Los dos últimos siglos de la Edad Media vieron, en Europa, la transición de un mundo viejo a uno nuevo. Nuestro continente estaba entonces atravesado por crisis sociales, económicas y geopolíticas que cambiarían profundamente su configuración: entre otras, la Peste Negra de 1347, la Guerra de los Cien Años que terminó en 1453 y las Guerras Italianas que comenzaron a finales de siglo. En Europa Oriental, dos fenómenos concomitantes dan una expresión aún más concreta a este cambio de época: la desaparición del Imperio Bizantino y la expansión del Imperio Otomano.
El contexto
Esta expansión comenzó, muy gradualmente, en la segunda mitad del siglo XI, pero se aceleraría a partir de mediados del siglo XIV, gracias a una serie de éxitos militares: Derrota bizantina de Pelekanon en 1329, captura de las fortalezas bizantinas de Nicea en 1331 y Nicomedia en 1337 (que colocó definitivamente a toda Anatolia bajo dominio turco), derrota de los ejércitos serbios en 1371 a orillas del río Maritsa (actualmente la frontera entre Grecia y Turquía) y, en 1389, en la llanura de Kosovo. Por último, el rotundo fracaso de la cruzada dirigida por Juan el Temerario, duque de Borgoña, cuyo ejército de coalición fracasó contra las tropas de élite, jenízaros y jinetes spahis, del sultán Bayezid en 1396 cerca de la ciudad de Nicópolis.
A pesar del paréntesis debido a la intervención del imperio mongol de Tamerlán (victorioso sobre los turcos en 1402 cerca de Ankara), que frustró los planes del sultán durante algún tiempo, la expansión turca continuó con la captura de Constantinopla en 1453 y a partir de entonces comenzó a amenazar toda la cuenca del Mediterráneo. Gracias a los medios que les proporcionó la captura de la ciudad bizantina (astilleros, mano de obra, puerto y arsenales), los turcos construyeron una flota lo suficientemente poderosa como para desafiar la supremacía marítima de los venecianos. También fomentan el desarrollo de la piratería endémica, que se está convirtiendo en la pesadilla de las costas del Mediterráneo occidental. Luego, bajo la égida del sultán Solimán, lograron conquistar la mayor parte de Hungría (la derrota húngara de Mohàcs en 1526) y sitiaron Viena en 1529.
Pero la hegemonía otomana se detuvo por primera vez con el asedio de Malta, que fracasó gracias a la obstinada resistencia de los Caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén y al refuerzo de un ejército de socorro enviado por Felipe II de España, hijo del Emperador Carlos V.
En 1570, los otomanos decidieron atacar otra isla estratégica en los confines orientales del arco mediterráneo, Chipre, una posesión veneciana. A pesar del valor de la guarnición y de su comandante, Marcantonio Bragadin (a quien sus hermanos vengarían en gran parte en Lepanto), la ciudad acabó cayendo y sus defensores fueron masacrados en las peores condiciones en agosto de 1571.
Sin embargo, esta nueva ofensiva turca llevó, por iniciativa del Papa Pío V, a la firma del Tratado de la Liga Santa, el 19 de mayo de 1571, por el cual Venecia, España, los Estados Pontificios, la Orden de Malta, el Ducado de Saboya y varios Estados italianos decidieron unir sus fuerzas para destruir la amenaza turca. Enfrentados a una flota enemiga de unas 230 galeras, logran reunir más de 200, la mitad de las cuales salen del arsenal de Venecia. Además, había seis galeras, grandes galeras que llevaban una cantidad impresionante de artillería (parte de la cual se instaló juiciosamente en el castillo de proa acondicionado para este fin). Finalmente, confiaron el mando de esta armada a Don Juan de Austria, hijo de Carlos V y medio hermano de Felipe II, rey de España.
Una corta pero extremadamente violenta batalla
La flota de la Liga Santa se encontró con la armada otomana el 7 de octubre de 1571 en la entrada del Golfo de Patras, también conocido como Golfo de Corinto, en la costa norte del Peloponeso. Don Juan organizó sus fuerzas en cuatro alas, que sucesivamente constituyeron sus dos alas, su centro y una fuerza de reserva. Cada escuadrón está compuesto por naves venecianas, genovesas, españolas, papales y aliadas, mientras que los tres escuadrones delanteros están precedidos cada uno por dos de las famosas galeras.
