Por J.C. García de Polavieja P.
Publicamos este artículo en homenaje a J. C. García de Polavieja
Cuando, hace ciento cuatro años, en 1908, apareció la novela El amo del mundo (The Lord of the World) de Robert Hugh Benson, la conmoción de la sociedad británica, barnizada de hipocresía victoriana, fue tremenda: No únicamente por el contenido del libro, que denunciaba indirectamente el rumbo anticristiano de las islas, sino, además, por la identidad del autor, cuya conversión al catolicismo cinco años antes había sido sonada. Porque Benson era el hijo menor del anterior primado anglicano y arzobispo de Canterbury, Edward White Benson. Tras la conversión de Newman (1845) y de su compañero en el movimiento de Oxford, H.E. Maning (1851), la segunda mitad del s. XIX había visto a la “alta iglesia” anglicana sobreponerse, con dificultad, a la atracción de Roma; y el tránsito romano de Benson les pareció a muchos el inicio de una desbandada anglicana que, sin embargo, tendría que esperar hasta el s. XXI y la disposición Anglicanorum Coetibus de Benedicto XVI.
La influencia del beato John Henry Newman en la conversión de Benson – como en las de G.K. Chesterton y Ronald Knox – fue decisiva. Había sido forjada por las conversaciones, no siempre templadas, que escuchó a lo largo de su adolescencia, en su ambiente familiar; pues contrastaban con la humildad del gran pensador, recluido en el oratorio de Birmingham. Humildad recompensada finalmente por León XIII, en 1879, con el capelo cardenalicio. Pero si la apología de Newman “Pro vita sua” había sido determinante del tránsito de Benson, fueron los cuatro sermones de 1835 sobre el Anticristo – escritos cuando aquel permanecía anglicano – los que inspiraron El amo del mundo, su obra más conocida. De ella interesa especialmente el tratamiento de la gran apostasía religiosa de la etapa anticrística, porque muchos católicos “eclesiásticamente correctos” siguen negando sin rebozo que nos encontremos metidos en esa etapa… Recordemos los silencios contrariados que suscitó el comentario del Papa Benedicto XVI (el día 11 de marzo del 2012) sobre el anticristo. Por ello puede ser muy útil recordar algunos planteamientos de la novela de Benson, auténticamente proféticos: Como veremos, la realidad actual supera ampliamente aquella ficción. Pero, aun así, hay que inclinarse ante su perspicacia.
En el primero de sus sermones (El tiempo del Anticristo), Newman decía literalmente que “el hombre de pecado nace de una apostasía, o por lo menos accede al poder por medio de una apostasía, o es precedido por una apostasía, o no existiría si no fuese por una apostasía” (p. 35). El beato enumeró prudentemente esas distintas posibilidades, sin excluir que se dieran todas juntas. Pero, antes, había citado como ejemplo de apostasía unos hechos relatados en el libro de los Macabeos: “En aquellos días surgieron en Israel hombres inicuos, que persuadieron a muchos diciendo: Vamos y hagamos alianza con los paganos que nos rodean, puesto que desde que nos separamos de ellos nos han sobrevenido muchas penalidades. Este consejo les pareció bien” (1 Mac 1, 1113). Texto sugerente porque, siendo Israel figura de la Iglesia, lo que Newman estaba advirtiendo sobre la apostasía es que surgirán EN LA IGLESIA hombres inicuos que persuadirán a muchos para hacer alianza con los paganos que nos rodean; aduciendo lo penoso que resulta separarse del mundo… Y Newman ya había fundamentado esta profecía apuntando el “enfriamiento de la caridad” previsto por Jesucristo (Mt 24, 12) como su causa profunda. Se engañarían, sin embargo, quienes equivocasen tal “enfriamiento”, porque lo que el Señor estaba avisando es la perversión de la caridad, que se “enfría” cuando es desconectada del fuego divino: Porque el Amor, con mayúscula, consiste en guardar los mandamientos de Dios (1 Jn 5, 3); y la perversión apóstata y anticrística de la caridad es precisamente tratar de “humanizarla”, rechazando, rebajando u ocultando la norma divina.
