políticas de la represión acaecida en dicha retaguardia; la experiencia devenida en territorio murciano permite superar la parcialidad interpretativa presente en los estudios citados, e insistir en la existencia de una “decisión” consciente y planificada manifestada en variadas formas de represión y en un lenguaje político con finalidad preescrita[37]. Esta es nuestra pretensión. Para ello examinamos las raíces sociológicas e ideológicas del “conflicto” en la retaguardia republicana (a nivel nacional y a nivel murciano) mostrando su conexión con una vasta mitología revolucionaria y su vinculación con una cosmovisión social esencialmente conflictiva[38].

 Insistimos: la represión y violencia política del llamado “bando republicano” no es un problema ideológico, es una realidad histórica con raíces y fines políticos; el análisis de su “esencia política” no debería ser un obstáculo, sino una contribución al conocimiento histórico nacional. Si durante cuarenta años, el régimen franquista homenajeó permanentemente a los que consideraba sus “víctimas”, a aquellos asesinados, expropiados o encarcelados por abrazar la causa del Bando nacional, por pertenecer supuestamente a una determinada clase social o por oponerse a la creciente línea revolucionaria del Frente Popular; durante los últimos veinticinco años ha predominado una versión de la “memoria histórica” que volvía a desterrar los principios hermenéuticos de la ciencia historiográfica, y condicionaba sobremanera las líneas de investigación de la Historia social.

Esta “memoria” no sólo olvidaba las muertes y los muertos, sino que pasaba literalmente por encima del estudio cualitativo y cuantitativo de las formas de represión y violencia política en la zona republicana durante nuestro último conflicto bélico: cualitativamente, desfigurando su valoración bajo interpretaciones espontáneas, populares o limitadas de la misma, y cuantitativamente, entrando en una confrontación de cifras de escaso valor epistemológico[39]. El caso de la provincia murciana entre 1936 y 1939 puede ser paradigmático de lo dicho.

La oficialización de esta “moralización histórica” pretende desactivar los principios de neutralidad axiológica que deben orientar los fines de todo análisis historiográfico; tomaba con ello partido declarado por un bando político pretérito, por unas victimas determinadas del “terror blanco” y olvidaba los testimonios directos de los que detectaron y previnieron de la violencia revolucionaria[40].  

La Memoria histórica, referente moral para la historia social y para campañas electorales, parte de lo que aquí denominamos como el “mito republicano”; mito, por cierto, que está siendo desmontando gracias a la proliferación de nuevos estudios (S. G. Payne, J. Mª Zavala, P. Moa, C. Semprún, A. D. Martín Rubio, F. García de Cortazar, R. de la Cierva, J. Palacios, C. Vidal o C. Alcalá) y la recuperación de antiguas tesis y obras no siempre advertidas (Pio Baroja[41], Félix Schlayer[42], Salas Larrazabal). Este conjunto de obras y tesis ponen al descubierto la esencia política de la violencia republicana, e introducen las claves de la reconstrucción empírica de la raíces y el uso político de la violencia en la retaguardia republicana; claves que subrayan las debilidades y contradicciones de la hermenéutica defensora de la espontaneidad social y clasista de dicha violencia, de la indocumentada comparación cuantitativa y cualitativa con la represión nacional, y de la mitificación ideológica del régimen republicano: la filiación parcial de los autores de cabecera de la anterior interpretación (de Reig Tapia a Paul Preston[43]), veladores de la “iconografía política imagen mitificada de los valores encarnados por el bando republicano; la “implosión interna” del Estado republicano antes del alzamiento cívico-militar nacional.

