Han pasado tres meses desde la entrada en vigor del decreto de estado de alarma. Con excepciones, la mayor parte de la población echa mano de sus últimos compromisos, deberes y tareas pendientes a modo de “decíamos ayer” para retomar su papel y, si puede, la normalidad de su vida, aunque esto no ha terminado. El tedio que por momentos se vino a instalar, cada día se parecía demasiado al anterior y el tiempo se hacía interminable, no es obstáculo para que a nuestra memoria se le antoje falsamente que “hace veinte días o un mes” teníamos normalidad laboral.
Inevitablemente, siempre que ocurre una situación de emergencia generalizada, quien ha de administrarla sufre un notable grado de reproche por parte de quienes pasivamente han de sujetarse a sus decisiones. O sea, que cualquier gobierno se desgasta ante una circunstancia de especial incidencia y más cuando, como en este caso, los fallecimientos son y se elevan de forma exponencial. Sabido esto, es obligado analizar lo más objetivamente posible las acciones concretas o resoluciones dictadas por las autoridades. Aún la concatenación de errores, tan equivocadas son las posturas de descalificación generalizada de todo lo acontecido y la forma en que se ha gestionado, como buscar siempre la razón que salve responsabilidades o sirva de excusa absolutoria por peregrinos que resulten los argumentos.
Si nos centramos en la famosa cita del 8-M, hay que descartar que los responsables gubernamentales supieran de forma absoluta la inmensa gravedad del riesgo que asumían convocando con toda la fuerza e incluso acudiendo, llegando a sufrir el zarpazo de virus muchos de ellos o los con ellos relacionados. Es cierto que había avisos muy serios, tanto por escrito como por lo que estaba sucediendo en China y en Italia y hasta empezaban a darse en nuestro país. Está claro que se menospreció lo que podía ocurrir o la dimensión que podría alcanzar, creyeron que se trataba de un riesgo menor y decidieron que la cita merecía la pena. Pero cuando se asume una decisión hay que arrostrar las consecuencias y empíricamente aquellas masas reunidas en manifestación contribuyeron definitiva y cuantitativamente a la propagación territorial del virus. Negarlo es absurdo y cualquier argumento traído para descartarlo o minimizarlo será puro utilitarismo para llegar a falsas conclusiones. No es lo mismo la acción criminal inequívoca encaminada a un luctuoso fin que la imprudencia grave o la negligencia, pero lo uno y lo otro son dignos de rechazo y el sistema tiene los resortes y la obligación de castigarlo.
Retomar nuestra forma de vida, el empleo, la actividad económico-social y la viabilidad de nuestra sociedad, es una inmensa tarea. Hay que recuperar la actitud más positiva posible, pero no “salimos más fuertes”. Tampoco son tiempos de códigos de conducta más allá de lo puramente sanitario. Y créanlo, antes de autofustigarnos una vez más afirmando que este maldito coronavirus “es una respuesta de la naturaleza a consecuencia del cambio climático producido por la mano de la humanidad…” hay que averiguar si efectivamente esta molécula vírica ha surgido o ha sido creada artificialmente y, en ese caso, saber si se escapó de un laboratorio de Wuhan de forma accidental o voluntaria.
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