Decadencia. Declive. Caída. Las tres palabras remiten al mundo orgánico. Los individuos, nada más alcanzada la plenitud, inician su descenso por la pendiente hasta alcanzar la decrepitud. Las razas, una vez olvidados sus prístinos logros, acaban diluyéndose, mezclándose y relajándose. Los pueblos, una vez amputada su memoria, ruedan por la ladera de la montaña y, cuanto más alta fue la cumbre alcanzada, más brusca y penosa resulta entonces la caída.
Pero la decadencia en el sentido más estricto, por más que se haya tomado la idea del mundo orgánico vegetal y animal, es la decadencia de las civilizaciones. La propia palabra decadencia (Untergang) tal y como Oswald Spengler la definió en su magna obra La Decadencia de Occidente, en donde ofrece su morfología de la historia, es consustancial al término civilización. Una civilización es una cultura vieja, caída, sumida en la molicie, herida por su propio curso natural, al margen de que las causas próximas más relevantes sean ora exteriores ora vicios contraídos desde dentro. Más bien el reloj interno de la civilización caduca, el agotamiento de posibilidades, es lo que dibuja la rampa del declive.
No cabe duda de que Occidente es una civilización y, por tanto, si seguimos la terminología spengleriana, Occidente es sinónimo de decadencia. Los ataques exteriores (los bárbaros) sólo sirven para aguzar nuestras mentes y alertarlas de la propia decadencia interior, y en esta última reside siempre el auténtico peligro. Los mahometanos radicales con sus matanzas e imposiciones culturales, los ataques financieros y especulativos y la ingeniería social, las pandemias teledirigidas o el acceso al gobierno de nuevos poderes oclocráticos… todas estas cosas pueden ser causas próximas, pero éstas causas, aun siendo reales e importantes en sí mismas, son como la espuma oceánica de un mar agitado en el fondo, y como pequeños remolinos superficiales dentro de un curso terrible de los acontecimientos, curso que viene marcado por el sino (Schicksal) de las culturas.
El sino de las culturas es la extinción, como el sino del individuo es la muerte. A Occidente le llega su hora, y el desplome podrá ser sangriento o podrá ser mudo e indigno. Nadie lo sabe. Lo que importa es saber qué fue en otros días nuestra gran patria y qué no debió ser nunca Occidente para así poder pensar hoy, metapolíticamente. Pensar sobre un recambio, reflexionar acerca de cómo puede sustituir a ese Occidente enfermo otro modelo, una nueva cultura.
Occidente fue el producto liberal-burgués de una Cristiandad traicionada. Fue un artificio, una prolongación (en gran parte anglosajona, puritana, unilateral de la Europa mercantil).
La Civilización Cristiana nació de las ruinas de una Roma que, como idea, nunca morirá, una Roma que, como Estado civilizador, se veía ya postrado y descompuesto allá por el siglo VI d. C. La Civilización Cristiana conservó la idea de orden, de unión de planos entre lo terreno y lo ultra terreno, de reconstrucción del derecho y de centralidad del orbe espiritual humano en torno a Dios y en torno a la persona. La Civilización Cristiana es la civilización de la persona. En ninguna otra civilización, aun reconociendo las bellezas y logros de las otras, en ninguna otra de las maneras diversas de hacer la Historia, la persona (y por igual la persona del hombre y de la mujer) fue reconocida, ensalzada, tallada a imagen de la Persona Divina, con total dignidad y al margen de cualquier endiosamiento.
Pero la aparición de la sociedad burguesa y la ideología liberal supusieron el inicio de un socavamiento. Se socavaron los pilares de esa enorme construcción que fue la Civilización Cristiana, matriz de Europa. La comunidad orgánica formada a partir de la descomposición del Estado Romano, tras lentos procesos de edificación de un orden, y tras la mixtura de diversas clases de etnicidad (germana, celta, latina, eslava…) con la sociedad clásica, había llegado a un gran Renacimiento en torno a los siglos XII y XIII: Catedrales y Universidades, Gótico y Escolástica, fueron emblemas de esa nueva sociedad católica (universal) que, ya en medio de las crisis terribles del XVI, empezó a declinar.