La ideologización del pensamiento historiográfico antes apuntada, ha permitido la generalización del “mito” antes descrito; para ello ha fomentado explicaciones de la violencia republicana fundamentadas, no en la ciencia histórica sino en el paradigma moral de la “memoria histórica” (explicaciones convertidas, ex proceso, en “justificación” de dicha violencia, mediante la minimización, cuando no negación, de los efectos humanos y materiales de sus distintas manifestaciones represivas). Con ello, esta operación intelectual ocultaba las raíces estrictamente políticas del “conflicto”, y se ponía al servicio de la mitificación académica del llamado “bando republicano”. Los estudios considerados oficiales y políticamente correctos así lo atestiguan. En sus páginas se legitimaba el hecho objetivo de la violencia revolucionaria como “error” o “consecuencia” de la misma Guerra civil; sus autores, autoconsiderados descendientes ideológicos y espirituales de la República, limpiaban así las credenciales de esta zona y este periodo, permitiendo establecer una continuidad entre la legitimidad republicana pasada y la legitimidad de sus posiciones políticas presentes (Ángel David Martín Rubio apuntaba “las vinculaciones existentes entre los promotores de la recuperación de la memoria histórica y el neorrepublicanismo de la extrema izquierda»[44]).

Frente a estas interpretaciones ideológicas, los datos históricos muestran una secuencia histórica objetiva: los casi tres años de Guerra civil fueron la culminación de un proceso de transformación política “conflictiva” de la sociedad española, comenzada a principios del siglo XX (violencia anticlerical bajo la presidencia de Moret y Canalejas, Semana Trágica en 1908 contra el gobierno de A. Maura, conmoción revolucionaria entre 1917 y 1920, pronunciamiento de M. Primo de Rivera, transición paralegal de la Monarquía demoliberal alfonsina a un nuevo régimen republicano) y generalizado entre 1931 y 1936.

Un proceso de exterminio del “enemigo de clase” por el cual, como evidencian Vilaroya y Sabaté, se permitía justificar la represión “obrera y campesina”, medio de supuesta protección de los avances sociales, de la revolución política y del régimen republicano [45]. Pese intentos humanitarios de acabar con la violencia desatada en la zona republicana desde el mismo 18 de julio de 1936, su ligazón ética y estética con la variada, pero común, transformación político-social revolucionaria, impedía toda marcha atrás. La “violencia irregular” inmediata a la sublevación nacional, de naturaleza inconstitucional y carente del más mínimo control jurídico, fue convalidada por los distintos poderes locales por acción u omisión; la “violencia regular”, ejercida por los Tribunales populares, se sometió a criterios estrictamente ideológicos de los miembros del Frente popular, como sufrieron en sus carnes los miembros de la CNT y del POUM.  

Nuestra empresa muestra “el verdadero lenguaje de la revolución” a través de la experiencia murciana: la represión y la violencia al servicio de la transformación revolucionaria, y por ende conflictiva, de la comunidad política española. Frente a la mitología ideológica y su historiografía militante, basada en una “hermenéutica” omnipotente, la “histórica” de Koselleck[46] nos ayuda a abordar, más allá de los textos, la represión política republicana; aporta las claves sociológicas, los objetivos económicos, el conjunto de valores e ideas, la decisión política. Así, podemos “comprender” porque fueron asesinados un sinfín de personas, que aunque parezca obvio señalarlo, fueron víctimas de la Guerra civil, victimas del bando republicano. Los doctrinarios Ramiro de Maetzu y Víctor Pradera, políticos de distinta tendencia como Ramiro Ledesma Ramos, J. Mª Albiñana, Melquíades Álvarez, José Antonio Primo de Rivera, Ruiz de Alda, Honorio Maura, el duque de Canalejas, José Martínez de Velasco, o Ramón Álvarez; el militar López Ochoa, poetas como José María Hinojosa, pedagogos como Rufino Blanco o el presidente de la Asociación de la Prensa Alfonso Rodríguez Santamaría, anarquistas como Camilo Bernerí y poumistas como Andreu Nin, ex ministros como Rafael Salazar, jueces del Tribunal Supremo como Salvador Alarcón Horcas y Jesús Arias de Velasco, o ex fiscales como Marcelino Valentín Gamazo; estos son algunos de los nombres de una larga nómina de víctimas de un “conflicto político” que supera las simples interpretaciones casuales, espontáneas o materialistas utilizadas para justificar la subversión de todo orden jurídico y toda jerarquía política en una retaguardia, supuestamente, garante de los derechos fundamentales de sus ciudadanos.

