Manuel Peinado Lorca, Universidad de Alcalá
En Alejandría, Virginia, a unos treinta kilómetros al sur de Washington DC, los bajíos del Potomac sirven de frontera entre Maryland y Virginia. Siguiendo el trazado de una antigua senda, la George Washington Parkway se ciñe a la orilla derecha del río hasta llegar a Mount Vernon, la mansión de George Washington, primer presidente de los Estados Unidos, y de su esposa, Martha.
Hasta que su hermanastro mayor Lawrence la heredó, Mount Vernon era conocida como Little Hunting Creek por el cercano arroyo del mismo nombre. Lawrence Washington lo cambió en honor del vicealmirante inglés Edward Vernon, que fue su comandante en la Marina Real británica, a quien admiraba mucho pese a que Vernon ha pasado a la historia por la estrepitosa derrota en el sitio de Cartagena de Indias de 1741, durante la Guerra del Asiento, o Guerra de Jenkins como dieron en llamarla los historiadores británicos.
Llevando consigo su propia oreja metida en un tarro de cristal, un capitán de navío llamado Robert Jenkins compareció en 1738 ante el Parlamento británico para relatar algo que le había ocurrido en 1731. Mientras navegaba por el Caribe, su barco fue abordado por un guardacostas español. Cuando comprobaron que su carga era mayor que la declarada, le requisaron las mercancías y lo acusaron de contrabando. El asunto no acabó ahí: ante la insolencia de Jenkins, el capitán del guardacostas, Juan León Fandiño, le cortó una oreja y lo mandó de regreso a casa con un mensaje: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve».
La opinión pública británica, convenientemente manipulada por los poderosos que querían mantener sus pingües negocios de ultramar, estalló de indignación. Unos meses después, el rey Jorge II declaró la guerra a la monarquía hispana. Comenzó la Guerra del Asiento, una más de las que precedieron al primer conflicto mundial: la Guerra de los Siete Años.
La declaración de guerra de Jorge II fue una mera formalidad. Cuando se proclamó ya había partido de Londres una flota de guerra al mando del vicealmirante Edward “Old Grog” Vernon. En Jamaica recibió refuerzos de las colonias británicas en Norteamérica, con las que armó una fuerza imponente de 27 navíos de línea, además de fragatas, cañoneras, bombardas y transportes. «Nunca un contingente estuvo más completamente equipado, y nunca tuvo la nación más razón para la esperanza en un éxito extraordinario», recordaba el poeta y escritor escocés Tobias Smollett, que participó como cirujano en la expedición y dejó una descripción de la batalla en su novela Las aventuras de Roderick Random (1748).
El objetivo de Vernon era conquistar las principales plazas españolas. «Si se toman Portobelo y Cartagena, los españoles lo habrán perdido todo», aseguraba. Portobelo cayó casi sin presentar resistencia tras apenas dos horas de bombardeo, lo que le valió a Vernon una recepción triunfal en Londres. Convertido en el hombre del momento, convenció a las autoridades para capitanear un gran ataque contra Cartagena de Indias. El plan consistía en tomar el bastión español en una operación relámpago y marchar luego hacia Perú.
Cartagena era el principal centro comercial español, el puerto de salida de la Flota de Galeones de Tierra Firme, que, lastrados con lingotes de plata y con sus bodegas repletas de productos del Virreinato de Nueva Granada, incluyendo metales preciosos y gemas, tabaco, azúcar, cacao, maderas exóticas, café y quinina, zarpaban hacia Sevilla.
Un intento anterior de capturar la plaza en 1727 fue abortado sin disparar un tiro después de que 4 000 de los 4 750 hombres del vicealmirante Francis Hosier, un asombroso 84 % del grupo expedicionario británico, murieran de fiebre amarilla mientras navegaban por una costa plagada de mosquitos.
La expedición de 1741 dejaba en mantillas a la de Hosier. Un total de 29 000 soldados estaban preparados para invadir Cartagena, incluidos 3 500 infantes reclutados entre los colonos estadounidenses que fueron descritos como «todos los bandidos que albergaban las colonias». Vernon iba al frente de una escuadra impresionante: 204 navíos, 130 de ellos de carga y 74 de guerra, que en total iban equipados con unos 2 000 cañones. A bordo iban 16 000 marineros y artilleros, y el resto infantes de marina destinados a desembarcar e invadir la plaza. Embarcado en el buque insignia de Vernon, el HMS Princess Caroline, iba uno de los capitanes del Regimiento de Infantería de Virginia: Lawrence Washington.