Fueron estas galeras las que, gracias a su potencia de fuego, iban a hundir casi un tercio de la flota turca desde el comienzo de la batalla. Para evitar que esta hecatombe causara una derrota inmediata, Ali Pasha, el almirante al mando de la flota turca, dirigió una acción ofensiva con el centro de su dispositivo, la Sultana, la galera insignia, a la cabeza. Es en esta última donde los combates deciden el resultado de la batalla. Desde las altas cubiertas de sus barcos, los soldados de infantería de la Liga Santa, los regulares españoles o los mercenarios alemanes, empuñan el pesado mosquete o el ligero arcabuz con una notable disciplina de fuego. Por otro lado, toda la nobleza guerrera, galvanizada por su joven líder, Don Juan, se lanza espada en mano sobre el buque insignia otomano, cada uno esperando tener el honor de derrotar el estandarte del enemigo. En el tercer asalto, Alí Pasha cayó golpeado por una bola de arcabuz y su cabeza pronto se quedó atascada en el extremo de un pincho, una terrible visión que asustó a las tropas turcas.
En el ala izquierda, bajo el mando del almirante veneciano Barbarigo y a pesar de la muerte de éste durante la batalla, los soldados de la Serenísima resistieron tanto a los asaltos de las galeras turcas que el virrey de Alejandría, Scirocco, que dirigía este ala, murió en los combates y la mayor parte de su flota se hundió o encalló en la costa.
En cambio, en el ala derecha, el renegado Ouloudj Ali consigue envolver la escuadra del almirante genovés, que sólo debe su salvación a la pronta intervención de la escuadra de reserva y de algunos barcos traídos por Don Juan de Austria.
Al final, la superioridad tecnológica (una artillería de más de 1800 cañones) y la excelente calidad de las tropas comprometidas, disciplinadas y bien equipadas superarán, en pocas horas, la superioridad numérica de los otomanos.
A esto se añade el ardor y el heroísmo de una nobleza europea que desea distinguirse en la batalla.
Ya se trate de Don Juan de Austria, jefe de guerra ya distinguido a pesar de sus 24 años, o de Sebastiano Venier, «Capitán General del Mar» de la flota veneciana, que participó en la batalla a la venerable edad de 75 años, o del de Niza, André Provana de Leyni, comandante de la flota del Ducado de Saboya, que embarcó en sus tres galeras la flor más fina de la nobleza nizarda, de Marc-Antoine Colonna, enérgico y talentoso general de la flota de la Santa Sede, de los almirantes venecianos Augustino Barbarigo o genovés Giovanni Andrea Doria y muchos otros, la armada reunida por la Liga Santa está dirigida por una élite guerrera, heredera de los valores caballerescos de una Edad Media que acaba de terminar.
Un hecho que Dominique Venner analiza en su Historia y Tradición de los Europeos: «Hasta el siglo XVI inclusive, la nobleza no estaba exclusivamente ligada al nacimiento. Debe su estatus a su aptitud para el liderazgo político, su función militar de protección y justicia, así como su «virtud» en el sentido romano de energía viril, pero también de rectitud y abnegación. Aún en tiempos de Montaigne, la nobleza es sobre todo una cuestión de profesión, de armas y de dignidad. »
Sin embargo, esta aptitud para las funciones más altas no es una coincidencia. Es en gran parte el resultado de una educación muy restrictiva, incluso espartana. Esta educación consiste tanto en el aprendizaje de las tareas más elementales de la vida diaria (lavar la ropa, cuidar de los caballos…) como en estudios muy estrictos o en un ambiente de vida austero.
Cosas para recordar
Más allá de una Europa que se une para resistir a la embestida del asaltante extranjero, la batalla de Lepanto debe sobre todo recordar el papel desempeñado por la nobleza antes del conflicto fratricida de 1914-1918. No basa la nobleza su estatus únicamente en la herencia de un título. Se identifica sobre todo por una profunda ética de comportamiento, por su sentido del sacrificio, su afán de lucha y por un estado de ánimo en el que se equilibran la libertad de compromiso y el sentido del deber.
Nicolas L. — Promotion Marc Aurèle. Artículo original en francés publicado en Institut Iliade. Traducido para Tradición Viva por Carlos X. Blanco.
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