Son vastos los espacios en los que las ideologías de la «modernidad» se sienten incómodas, siendo uno de los más evidentes el modo de manifestarse de lo viviente. Si por un lado el marxismo, en el ámbito de la zoología, necesitó revisitar a Lamarck, por otro, en el de las ciencias sociales, humanas y por tanto «vivientes», de la cópula entre liberalismo y evolucionismo nacería un monstruo llamado «Escuela de Chicago», dos ejemplos entre muchos. Es cierto que para una visión del fenómeno humano que hunde sus raíces en aquel bíblico vivir de espaldas al mundo no podía ser de otro modo. En efecto, la lógica que ha conducido desde el monoteísmo judeocristiano hasta la globalización se ha demostrado fríamente exacta y el colofón del proceso seguido por esa vía ha sido que los principios que han moldeado el mundo moderno han desdibujado completamente los contornos de todos los factores, pulsiones y condicionantes físicos y metafísicos inherentes del estar del ser humano en este planeta. La lógica de la igualdad –anclada en la utopía– y la lógica del mercado –levantada sobre la cantidad– han ido diluyendo los sentimientos de pertenencia colectiva, el sentido de comunidad y los vínculos (agonales y altruistas) que la cohesionan. Han ido disolviendo el vector diacrónico del sentido de pertenencia o la valencia supra-utilitaria de la lengua, vehículo de todo un universo de representaciones heredadas y que necesariamente han de ser actualizadas, renovadas. Han ido licuando el concepto de frontera en paralelo al mencionado disolverse del sentido de pertenencia.
Quebrada la relación viva con un suelo y una sangre –relación ideal o real, pero creadora de valores para el individuo– y negada, o, en la mayoría de los casos, ignorada, la dimensión metahistórica del ser humano, la niebla ha cubierto la voluntad, la necesidad de comunidades y de hombres, de proyectarse en el espacio y en el tiempo, quedando abocados al único horizonte del consumo, a veces del enriquecimiento y la mayoría de las veces, ley de hierro del capitalismo, a la mera supervivencia física… Si la miseria en la abundancia es el paradójico dogal que estrangula a buena parte de los hombres de Occidente, la avidez de bienes a consumir o a poseer es la zanahoria colocada ante su rostro. La mentalidad «del tercer estado» se ha extendido por doquier, pues «el desierto crece». Y para el comerciante, las fronteras molestan, las soberanías problematizan los beneficios y el heroísmo como principio no produce réditos (a excepción, claro, de los traficantes de armas…).
Es verdad que el proceso viene de lejos, pero su último empuje es relativamente reciente. En el ámbito de las identidades colectivas, la era de las revoluciones dio origen a una inversión de sentido y de contenido de los corónimos europeos que ya contaban con muchos siglos de existencia, de modo que la “natio” (nación) vinculada al “origo” (origen) devino nación formada por el cuerpo de ciudadanos, una cualidad obtenida por requisitos que con el paso del tiempo se han ido desvinculando progresivamente de todo principio étnico.
Los nombres de las antiguas estructuras políticas europeas, en las que todavía palpitaba, si bien cada vez más leve, el antiguo organicismo trifuncional, han ido pasando a dar nombre a lo que son poco más que «recintos administrativos». Así, los Estados han decaído de núcleos de soberanía y sujetos canalizadores de energías políticas y creativas, que englobaban uno o más pueblos, a gestores del binomio producción-consumo en un ámbito territorial determinado. Mientras que los seres humanos que integraban los pueblos, de herederos y actualizadores y renovadores de tradiciones y de identidades han devenido meros integrantes individuales en sus nichos correspondientes de dicho binomio. Pero este proceso, por ejemplo, para Gianni Vattimo, no sería sino «madurez», una madurez que se identifica con la «renuncia a la identidad» y con la «capacidad de vivir sin patria». Una claridad digna de una visión menos miope. Y una opinión ante la que poco se puede añadir al juicio expresado por el Gruppo di Ar: «…Puede decirse que vivir “sin patria”, sin raíces, renunciando a la identidad, coincide con una negación de los parámetros metafísicos y metahistóricos, por tanto con una restricción del horizonte humano a la esfera físico-psíquica de las necesidades e intereses individuales. Una recuperación del individualismo pequeño burgués; en suma, una negación del hombre integral (del hombre como punto de encuentro entre el plano horizontal del devenir y el plano vertical del ser). Una apología de la alienación y de la “unidimensionalidad” del hombre e, indirectamente, de su reducción a un simple sujeto productivo y consumidor en sentido económico. Una apología del sistema capitalista-burgués en tanto que abolición de toda vinculación al plano metafísico desde la que degradar la ética a un puro instrumento de la actividad productiva».
Dentro del marco europeo quizás sea el caso de España, o de las Españas, el que ha contado con el mayor número de factores que han facilitado los procesos arriba mencionados. Bien mirado, ninguna de las transiciones desde los modelos políticos «tradicionales» a las «naciones» modernas en Europa se parece a las demás. Pero España no contaba con la homogeneidad étnica de una Alemania, ni los intentos de laminación de las identidades étnicas que se han producido en esta península, a pesar de su intensidad, se han acercado ni de lejos a la efectividad del modelo centralista francés, ni la «nación-eje» del proyecto español, es decir, Castilla, ha conservado su especificidad ante las demás y ante la propia España –con la que se ha mimetizado– como lo ha hecho la Inglaterra del Reino Unido, por dar unos pocos ejemplos. Desvanecido el sueño imperial e impelida la “piel de toro” a reestructurarse de una manera nueva, la identidad en España se percibió por todos como un problema. Y la guerra y la conquista la solución más sencilla. En verdad la «identidad» era (es) el problema de España. Decía Ciorán, al parecer con fastidio, que era imposible hablar con un español de algo que no fuese España. Pero es que España era (es) un «problemón» que da para muchas conversaciones y que plantea unas soluciones muy difíciles.