La desproporción de fuerzas era flagrante: Cartagena disponía únicamente de seis navíos y de unos 3 000 hombres, incluidos 500 civiles y otros 500 indios chocoés. La mayoría de los defensores españoles eran unos soldados experimentados que habían estado acuartelados en Cartagena durante cinco años y estaban inmunizados frente a las enfermedades tropicales transmitidas por mosquitos. Su jefe era un militar de primera, Blas de Lezo y Olavarrieta, un veterano marino guipuzcoano.
Tuerto, cojo y manco a causa de diferentes heridas de guerra, lo que le valía el apodo de “Mediohombre”, acumulaba una larga experiencia en la Armada española antes de ser destinado en 1739 a Cartagena de Indias. Pero, sin ser consciente de ello, además de con sus menguadas tropas, Lezo iba a contar con un aliado inesperado: el escuadrón Aedes, la infinita tropa de mosquitos que transmiten, entre otras enfermedades, la fiebre amarilla, el dengue, la fiebre del Zika, la filariasis linfática y la dirofilariasis canina. Todo un regalo.
Tres semanas después de llegar a Cartagena, Vernon logró su objetivo de entrar en la bahía e iniciar el asedio de la ciudad. Tan segura le parecía la victoria, que envió una misiva a Jorge II en la que afirmaba que para cuando recibiera la carta ya habría tomado la plaza, lo que desató el delirio en Londres. La Casa de la Moneda acuñó una medalla especial que nunca se puso en circulación.
Los británicos tomaron el fortín de Santa Cruz y desde allí empezaron a cañonear la ciudad dando fuego de cobertura al desembarco de 9 000 infantes. A los pocos días del desembarco, los mosquitos habían matado a casi 3 500 soldados. Todos caían con los mismos síntomas. Al principio sufrían un ataque de fiebre hemoglubinúrica que los mataba en cinco días por insuficiencia renal; si el paciente sobrevivía le esperaba una agonía mayor, el vómito negro, la última y más terrible manifestación de la fiebre amarilla.
Cuando terminó el asedio, los cirujanos navales británicos redactaron su informe: los mosquitos habían matado a 22 000 de los 29 000 hombres de Vernon, un asombroso 76 %. Muchos de los que escaparon a la fiebre amarilla cayeron víctimas de otras enfermedades mortales. Lawrence Washington contrajo la tuberculosis que le produjo la muerte diez años después.
Al cabo de un mes, antes de retirarse a Jamaica, Vernon, engañado por un ardid de los españoles, decidió realizar un ataque a la desesperada. Ordenó cercar San Felipe, el baluarte en el que se habían refugiado los españoles, y en la madrugada del 20 de abril lanzó el asalto general. Fue una masacre.
Abatidos por la fiebre amarilla, el vómito negro de la estación de las lluvias, el fuego español y las flechas indias, los muertos se acumulaban. Desde los navíos, la vista del campo de batalla era desoladora. Como escribió Smollett en su memoria sobre la expedición: «[Las tropas] contemplaban los cuerpos desnudos de sus compañeros flotando arriba y abajo en el puerto, sirviendo de presas a cuervos y tiburones carroñeros que los despedazaban sin parar, y contribuían con su hedor a la gran mortandad». Cuando Vernon ordenó un nuevo ataque, estalló un motín que se saldó con cincuenta fusilados.
Finalmente, el vicealmirante dio su brazo a torcer y el 8 de mayo los navíos británicos empezaron a abandonar la bahía de Cartagena. Fue uno de los reveses más serios de la historia de la marina británica. Pese a su larga hoja de servicios en la Royal Navy, el fracaso de aquella “armada invencible” británica acabó con la carrera de Vernon.
El gran Edward “Old Grog” Vernon pasó al desván de la historia, pero su nombre ha quedado para siempre ligado a una hermosa mansión virginiana.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.