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A estos nombres más o menos conocidos, se suman a los de miles de personas anónimas que, por adhesión total o parcial al Alzamiento nacional, por pertenecer a un determinado estrato social o económico, o por simple rechazo al lenguaje y a las medidas del gobierno frentepopulista considerado heredero de la República de 1931, acabaron su destino o sufrieron persecución en el frente militar y en la retaguardia republicana.

En la retaguardia murciana la genealogía política y sociológica de la represión republicana se mostró con toda claridad. Murcia, Lorca, Cartagena, Bullas o Yecla fueron el escenario de ocupaciones de fincas que remitían a febrero de 1936, del asesinato selectivo de dirigentes de la oposición conservadora-derechista tras la paramilitarización sindical de julio de 1936, de una persecución religiosa sin precedentes en nuestra era contemporánea (más de 77 religiosos asesinados), de la depuración universitaria de no afectos al Frente Popular, de la censura gubernamental de toda manifestación cultural católica-tradicional, de ataques y cierres de la prensa conservadora (La Verdad sufrió decenas de ataques y tres cierres desde marzo de 1931 a julio de 1936), de la proliferación de la “justicia popular” directa y de la parcialidad ideológica de los Tribunales Populares; o lo que es lo mismo, de una violencia política que remitía a un horizonte histórico más amplio que los años de guerra civil, que evidenciaba rasgos de planificación diseñados o alentados por formulaciones doctrinales determinadas, y que negaba todo derecho ciudadano al sector, determinado sociológicamente como “opresor” o “reaccionario”. Murcia recoge la iconografía política legitimadora de la mutación jurídico-política; nos ilustra de la sacralización de la mitología revolucionaria, que identificaba (sin rigor ninguno) Democracia y República, justificadora de un “conflicto” apelando a las mayorías electorales, a la predestinación histórica “progresista”, o a la “voluntades populares” eternas[47]; refleja con ello los iconos y mitos que, al calor de la radicalización ideológica y espiritual de la Guerra civil, banalizaron y justificaron de tal manera la muerte legal y física del “enemigo político”, que permitió escenas tan crueles como la protagonizó “el cura Sotero”.

Este fenómeno sigue siendo una asignatura pendiente de la historiografía española. Nuestro reto supone contribuir a desentrañar, historiográfica e histológicamente, la vinculación esencialmente política entre la violencia y un amplio proceso de mutación revolucionaria. En este sentido, Ian Gibson llegaba a reconocer que “las heridas de la Guerra Civil sólo se curarán definitivamente cuando ambos bandos acepten la verdad de lo que pasó en sus respectivas retaguardias durante la contienda fratricida»[48]; y Gabriel Jackson la magnitud de la represión antirreligiosa, la importancia de los apoyos populares a la contrarrevolución nacional, y la complejidad a la hora de establecer los niveles de la “represión franquista”[49]. Por ello, se hace imprescindible reflejar hechos y palabras no siempre advertidos de esta época convulsa, como cuando en octubre de 1936, durante un mitin cenetista organizado en Murcia (dónde intervino Federica Montseny), el primer ministro de Justicia en el gabinete de Largo Caballero, el bullense Juan López mostraba a las claras el objetivo declarado de uno de los integrantes del gobernante FP: “Ya no tenemos burguesía, y si la hay, la tenemos que exterminar”[50].

Notas.
[1] Ningún periódico de la época contó la historia, ningún político del Frente Popular denunció los hechos y ningún juez emprendió acciones legales contra sus ejecutores. La “Memoria histórica”, la ignora setenta años despúes.[2] Sobre la utilización ideológica de la democracia véase Gustavo Bueno, “La democracia como ideología”, en Ábaco, nº 12/13, Gijón, 1997, págs. 11-34. Bueno apuntaba que “desde una metafísica semejante se comprende bien que muchas personas, al proclamarse «demócratas», parezcan sentirse «salvadas», «justificadas», «elegidas» –y no sólo en unas elecciones parlamentarias–. Ser demócrata significará para esas personas algo similar a lo que significa para los miembros de algunas sectas religiosas formar parte de su grupo, y, a su través, estar tocados de la gracia santificante (algo similar a lo que les ocurre a muchos de los que confiesan «ser de izquierdas de toda la vida», sobrentendiéndose salvados antes por su fe que por sus obras)”; así las “ideologías democráticas suelen desembocar, de modo más o menos soterrado, en una auténtica metafísica antropológica que transciende los límites de cualquier terreno político, envolviéndolos con una concepción tal del hombre y de la historia que, desde ella, la democracia puede comenzar a aparecer como la verdadera clave del destino del hombre y de su historia, como la fuente de todos sus valores, y como la garantía de su «salvación»”.