Benson desarrolló magistralmente estas previsiones de Newman, describiendo un escenario en el que las dimensiones moral y religiosa del hombre se veían socavadas: En las relaciones humanas, tanto a nivel individual como social, la moral ya no era expresión de la naturaleza del hombre, y el amor (la caridad) ya no pasaba por Dios – había perdido su dimensión vertical -, sino quedaba a ras de tierra, chato, horizontal: se había convertido en altruismo, en filantropía. No hace falta apuntar como este escenario, que en 1908 podía aun tacharse de ficción profética, ha sido ampliamente superado por la “cultura” hoy dominante.
Lo cierto es que Benson, al predecir la tiranía humanista, escribe que “se llevaría a cabo mediante la integración de los individuos dentro de la familia; de la familia en el Estado, y de los estados nacionales en el gran Estado universal” (página 29). A comienzos del siglo XX, las mejores inteligencias cristianas no eran aun capaces de adivinar el alcance de la IVª tesis de Marx sobre Feuerbach, disimulada cuidadosamente en “juvenil” segundo plano. ¿Cómo habrían de serlo? Una sociedad caldeada todavía por rescoldos cristianos no podía asimilar semejante perversidad: En 1908, por mucho que intuyese el futuro del “comunismo” – diez años antes de la revolución rusa – para Benson no era concebible la destrucción de la familia, de los afectos naturales y de la diferenciación de los sexos. No poseía una intelección completa de la inspiración preternatural del positivismo; ni de su horizonte final de culto demoníaco apenas disimulado. Las políticas de ingeniería social impuestas a las naciones occidentales; la abolición institucional de la familia, las aberraciones de género, la normalización (conversión en norma) de la eutanasia, de la eugenesia, del incesto y del genocidio de inocentes en un mundo convertido en altar planetario de Moloch; eran atrocidades inimaginables a comienzos del siglo pasado. La trituradora espiritual y social de finales de siglo no podía ser prevista ni desde las mentes más calenturientas: ¿Qué habría dicho Benson si alguien le hubiese adelantado las actas parlamentarias del 2012 ordenando la supresión de los términos padre y madre en todos los documentos oficiales del Reino Unido?
Su visión profética, a pesar de ello, es asombrosa hasta en los detalles más nimios: Sorprende que sus reyes – exilados – de Inglaterra se llamen Guillermo y Carolina. Si hubiese puesto Catalina habría que santiguarse… También la descripción de la hostilidad anticristiana hace diana, aunque se quede corta: “Las controversias por motivos ideológicos de creencias, podían ser tenidas como la más grave herejía y el mayor obstáculo para conseguir una línea de progreso…” (página 29). Nótese esta previsión de una mentalidad para la cual lo condenable e injusto no es el error, sino la controversia en tanto que polémica, es decir, para que se entienda, el escándalo suscitado por la proclamación de la verdad. La supresión apóstata del signo de contradicción se profetiza aquí en su máxima sutileza: aquella que hace del repudio del conflicto proyección de un Evangelio falsificado. Hoy contemplamos cómo la denuncia profética, allí donde excepcionalmente se produce, se convierte efectivamente en herejía peligrosa para la cultura dominante; aunque Benson jamás habría podido sospechar los extremos actuales: ¿Qué habría dicho si hubiese podido leer, por ejemplo, el informe del Homeland Security/FBI, publicado por el Huffington Post (14-4-2009) en el que se incluye entre los “grupos potencialmente terroristas” a los activistas y movimientos pro-vida, a los creyentes en dogmas teológicos y -¡nada menos! – a los difusores de “teorías conspiratorias mundiales” o de “mensajes apocalípticos”?
El converso novelista y profeta ha podido comprobar sin duda, desde el cielo, que se quedó muy corto al caracterizar la gran apostasía previa al retorno del Señor; aunque su aguda intuición adivinó los rasgos esenciales. No se equivocaba al buscar en aquella Roma sumamente coherente de San Pío X la plenitud de la Fe; pero, cautivado por la encíclica Pascendi de 1907, quedaban fuera de su imaginación por completo los avatares que aquella misma Iglesia tendría que sufrir un siglo más tarde: Nunca habría adivinado los sobresaltos ni las dramáticas inercias de un abrazo al hombre practicado sobre terreno resbaladizo…
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