Pero lo que se ha demostrado una cuestión casi imposible, la articulación, incluso la propia definición de España, desde la perspectiva de la «modernidad» se ha visto –y se ha jugado– como una oportunidad. La debilidad de una identidad ha sido la brecha para atacar a todas las identidades y a la propia identidad como concepto, basta constatar, por ejemplo, los pivotes sobre los que levantan el «discurso» nacionalista catalán los organismos políticos y culturales que lo «gestionan»: «todo el que vive en Cataluña es catalán», ergo ser catalán se define porque nuestro nombre figure en un padrón de un municipio de cualquiera de las cuatro provincias, ya sea ese apelativo Alí, Ngema, Schmitt, Malenkoff o Li, o incluso Ferrer. En otras palabras, «catalán» es un adjetivo aplicado a un hecho administrativo y no a un hecho nacional y mucho menos a uno étnico. Para este viaje no eran necesarias tantas alforjas. Pero, volviendo a la vertebración de lo invertebrado, la tremenda «luz de Trento y martillo de herejes» de Menéndez Pelayo o la bienintencionada «unidad de destino en lo universal» de José Antonio eran fórmulas que buscaban la síntesis entre lo que se sabía no coagulado. Pero la citada caída de la comprensión de la dimensión metahistórica, aunque sea en una lectura reduccionista como la católica, y la sofocante extensión del paradigma liberal ha provocado que el nexo de unión invocado en la nueva España, en el nuevo «marco administrativo» sea el «Documento Nacional de Identidad», en fórmula acuñada por una conocida política, Rosa Diez, según la cual, lo que nos une a los españoles es el DNI. Por tanto, el liberalismo ha logrado solucionar el problema de España. Que en verdad era un no-problema, un falso problema, pues todo lo que había coadyuvado a que se sintiese como tal, las diferencias étnicas y lingüísticas, las diferentes historias y memorias colectivas, los sentimientos de vinculación con una comunidad dada que desde el pasado se proyecta hacia el futuro a través de la generación de los vivos, no eran sino síntomas de inmadurez… o de alienación, si seguimos otra interpretación paralela. Por tanto, desde el enfoque moderno la solución era (es) sencilla: una lengua común que permita un mínimo de comunicación (de momento el español, pero confiemos que a no mucho tardar sea el inglés), un mercado laboral (des)regulado desde esa oficina de traslación de las directrices de las transnacionales que es Bruselas, desde donde se dicta la normativa productiva y comercial y unas (no)fronteras, dentro de las cuales todos los individuos iguales, procedan de donde procedan, tienen la mismas oportunidades de cumplir el sentido último de la vida: consumid y enriqueceos… si podéis, por supuesto. Los españoles, ciudadanos en ciernes de un único «lugar llamado mundo», todos y cada uno con su DNI, están atravesando por fin el umbral del fin de la historia. Maduros y desalienados. El pecado de Babel, parece ser, está a punto de ser expiado.
Pero la pesadilla descrita, nacida de las entrañas del intelectualismo déraciné, de la utopía cosmopolita e igualitaria, de la lógica de la economía financiera y, last but not least, del universalismo religioso de raíz bíblica, no es más que eso: un mal sueño del que es posible despertar, a pesar de que los somníferos administrados en la era de lo global son bastante potentes. Y aunque en el estado de sueño la capacidad del yo de actuar es bastante limitada, no por ello estamos eximidos de hacer uso de todos los instrumentos a nuestro alcance para ello. De hecho, no olvidemos que el estado de sueño no es permanente y que, aunque sea con párpados pesados y razonar somnoliento, se vuelve indefectiblemente durante algún tiempo al estado de vigilia. Y en el primer momento en el que seamos capaces, es necesario plantear, si bien a un nivel etnohistórico, la pregunta eje de la praxis: ¿Quién soy yo? Y la que su, por así decir, pregunta: ¿Quiénes somos nosotros? Y plantearlas de verdad, sin prejuicios, sin anteojeras, sin conceder un ápice a los sentimentalismos o los convencionalismos heredados, causas y consecuencias a un mismo tiempo de la situación en la que nos encontramos. Y, utilizando todas las herramientas metodológicas al alcance de nuestra mano, es necesario pensarlas desde enfoques radicalmente distintos a los que, como decía más arriba, conforman la ideología de todos los nacionalismos que pululan por el espectro político español, desde el propio nacionalismo español (la nación española, nacida al parecer el octavo día de la Creación, tomó conciencia de sí misma en las Cortes de Cádiz y su esencia y sentido de existencia son la «igualdad» de todos los que pasean por aquí) hasta los nacionalismos «periféricos» (calificativo que bascula entre lo paternalista y lo colonial) cuyas definiciones de sus respectivas naciones no difieren de la antedicha salvo en extensión geográfica de la raya administrativa englobante…
Así, es necesario un intento honesto, y cargado de amor por su patria de dar respuesta a esos interrogantes y proponer una vía de salida al laberinto español como lo calificara Brenan. Un intento de repensar las líneas de fuerza de la historia de la Península Ibérica, de bucear en luces y sombras, y de meditar sobre las identidades y la identidad de algo que se sabe problemático pero que, al mismo tiempo y desde una perspectiva histórica, ha sido grandioso. Así, derecho a la identidad, libertad para encarar un futuro propio y pacto son los ejes alrededor de los que gira esta propuesta, que no dejan de evocar en nuestra mente la imagen de aquellas teselas de hospitalidad que en la cultura celto-hispana sellaban acuerdos de todo tipo entre comunidades libres y orgullosas de su propio ser.