[3] Datos tomados de A. D. Martín Rubio tras revisar, puntualmente, las cifras recogidas del INE, de la Causa General y de R. Salas Larrazabal en 1977, y compararlas con las establecidas por los estudios locales y provinciales más recientes. Véase Ángel David Martín Rubio, Los mitos de la represión en la Guerra civil, Madrid, págs. 80 y 101.
[4] Gonzalo Fernández de la Mora desvela el hecho que ha impedido, en las últimas décadas, cuestionar los mitos propios de la izquierda intelectual: la propaganda del comunismo soviético asumida por la “historiografía social”, tras aportación a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. Esta identificó comunismo con antinazismo/antifascismo y, por ende, ni más ni menos que con la libertad y el progreso humano. Casi nadie se ha atrevido, ante la descalificación académica, a escribir sobre la esencia política de los gulags soviéticos, de la revolución cultural china, de las democracias populares europeas, de los Frente populares de los años treinta, del muro de Berlín de la o de la Revolución político-social desatada durante la II República española. Véase G. Fernández de la Mora, Los teóricos izquierdistas de la Democracia orgánica, Plaza y Janés, Barcelona, 1986, págs. 3 sq.
[5] Pedro Carlos González Cuevas, El pensamiento político de las derechas españolas en el siglo XX. De la crisis de la Restauración al Estado de partidos (1898-2000), Tecnos, Madrid, 2005, págs. 11 sq.
[6] Véase Jerónimo Molina, Conflicto, gobierno y economía. Cuatro ensayos sobre Julien Freund, Ed. Struhart & cía, La Plata, 2005, págs. 57 sq.
[7] Ricardo García Cárcel, “La Guerra civil y la memoria histórica”, en ABC, Madrid, 04-08-2007.
[8] Felipe Alfonso Rojas Quintana, “El mito del «bienio negro» y la lealtad de Azaña y los socialistas en la República (1933-1935)”, en Aportes: Revista de historia contemporánea, Año nº 16, nº 46, Madrid, 2001, págs. 99-108. Pese a los ataques sufridos (tanto de la propaganda socialista-republicana como de la propia monárquica), el partido y la coalición se mantuvieron estrictamente fieles a sus principios accidentalistas y legalistas hasta el verano de 1936. Como demuestra Rojas Quintana, el “mito del bienio negro” se centra en aspectos ajenos a la realidad historiográfica.
[9] Esta categoría (“réligion séculière”), fundamental para comprender la deriva moderna hacia las políticas totalitarias (rectius pseudorreligiosas), la puso en circulación en 1940 Raymond Aron [1905-1983]. Véase R. Aron, “L’avenir des réligions séculières”, en Une histoire du XXe siècle. París, Plon, 1996. Tiene desarrollos sumamente interesantes en su discípulo Julien Freund [1921-1993] (“políticas de salvación”). Véase J. Freund, “Les politiques du salut”, en Politique et impolitique. París, Sirey, 1987.
[10] Jerónimo Molina, “Raymond Aron y el régimen de Franco”, en Razón española, nº 121, Madrid, septiembre-octubre de 2003, págs. 206-216. J. Molina señala que “resulta irónico que haya sido Franco el ejecutor del proyectos estatificador de la II República”. Así “cuando se habla de inmadurez democrática como causa de quiebra o corrupción de un régimen se presume resuelto un problema cuya comprensión apenas se ha empezado a rozar. En todo caso, la misma sociedad que fue la materia política de la estatificación republicana, lo fue de la estatificación franquista, con resultados bien diferentes. El problema de fondo, que magnificó la tragedia, fue tal vez la traición de la dirigencia política a los verdaderos intereses nacionales, es decir, la ceguera y el doctrinarismo intransigente de las elites intelectuales que instituyeron la constitución republicana” (pág. 212).
