Uno de los grandes problemas no resueltos de la democracia actual es el relativismo de valores que parece llevar implícito. Esto afecta a su propio fundamento pues todo sistema político necesita un sostén firme sobre el que desarrollarse eficaz y armónicamente. La cuestión que surge aquí con la ideología democrática es la relatividad de su fundamento, al otorgar el estatuto de verdad a las mayorías sociales coyunturales que se forman en sus instituciones y al discurso efímero de sus representantes. La verdad oficial en estos términos deviene circunstancial al depender de la opinión de una mayoría social cambiante.
La democracia contemporánea, bajo el principio mayoritario, encontraría su fundamentación en algo contingente, en un estado de opinión pública ontologizante. Unas minorías electas, tecnocráticas y burocráticas, se erigen en portavoces de unas mayorías sociales que dictan aparentemente lo que es y debe ser, y lo que no es ni debe ser. Ello implica y nos conduce al problema subsiguiente, que sería el de la falta de universalidad de la pretendida verdad democrática por la inexistencia de principios axiológicos trascendentes al propio sistema. El alcance de esto es determinante para el desenvolvimiento de la vida sociopolítica, dado que el principio de mayoría es un principio empírico y cuantitativo pero no determina en ningún caso la realidad de su verdad.
Si nos fijamos en la dimensión inmanente de la Iglesia, como sociedad humana, reparamos en que la declaración de verdad no siempre tiene una correlación con el principio mayoritario. Ciertamente, como se infiere de su etimología, la Iglesia Católica es una Asamblea Universal, una ekklesia katholicos. Una asamblea que por su propia naturaleza general y ecuménica abarca miembros de diferentes pueblos y naciones, familias, etnias, razas, lenguas, costumbres y continentes, desde sus primeros siglos. El Concilio de Nicea es la constatación fehaciente de que la afirmación de la verdad no tiene porqué seguir el juicio de la mayoría coyuntural. Dicho Concilio fue universal pero no porque hubiese una mayoría que sostuviera la verdad. De hecho, el episcopado mayoritario era entonces arriano, y el propio Concilio, convocado por Constantino declaró al mismísimo San Atanasio enemigo de la fe.
En este sentido, lo universal no es lo mayoritario ni debe confundirse con los resultados de una votación parlamentaria o asamblearia, ni con los discursos de aquellos que tienen conferidos el cargo de portavoz o son coyunturalmente los dominantes en la mentalidad colectiva. La verdad simplemente es, aunque un grupo mayoritario la ignore o trate de adulterarla. De hecho, como se extrae de la matemática y de sus demostraciones, las formulaciones no están en dependencia de criterios cuantitativos ni de la mayoría de los matemáticos del momento.
Ahora bien, esto no quiere decir que lo cuantitativo sea accidental o carezca de importancia a efectos de la propia afirmación de la verdad. En la historia de la Iglesia reparamos que el aspecto cuantitativo, no siendo el criterio de verdad, puede confirmarlo y explicitarlo, como es el hecho de que la cronología cristiana haya devenido universal hasta el punto de que su calendario sea el oficial para las naciones de todo el orbe. Y aunque la fe cristiana deje de ser la mayoritaria, en términos poblacionales absolutos, sí que es la que ha devenido universal, tanto por su afirmación como por su negación, máxime cuando se observa que el desorden mundial actual opera por revolución contra la fe cristiana, en su propia universalidad.
Los antiguos errores o herejías del cristianismo antiguo y medieval volvieron a resurgir con la Reforma, la Ilustración y con las revoluciones e ideologías totalitarias de los siglos XIX y XX. Son condensaciones de falsedades divisibles básicamente en dos grupos: aquellos errores que conciben que lo que es posible para Dios también sería posible para el hombre; y aquellos que conciben que lo que es imposible para el hombre también sería imposible para Dios. Dos grupos de desviaciones que mistifican la fe cristiana y que condensan un conjunto de desajustes interiores y exteriores de la realidad humana en su multiplicidad de dimensiones: política, sociedad, ciencia, economía etc.
La constante histórica que combate la fe de la Iglesia en todos los tiempos, antiguos, medievales y modernos bascula sobre esta dualidad de errores, omnipresentes en cada época y bajo revestimientos categoriales diversos y dispares. Así, el primero lo ejemplificaría el error por el cual la salvación se concebiría como algo debido, como si la redención se alcanzara por méritos propios. La gracia divina operaría en la praxis como una gracia comprada, a modo de una teoría retributiva. Éste fue el error fariseo que se repite en el protestantismo, ahora secularizado en la sociedad contemporánea, penetrando por medio de las ideologías más dominantes. El segundo grupo de errores es el del gnosticismo, por el cual ninguna salvación es necesaria porque el Yo se salva así mismo. La autosalvación es aquí y ahora, trayendo a la Tierra el Reino de los Cielos. La acción política se convierte en acción autorredentora, mesiánica y apocalíptica: acelerar la historia para precipitar el final de los tiempos.
Ante estos dos grupos de errores globales que aparecen como constantes de la historia universal es preciso evitar dos tentaciones fáciles en el proceso de su intelección. Por una parte, incurrir en el maniqueísmo, y por otro, en el positivismo historicista o racionalismo histórico. El maniqueísmo simplifica la dialéctica de la historia y nos cierra la vía trascendente, viendo dualidades radicalmente antagónicas en cualquier fenómeno de la realidad humana. El positivismo historicista impide una auténtica hermenéutica al reducir la ciencia histórica a la historiografía, esto es, a la exposición factual, sin principios. La otra tentación intelectualista sería la de hacer una historia idealista, imponiendo a la historia universal un racionalismo, aunque sea a partir de un empirismo, pues todo empirismo, esconde realmente un contenido racionalista.
Las enormes problemáticas sociales de nuestro tiempo nos invitan a emprender el estudio de la historia de la Iglesia. En ella se condensa la afirmación de la fe y la depuración de los errores surgidos en su seno, algunos mayoritarios en cada época. En la tradición de la Iglesia se recoge el esplendor de la verdad que brilla sobre las fugaces iluminaciones artificiosas y momentáneas. De hecho, el estudio de la Iglesia, en su aspecto humano e histórico, es el mismo estudio de la realidad humana natural, social y universal. Si el mundo contemporáneo, guste o no, es de influencia eurocéntrica, occidental, es preciso también reconocer que su tradición cultural se hizo durante siglos desde el acervo de la Iglesia de Roma, y que sin el cristianismo y sus herejías no es posible entender siquiera mínimamente la historia universal, Europa, Occidente ni Oriente, ni la Modernidad ni la Posmodernidad. La verdad histórica es universal y emerge a pesar de los errores y tentaciones humanas, porque no depende de convenciones ni de votaciones. La verdad humana se afirma por su propio esplendor.
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