Los Habsburgo, y la Monarquía Hispánica más concretamente, representaron el katehon. El katehon es la fuerza destinada a oponerse al declive, la fuerza de resistencia que pretende conservar el orden. De manera semejante a como Santo Tomás de Aquino es conocido como el filósofo del orden, y el anhelo de la catolicidad es la conservación del orden, entendiendo que la unidad universal de orden es un bien, un reflejo de la máxima unidad y unicidad que es Dios, en el plano político (metapolítico y geopolítico) el katehon de la Monarquía Hispánica fue el esfuerzo denodado por salvar una civilización.
La conjura de potencias supuestamente cristianas, así como el Islam y demás enemigos del catolicismo, agentes de la disgregación, hicieron que esa resistencia, esa fuerza civilizatoria que lucha contra el caos decayera a lo largo del siglo XVIII, de la mano de la borbonización, el afrancesamiento (y su contrafigura complementaria y necesaria, la africanización y “aflamencamiento” de España).
Lo que la derrota del katehon hispano supuso para Europa fue la pérdida de su ser, pues Europa decae en masa indiferente sin el cuerpo de valores superiores y espirituales que un día fue el Cristianismo, especialmente católico. España es hoy el sumidero más profundo y oscuro de esa Europa que se deja islamizar o que entroniza a minorías y a degenerados, aun a costa de masacrar a mayorías honradas, productivas y cumplidoras con la ley. El declive de Europa no es un calco exacto del declive del mundo clásico o del declive del renacimiento gótico-escolástico iniciado en el siglo XIV. El declive de Europa es parejo a un terremoto cósmico, pues con él pueden desaparecer los valores de la persona, la dignidad del hombre (su semejanza con Dios), el respeto y la libertad de la mujer, la protección del niño, el derecho a la propiedad, la posesión de unos derechos naturales inalienables, el sentido orgánico de la participación del vecino, del productor y el propietario en el Estado… Poderosas civilizaciones que resurgen, como Rusia o China, podrán recoger el testigo y ahondar en esas conquistas, o no, podrán relegarlas al olvido a pesar de sus muy fuertes y dignísimas raíces espirituales (sean las del Cristianismo Ortodoxo, sean las del confucionismo). Nada sabemos del futuro, y carecemos de dones proféticos. Pero en este rincón occidental del planeta, donde todavía hay, repartidos entre la masa sin parte de la masa, núcleos hispanos de acero en cada pueblo y en cada barrio, donde la sangre de Viriato, don Pelayo, el Cid, Agustina de Aragón o María Pita todavía corre por las venas, podemos levantar ese gran muro, concitar a ese Ángel de la Guarda, que todavía custodia nuestro legado, un legado anchísimo pues se extiende a las dos Américas , a África y a las Filipinas; allí también hay muchos litros de sangre para levantar defensas y resistir a la demolición civilizatoria.
Ya hay en común una lengua, la española, pero digo más, hay dos lenguas universales con fácil intercomprensión, la española y la portuguesa. Ellas, junto con todas las otras del común tronco hispano que nació en Covadonga, pueden crear el medium de una verdadera comunión de espíritus ardientes. Si el mismo ardor empleado en combatirnos unos a otros, lo aplicáramos a la defensa de nuestra Civilización (Hispana), a punto hoy de ser descuartizada, entonces la acción maligna que derivó del liberalismo anglofrancés, del iluminismo y la masonería, quedaría arrumbada en un vertedero. Mientras los locos, los resentidos y los caníbales derrumban hoy estatuas de Colón, millones de nosotros, con muy diversos acentos y colores de piel, alzaremos templos devotos, haremos Culto y Cultura. Pues lo nuestro nació en Belén de Judea, como en Roma, como en Santiago; nació en Toledo como en Covadonga, tuvo trono universal en Oviedo como en El Escorial, rigió los cinco continentes como puede regir el orden natural de nuevo. Pero, ante el avance del desierto y el tam-tam de los salvajes, los bárbaros y la chusma, hemos de ser dignos de esta obra, y comenzar por una reconstrucción interior, en el seno de cada alma personal y en el recinto unido y salutífero de cada familia.
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