[11] Dalmacio Negro señala que “en nuestro país el gran problema político y social desde 1808 consistió en la institucionalización de un Estado al servicio de la Nación”. Véase D. Negro, “Tendencias de la nueva sociedad española”, en Razón Española, nº 22, 1987, p. 153.
[12] J. Molina, “Un jurista de Estado: Fernández de la Mora”, en Razón española, nº 142, Madrid, 2007, págs. 187-210. Al respecto, Edgardo Sogno escribía que “la Guerra civil fue una contienda con iguales derechos e igual dignidad, dado que, comunistas aparte, los revolucionarios de la FAI, del POUM, de la UGT y de la CNT no estaban en lo cierto cuando reivindicaban únicamente para si la legalidad democrática y el respeto del Estado republicano. En una Guerra civil, como sostuvieron en diferentes momentos tanto el general Mola como el socialista Besteiro (republicano), el único poder legítimo es el de las armas”. Edgardo Sogno, “Por España, contra los comunistas”, en J. Ruíz Portella (ed.): La Guerra civil: ¿dos o tres Españas?, Áltera. Barcelona, 1999, págs. 133-134.
[13] «El comprender es el conocer más perfecto que nos es humanamente posible. Por eso se realiza inmediata, súbitamente, sin que tengamos conciencia del mecanismo lógico que allí funciona. Por ello el acto de la comprensión es como una intuición inmediata, como un acto creador, como una chispa de luz entre dos cuerpos electróforos, como un acto de la concepción…El comprender es el acto más humano del ser humano, y todo quehacer verdaderamente humano se basa en la comprensión, busca comprensión, encuentra comprensión. El comprender es el lazo más estrecho entre los hombres y la base de todo ser moral”. Johann Gustav Droysen, Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia, Ed. Alfa, Barcelona, 1983, págs. 34 y 35.
[14] P.C. González Cuevas, Maeztu. Biografía de una nacionalista española, Marcial Pons editor, Madrid, 2003, págs. 13-14.
[15] Iconografía política ideológica y académica “verdadera”, fundada en los mitos de la matanza de Badajoz (“inicio del genocidio”), las cárceles de posguerra (“campos de concentración”) o la espontaneidad de las sacas y las checas, y que para A. Reig Tapia pretende distinguirse de “la memoria y la historia de la guerra y las manipulaciones propagandísticas que aún circulan debidas a un consenso políticamente funcional para el reestableciemiento de las democracia en España, pero científicamente disfuncional para el afianzamiento y desarrollo de la cultura política”. Véase la contraportada de A. Reig Tapia, Los mitos de la tribu, op.cit..
[16] Veáse J. Molina Cano, “Conflicto, política y polemología en el pensamiento de Julien Freund”, en Barataria: revista castellano-manchega de ciencias sociales, nº 2-3, Albacete, 2000, págs. 177-218.
[17] Reinhart Koselleck, Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Paidós, Barcelona, 2001, págs. 9-11. Estas preguntas del escritor alemán nos pueden guiar en esta aclaración conceptual: “¿Hasta que punto era común el uso del término? ¿Su sentido era objeto de disputa? ¿Cuál era el espectro social de su uso? ¿En qué contextos aparece? ¿Con qué términos aparece ligado, ya sea como complemento o su opuesto? ¿Quién usa el término, para qué propósitos, a quién se dirige? ¿Por cuanto tiempo estuvo en uso? ¿Cuál es el valor del término dentro de la estructura del lenguaje político y social de la época? ¿Con qué otros términos se superponen? ¿Converge con el tiempo con otros términos?”.
