Iglesia de Santa Anna, de Barcelona. Mucho bullicio en la puerta; no es la procesión del Corpus Christi, ni boda, ni bautizo, ni ceremonia religiosa alguna. Pero este templo tiene abiertas sus puertas y la gente hace una larga cola que dobla la esquina. Se aproximan a la puerta lentamente, cabizbajos, cansados de esperar, pero ¡son tantos!…
Hay más que ayer, cada día más. Es gente de diferente edad, nacionalidad y religión, pero todos con una esperanza común: conseguir alimento, aliviar el hambre, subsistir un día más.
Para unos, con más vergüenza que hambre, es su primer día; otros piensan que es el último, porque por fin les llegará la ayuda de un gobierno que prometió pan para los pobres e igualdad entre todos los hombres.
Pero solo tienen ante sí voluntarios extenuados que les reparten su menú. A cambio, solo tienen que extender la mano; nadie les pregunta nada, ni les cobra nada, ni tienen que rellenar ningún formulario de 100 casillas.
Todos tienen derecho a estar allí y el único requisito es la pobreza.
Y sobre ellos la sombra de la Cruz, que simboliza la entrega total de Cristo por todos, ese es su lema y la esperanza, su bandera.
En ese trozo de calle, no hay más gobernante que Dios ni más política que la Caridad.
Y este es el panorama en una ciudad próspera y rica de nuestra España, que como tantas otras se ve cada día con más parados y, en consecuencia, con más desesperados.
Pero ahí está la Iglesia, ayudando sin pedir nada a cambio, sin que nadie se lo haya ordenado. Esa iglesia burlada y atacada tan a menudo en nuestro convulso país; esa Iglesia que ha sufrido en nuestro suelo la persecución de sus sacerdotes o la desamortización de sus bienes.
Pero… qué largas han sido las colas de la Iglesia a través de nuestra historia: han fundado colegios, orfanatos, casas cuna, hospitales, ayudado a madres solteras, a tantas familias… y ahora se quiere borrar todo de un plumazo, que ayuden pero sin ruido, sin que se sepa…
Las ayudas no llegan por mucho mensaje mesiánico escuchado en todos los canales estatales y subvencionados por el Gobierno y el hambre se extiende. Es la cola de la desesperanza: del que tuvo un negocio y lo perdió, del que llego a la tierra prometida y halló miseria, del que perdió su casa, del que no tiene pan para sus hijos.
Allí no hay mítines ni caceroladas, las únicas cacerolas son las que cocinan los alimentos. No hay banderas ni canciones.
Pero alguien les dijo «saldremos más fuertes». No saben a qué fortaleza se refieren; quizás a aguantar su cola diaria de tres horas para poder comer.
¡Gracias a la Iglesia Católica, a sus sacerdotes, religiosos y voluntarios!
Gracias por vuestra callada dedicación. Gracias por aliviar el sufrimiento bajo la Cruz, esa Cruz que proyecta su sombra sobre una cola cada día más larga, más inmensa.
Vuestra fortaleza no proviene de un eslogan, vuestra fortaleza proviene de Dios.
Es cuando lo divino y lo humano se conectan cuando se aprecia la mirada de un Dios vivo.
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