Podemos visitar la catedral de Burgos las veces que queramos y nunca acabaremos de conocerla ni dejaremos de apreciar nuevos detalles y nuevas perspectivas de belleza.
Es mucho más que una catedral: es un universo de primores encerrados en una construcción de piedra. Y de piedra que tiene vida propia: cada sillar es una obra única, una criatura con alma propia.
Y es que al fin y al cabo no en vano su construcción se inició a principios del siglo XIII, habiendo puesto Fernando III el Santo la primera piedra el 20 de julio de 1221. El próximo año, por tanto, cumplirá 800 años.
Precisamente por ser el siglo XIII el momento cimero de la Cristiandad, lo es también de la belleza y el arte. El hombre de entonces, profundamente místico, y entregado en cuerpo y alma a Dios, se dedicó con todas sus fuerzas y entendimiento a la búsqueda de la belleza. Alcanzar la belleza en una obra artesanal o artística era acercarse a Dios. Por eso, resultan insultantes aquellas falsas premisas que siempre, a manera de insulto, emiten los «economicistas” al sostener que la moral Luterana santificó el trabajo. El trabajo lo santificó la Cristiandad, pues nunca antes y nunca después de ella se puso tanto mimo en la búsqueda de la perfección. El protestantismo lo único que hizo fue buscar la riqueza a
través del trabajo; y no buscar a Dios (la perfección) a través del mismo.
Y este trabajo entregado a Dios se adivina desde lejos, desde que el visitante se aproxima a la ciudad de Burgos. Y ello por cuanto ya desde lejos se adivinan sus agujas y pináculos que apuntan al cielo, y lo alcanzan, y lo traspasan. Y traspasándolo traspasan al espectador,
que olvida las podredumbres terrenas para abrazar la gloria celeste. Desde ese momento deja de ser espectador y pasa a ser parte de la obra.
Por eso, cuando al fin nos introducimos por cualquiera de sus puertas nos sentimos entregados a un espacio completamente distinto, en el que parece que no rigen las normas de espacio y tiempo que rigen fuera. Sus naves y claustros, su coro y crucero, nos presentan un mundo nuevo, una imagen terrena del cielo Si en medio del templo nos embarga la dicha, y el recogimiento del alma, y la piedad, y el deseo del bien ¿Qué no será el cielo, que no es obra humana?
En cualquier caso sus paredes no solo nos apartan del ruido del mundo, sino que forman una caja-joyero, pues la catedral contiene un sin numero de obras de arte sublime de todo tipo: cuadros, tallas, obras de orfebrería y textiles, esculturas. Si España quiere volver a ser lo
que fue es necesario que acostumbremos a los nuestros a la contemplación de la belleza que produjo la Fe. Así contribuiremos a la reacción católica.
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