[18] El objetivo de este trabajo no es hacer justicia histórica a un régimen político pasado, ni sumarse a la corriente de la memoria histórica, ni comparar las víctimas de uno u otro lado de la Guerra civil, ni justificar sublevaciones ni revoluciones, ni homenajear a las víctimas del pasado, ni siquiera contribuir al debate historiográfico del siglo XXI. Al contrario esta obra aspira a hacer investigación documental e interpretación historiográfica de la violencia política en la zona republicana, a nivel nacional y a nivel murciano, mostrando las raíces ideológicas y sociológicas de la misma. Para ello toma como eje de referencia la obra de autores de distinta escuela y filiación, que en los últimos años han comenzado un paralelo proceso de recuperación historiográfica de lo ocurrido en la retaguardia republicana entre 1936 y 1939, mostrando las raíces ideológicas del llamado “terror rojo”. Estos autores, con ópticas distintas, coincidían en señalar los fines estratégicos de la represión del Frente Popular, los precedentes organizativos, las modalidades de censura ideológica, coacción institucional, extorsión económica, expropiación rural e industrial, eliminación física, pero sobre todo insistiendo en su desmitificación doctrinal. Aunque hay que señalar al respecto, que la mayoría de estos estudios apenas si han insistido en investigar la “esencia política”, las causas políticas de dicha represión y sus consideraciones sociológicas; es decir, señalar el sentido político que el conflicto (la sociología del conflicto que señalaría Julien Freund) tenía para los miembros del Frente Popular.
[19] Marco Penzi y José Javier Ruíz Ibáñez, “Ius populi supra regem. Concepciones y usos políticos del pueblo en la Liga radical católica francesa (1580-1610)”, en Historia contemporánea, núm. 26, Universidad del País Vasco, 2004, págs. 111-145.
[20] P.C. González Cuevas, op.ult.cit., págs. 14 y 15.[14]
[21] Para J. Molina, este fenómeno político escapa a la compresión de los constitucionalistas, ya que la despolitización del Derecho constitucional y su espíritu político “agnóstico” les hace desechar el estudio de las situaciones políticas excepcionales y “aceptar las constituciones como un deber ser jurídico (…) las eleva sobre el altar de la moralidad, pero quedan así laminadas”. No se comprendían el uso de la “dictadura constitucional” o la noción de golpe de Estado más allá de los partidarios de la contrarrevolución o del “terror blanco”; así, este concepto de la dictadura utilizado por los partidos defensores de la Revolución política (liberal-jacobinos) y de la Revolución social (socialista-comunista) era simplemente una empresa legislativa automática por la cual, a través de la ideologización de la democracia, se sancionaba una soberanía popular “ficticia” y previa a todo ordenamiento jurídico-político. Desde esta óptica, el intento de constitucionalizar un nuevo régimen republicano era, para los juristas de 1931, una “operación jurídica ordinaria, en la que el salto de un status político agotado a otro de promisión es un efecto automático”. La conjunción republicano-socialista adoptó, tras las elecciones municipales de la primavera de 1936, junto con la presión ciudadana y las negociaciones con antiguos ministros de la Monarquía, una estrategia para implantar su modelo de Estado basada en el “recurso al golpe de Estado que utiliza la legalidad como palanca de la mutación constitucional” de 1876. Véase Jerónimo Molina, “La constitución como golpe de Estado”, en Razón española, nº 135, Madrid, enero-febrero de 2006, págs. 9-27.
[22] S. de Madariaga, Anarquía o jerarquía, Aguilar, Madrid, 1935, págs. 42 y ss.
[23] Véase C. Schmitt, Ex captivitate salus, Struhart y cía, Buenos Aires, 1994, págs. 53-54.
[24] Reinhart Koselleck y Hans-Georg Gadamer, Historia y hermenéutica, Paidós, Barcelona, 1977, págs. 69 sq. A este respecto, “la Histórica”, en el razonamiento de Koselleck, es una realidad autónoma respecto a la hermenéutica, es decir, respecto al lenguaje y los textos. No se trataría de comprender el mundo a través de los discursos, base de la hermenéutica, sino de ahondar en lo prelingüístico y extralingüístico, en la realidad misma. Partiendo del análisis heideggeriano y superándolo, Koselleck afirma poder determinar una serie de elementos liberados de la lingüisticidad, lo que él denomina condiciones transcendentales de las posibles historias.
