Cuando actuamos sin prisas y con prudencia, nos damos cuenta de que sólo lo grande y valioso posee existencia permanente y absoluta y de que las cuitas y placeres vanos no son sino sombra de la realidad
Henry David Thoreau, Walden (1854)
Cualquiera de nuestros potenciales lectores, tradicionalistas, católicos, hispanistas de ambos lados de la Mar Océana y, también (por qué no), conservadores, se quedarán, in primis, extrañados por la elección de este tema y autor (en apariencia incompatibles con la línea editorial) para nuestra primera colaboración en Tradición Viva. A todos ellos, con amistoso afán de tranquilizarlos, les decimos que no se precipiten en juzgar nuestro escrito solo por el título [“No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados”, Mt., 6:36], ya que nuestra elección se ha guiado por un criterio ponderado y sereno, sin el menor afán de hacer mella en el Espíritu de la Contrarrevolución ni en dulcificar a ningún enemigo de la Fe y la Verdad. Nos, como buen discípulo del Salvador intentamos ver lo mejor dentro de cada alma (por muy descreída que esta sea), al tiempo que nos esforzamos por apreciar las ideas magistrales que brotan de las mentes pensantes, independientemente de sus idiosincrasias o cosmovisiones. Es más, varios pareceres del autor elegido (pese a chocar con muchos de los valores de una Tradición a la que él mismo se opondría), hoy en día, se nos revelan como más necesarios si cabe en medio de la confusión que nos ha traído el Tercer Jinete del Apocalipsis. A partir de estas premisas, deberíamos empezar a reflexionar acerca de las siguientes cuestiones: ¿es el mundo globalizado y mercantilizado el único (y mejor) posible? ¿Pareja a la “abundancia” de la que “disfrutamos” no ha habido una notoria degradación de los valores cristianos? ¿Es el liberalismo un defensor o un baluarte de estos últimos? Además, ¿qué nos reporta a los hombres la verdadera felicidad? ¿Hacia dónde deberíamos orientar nuestras propias vidas? ¿Cuál es el destino de la humanidad?
Henry David Thoreau (1817-1862), naturalista, filósofo y erudito, fue, ante todo, un rebelde y un escéptico, cuyo talante aventurero lo condujo a vivir en los excelsos bosques de Nueva Inglaterra. En sus años de madurez, Thoreau destacó por ser un crítico feroz de un grosero y disolvente capitalismo burgués que se apropiaba de los recursos de la naturaleza (de la Creación). También, este incipiente sistema socioeconómico poseía la capacidad de esclavizar a los hombres mediante la generación de nuevas necesidades (materialistas e inmanentes), al tiempo que los engañaba con vacuas promesas de enriquecimiento y los alejaba de su verdaderas metas: la innata trascendencia (o vocación espiritual) y la armonía con las demás criaturas del Señor. Ahora bien, el concepto de “armonía” del que nuestro autor hacía gala venía marcado por la visión unitarista de las filosofías orientales (confuciana, taoísta, budista y brahmánica) y el animismo, entre otros, de los indios de América. De esta manera, Henry David Thoreau partía de la base de que todos los seres creados por el Padre (“creador” como él lo denominaba) estaban fuertemente interrelacionados entre sí (“fraternalmente”) y que, a consecuencia de ello, tendrían la misma dignidad y valor, aparte de un espíritu propio.
En Walden (1854), una de sus obras cumbre, junto a La Desobediencia Civil (1849), Thoreau defendía al individuo (concreto y tangible) frente al Estado liberal contemporáneo, sediento de tributos para satisfacer las necesidades pecuniarias de las élites corruptas y que, a través de las leyes y las guerras, buscaba imponerse a sus propios “ciudadanos” y a las naciones vecinas (México, en el caso de los Estados Unidos de James K. Polk). Contra esta coacción, desde una óptica, en apariencia, contraria a la nuestra y próxima al espíritu libertario (llevando la espontaneidad, autodeterminación y autorrealización como banderas y estandartes), preconizaba la puesta en marcha de una vida más sencilla y cercana a un Evangelio al que cita en innumerables ocasiones [“Una sola cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme” Mc. 10:21]. El modus vivendi propuesto por este insigne vecino de Concord, se fundamentaba en la meditación, la contemplación, el estudio (cultivo e introspección personales) y el amor al prójimo, aunque, simultáneamente, desconfiaba (por ignorancia o incomprensión puritana) de la Caridad (en su vertiente institucionalizada), a la cual consideraba un mecanismo “inútil”.
Otro gran aspecto que conviene resaltar en la obra de Thoreau es su enorme suspicacia con respecto al avance de la prensa miscelánea (cada vez más ideologizada y deformante), al mercadeo informativo (en crecimiento) y a la literatura barata de entretenimiento. Aquellos mecanismos, enfatizando las nimiedades y lo superfluo, fomentaban el desinterés de las personas por los saberes elevados y perennes (también, por supuesto, de la religión). En contraposición a todo esto, él reivindicaba la inmutabilidad y la vigencia de los clásicos de la Antigüedad grecolatina (Homero, Catón, Cicerón, etc.), hebrea (los diversos autores de la Biblia) y oriental (Lao Tse, Confucio, etc.), dónde sus cultivadores habían alcanzado un conocimiento difícilmente imitable por el hombre moderno, distraído y ensimismado, sin tiempo suficiente para reflexionar con profundidad. Demasiado ocupado, en definitiva, para trascender.
Por ende y, a tenor de todo lo expuesto con anterioridad, creímos que era menester presentar a nuestro auditorio (ortodoxo y ávido de rectitud moral) a este pensador trascendentalista, por muy diferentes que sean sus conceptos a los que nosotros pudiéremos tener. Estimamos, sin duda alguna, que nuestro mayor enemigo es la desinformación y la ignorancia en lo tocante a la crítica cultural del pensamiento hegemónico de la, otrora burguesa, Modernidad, tendente a la confusión, a la mezcla de sus elementos constitutivos y a la disolución de las formas preestablecidas. Thoreau, desde una óptica muy particular y personal, se oponía precisamente a esta deriva disruptiva de la civilización, optando por abandonarla y volver, en palabras de los contractualistas, al “estado de naturaleza” y a la pureza de los orígenes. ¿No es esto, en cierta medida, lo que nosotros, los defensores de la Santa Tradición buscamos? ¿No pretendemos alcanzar la plenitud de la persona humana mediante el respeto a las leyes de nuestros antepasados y la defensa de los valores del Evangelio? ¿No está presente entre nuestras metas el dar al traste con los excesos del materialismo capitalista? ¿No queremos encontrar una vía para alejarnos del consumismo, la depravación y el nihilismo imperantes? Quizá deberíamos comenzar por mirar hacia otros horizontes y descubrir que no somos los “únicos”.
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