[25] Luis Suárez demuestra como nos encontramos con un Estado que solo tomaba del régimen de 1931 la fachada simbólica y legalista necesaria para las nuevas fuerzas en el poder, y que se definía públicamente sin herencia cristiana y monárquica, sin alternativa electoral derechista y sin alternativa política antirrepublicana. Luis Suárez, “Memoria de la Revolución”, en Aportes, nº 26, Madrid, 1994, págs. 23-34.
[26] Jerónimo Molina, La Política social en la historia, Ediciones Isabor, Murcia, 2004, págs. 11-12.
[27] Marcial Pons, editora de cabecera de la llamada “historia social”, reconoce en su colección Historia de España (2007) la ideologización de su línea editorial. Define esta línea de “historiografía progresista”, ni más ni menos, como la única adecuada a la tradición democrática española; no habla de una historia veraz, ni de una historia documentada, ni de una historia científica, solo y simplemente, de la historia al servicio de una determinada ideología política izquierdista.
[28] Una“decisión política” que determinó el grado y la dirección del proceso de represión republicana, centrada en determinados estratos sociológicos “reaccionarios”, y justificada por el lenguaje revolucionario. El anticlericalismo o el anticapitalismo son dos dimensiones de la violencia política republicana que trascienden los límites de la interpretación casual o materialista; ambos se encontraban presentes en la misma génesis del discurso ideológico de los promotores de la represión durante la Guerra civil (“visión conflictiva de la historia” y “transformación revolucionaria del presente”), ambos nutrieron los lemas de la propaganda electoral en la II República, ambos señalaron a los sectores sociales a eliminar física y legalmente durante la Guerra.
[30] En la época de entreguerras, esta ideologización extrema de “lo político” debió su éxito a la crisis del Estado de Derecho liberal y la difusión de las opciones políticas “totalitarias”, que nacían como hijos de la conceptuación clasista del conflicto y padres de su solución radical; y llevó también al ascenso paralelo de una heterogénea solución contrarrevolucionaria, medio inicial de defensa de un orden en trance de disolución y medio final de numerosos proyectos del “Konservative revolution”. El conflicto político, como perfectamente atisbo Ernst Nolte, fue tanto consecuencia de la ruptura de los modelos políticos neutralizadores demoliberales, como causa de la misma. El caso español, la violencia política bajo la experiencia republicana no fue una excepción general al panorama internacional de la época, aunque si específicamente por la misma implantación histórica de la II República, por la excesiva pluralidad de expectativas sobre su contenido y dirección, y sobre todo, por el espectacular abanico de organismos prorrevolucionarios en territorio nacional. Estos apostaban, con medios o sin ellos, con plan futuro definido o sin él, por el conflicto como instrumento para el advenimiento de su revolución “particular”, siendo la violencia y la represión instrumentos consustanciales en contextos de crisis del sistema jurídico-político republicano. Véase Ernst Nolte, La Guerra civil europea: nacionalsocialismo y bolchevismo, FCE, México, 1996.
[31] S. G. Payne, La primera democracia española, 1931-1936, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, págs. 319-327.
[32] Jerónimo Molina, “Raymond Aron y el régimen de Franco”, en Razón española, nº 121, Madrid, septiembre-octubre de 2004, pág. 208.
[33] Francisco Espinosa, La columna de la muerte, Ed. Crítica, Barcelona, 2003, págs. 253 sq.
[34] A.D Martín Rubio, Los mitos de la represión, págs. 134-136. Así señala, mostrando la experiencia de la provincia de Badajoz, que “la idea de un genocidio o de un exterminio para describir los ocurrido en la retaguardia nacional u en la posguerra desafía la experiencia y la estadística. Aunque en la provincia de Badajoz hubo una durísima represión, la inmensa mayoría de quienes vivieron en la zona republicana y de quienes apoyaron al Frente Popular con sus votos o con las armas (varios cientos de miles) ni fueron fusilados ni es exiliaron: rehicieron sus vidas dentro de las dificultades comunes a toso los españoles en aquellos años”.
[35] Este autor llega a afimar que “entre la violencia institucional y la violencia social siempre ha existido y existe una diferencia: la primera, al considerarse legal, se presenta de manera inmediata repleta de teatralidad, y así resulta ser un acto duradero, ensayado de antemano, que busca excitar la sensibilidad provocando en los espectadores un horror que siempre es controlable por el poder. La violencia social, por ser espontánea, no edifica nunca escenarios; a lo sumo acepta monumentos que siempre se erigen en el epílogo del mismo horror”. Enrique Moradiellos, 1936. Los Mitos de la Guerra civil, Ediciones Península, Barcelona, 2005, págs. 609-610.
[36] Julien Freund, Sociología del conflicto, Ediciones Ejército, Madrid, 1995, pág. 12.
[37] La violencia política resultó, así, consustancial al proceso de construcción estatal frentepopulista; los años de la II República fueron la fase de génesis doctrinal de la violencia y la represión política documentada, instrumento, por tanto, y no consecuencia, del proceso revolucionario (“transformador”) de construcción de un Estado español de nueva planta. Este Estado, de tipo racionalista, se fue desplegando, primero a través de una primera revolución social de contenido político republicano y jacobino, y finalmente, desde el mismo 18 de julio de 1936, de la mano de una revolución social de contenido comunitarista y clasista; fases que sin solución de continuidad y que en apenas unos años, superaron los débiles marcos establecidos por la Constitución de 1931.
[38] Georges Sorel Reflexiones sobre la violencia, Alianza ed., Madrid, 1976, pág. 118
[39] S. G. Payne, op.ult.cit., pág. 320.
[40] Salvador de Madariaga, Anarquía o jerarquía, Ed. Aguilar, Madrid, 1970, págs. 91-92
[41] Pío Baroja, Las miserias de la guerra, Caro Raggio, 2006.
[42] Felix Schlayer, Matanzas en el Madrid republicano, Áltera, Barcelona, 2006. Texto aparecido en Berlín en 1938 y publicado en España casi setenta años después, donde se recogían la experiencia del cónsul general de Noruega en el Madrid republicano. En sus páginas se relataban las matanzas y persecuciones que presenció (señalando entre treinta y cinco y cuarenta mil asesinados), los más de mil perseguidos que acogió, así como los rasgos de la subversión revolucionaria del orden político y público desde junio de 1936. En su opinión, esta situación se debía al intento revolucionario por un lado, y de sovietización por otro del régimen republicano, y que llevó a su completa sustitución.
[43] Véase una de las obras paradigmáticas de esta linea historigráfica: Alberto Reig Tapia, Ideología e historia. Sobre la represión y la guerra civil, Ed. Akal, Madrid, 1984.
[44]Ángel David Martín Rubio, Paz, piedad, perdón… y verdad, Ed. Fénix, Madrid, 1997, págs. 15 sq.
[45] Joan Villaroya i Font y Josep Maria Solé y Sabaté, “El castigo a los vencidos”, en la Guerra civil, Historia 16, nª 25, Madrid, págs. 66 sq.
[46] Para lograr la justificación de la Begriffsgeschichte, Koselleck analiza la Histórica en contraste con la hermenéutica. El otorgamiento de una inteligibilidad va más allá de la ecuación entre el estar arrojadas/os en el mundo y el precursar la muerte. Con ello la operación de la Historik establece, en un movimiento de configuración trascendental de la historicidad, las condiciones de posibilidad de la dinámica de las configuraciones de sentido (R. Koselleck, Histórica y hermenéutica, págs. 61 sq).
[47] Condiciones conceptuales propias de las nuevas doctrinas sociales ideadas en el novencientos y desplegadas en el siglo XX. Véase Sergio Fernández, Corporativismo y política social en el siglo XX. Un ensayo sobre Mijail Manoilescu, Ed. Isabor, Murcia, 2005, págs. 11 y ss.
[48] Palabras extraídas de una entrevista publicada en el diario madrileño El País (22 de septiembre de 2005).
[49] Reflexiones recogidas en El País (24 de octubre de 2002)
[50] José Antonio Ayala Pérez, “República y Guerra civil en la región murciana”, en Historia de la Región murciana, tomo IX, Ediciones Mediterráneo, Murcia, 1980, págs. 71-72.

Este artículo se publicó por primera vez en la revista La Razón Histórica, nº1, 2007 [35-50]. ISSN 1989-2659.

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