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Análisis

La doctrina de género como el totalitarismo del siglo XXI

Éticamente, la doctrina de género externaliza las responsabilidades personales bajo conceptos omniabarcativos e infalsables como el de “heteropatriarcado”.

Con licencia Pixabay

Por Facundo M. Quiroga

El germen de la conquista

Junio es el “mes del orgullo”. Así, a secas. Ya ni siquiera sus promotores se molestan en agregar letras a la cada vez más extensa sigla “LGBTIQ”, se da por sentado que la palabra “orgullo” simboliza, acompañada de los colores del arcoiris, una militancia, una postura ante el mundo y la vida… y el “amor”. Es interesante observar cómo, en un sistema económico cuyo fundamento reside en el consumismo y el hedonismo, los tiempos publicitarios pasaron de ser del “Día de x” al “Mes de x”, intentándose, de este modo, dilatar la disponibilidad para adquirir los productos ofrecidos por el modelo. En este caso, un producto político. Pero un producto político muy diferente de todo lo que se ha venido consumiendo hasta el momento. Básicamente, estamos ante una novedosa y muy seductora forma del totalitarismo.

El pensador ruso Aleksandr Dugin se refiere a las doctrinas políticas comunistas, liberales y fascistas, como tres tipos de totalitarismo. Al anular otros marcos civilizatorios que no tengan como fin último el alcanzar alguno de estos tres Estados (el liberal, el fascista o el comunista), colocándose a sí mismos como centro, causa y destino de la humanidad en su conjunto, estas doctrinas se enmarcan en regímenes políticos que pueden calificarse como tales. Es decir, las tres doctrinas son expansionstas a la vez que excluyentes. Pero una de ellas, el liberalismo, desarrollará una manera de mutar para finalizar conquistando a occidente, gracias a dos procesos: uno, reproducir el esqueleto doctrinario económico y político como si fuese un manual de estilo de la democracia y de la economía, y dos, adherir a su estructura y estimular el desarrollo de toda una pléyade de “identidades” que se consideran “antisistémicas”, utilizándolas para dividir y enfrentar a las sociedades consigo mismas y, en la medida de lo posible, conquistar a los Estados con sus agendas, con el fin de que sus pueblos nunca logren amalgamar una masa crítica que proponga un proyecto político amplio y autónomo, y que su clases políticas queden neutralizadas por la imposición de dichas agendas “políticamente correctas”.

Con el correr de los años, y desde comienzos de la década de los noventa del siglo XX, tanto el fascismo como el comunismo, por una combinatoria de factores endógenos y exógenos (en mayor o menor medida según su exégesis), dejaron de ser un horizonte posible para la organización política de las sociedades y los Estados, por lo menos con ambiciones de expandirse al conjunto del orbe. El liberalismo, tanto en lo económico (neoliberalismo/keynesianismo), como en lo político (neoliberalismo conservador o progresismo socialdemócrata), comenzaba a tejer sus estrategias para poblar todos los sistemas políticos y culturales de occidente y, de ser posible, del mundo, con su relato. Nacía el totalitarismo dominante. Nuestra hipótesis es que hoy estamos viviendo la decadencia de ese régimen identitarista y divisionista, exacerbada por una crisis “pandémica” creada y administrada por una facción de la élite financiera global que acelera los tiempos de la discordia, evidenciando los descontentos con la imposición de agenda y de códigos culturales que riñen con la propia idiosincrasia de muchísimos pueblos donde, desde hace décadas, se han intentado imponer por la seducción (nunca por la razón) o por la fuerza. No es casual que las naciones más rebeldes al globalismo financiero sean precisamente aquellas menos conquistadas por estos identitarismos, de los cuales la doctrina de género es, por historia y por peso teórico, su basamento.

Uno de los elementos fundamentales en términos antropológicos de este novedoso totalitarismo es el nuevo concepto de identidad, que se va desprendiendo progresivamente de los condicionantes externos al individuo (y algunos internos, como la razón y la consciencia) que la determinaban, para sentarse sobre nuevas “bases” filosóficas, que tienen asidero en el deconstruccionismo posmoderno, bajo el hálito de los resabios de la escuela de Frankfurt, el sesentaiochismo urgido de encontrar una sublimación a sus fracasos, la izquierda lacaniana y el posestructuralismo. Ya bastante hartos estamos de mencionar autores, todos los conocen.

Un largo pero paciente proceso de de(con)strucción de toda epistemología, de toda antropología, de toda historia, de toda sociología y de toda política en términos clásicos (todo lo “clásico” pasó a ser víctima por entero del dedo acusador de esta nueva doctrina), se comenzó a llevar a cabo en gran parte de los claustros universitarios del mundo occidental, y se expandió como una bomba cultural, muy bien financiada e impulsada por el establishment financiero. Bajo un manto de palabras impronunciables, crípticas parrafadas, frases y composiciones claramente reñidas con la lógica proposicional básica, el posmodernismo encaraba su proyecto de negación de toda búsqueda de verdad en todos, sí, todos los campos del conocimiento. Es más, si sus interlocutores presentaban cualquier intención de buscar la verdad (como pasó con Alain Sokal o con los psicólogos evolucionistas), los deconstruccionistas ya tenían sus estrategias retóricas muy bien aprendidas del peor sofismo para, por un lado, huir de los debates “cayendo parados” y, por otro, seguir ganando una enorme legitimidad en los claustros académicos. Así, huyendo cobardemente de sus críticos, se construyó el nuevo edificio teórico que sustentaría el identitarismo, del cual forma una parte sustancial el dogma de género.

Este dogma, tejido al unísono con la caída de la izquierda clásica, es muy, muy sencillo. Como todo dogma. En comunicación, se sabe desde hace mucho, que mientras más corto y llamativo es el mensaje, más posibilidades de llegar al gran público tiene. Y vaya si ha sido eficaz en esto. Básicamente, su concepto de identidad radica en la ausencia de todo elemento que indique trascendencia, todo, hasta la incontrolable biología, en su relación con el ambiente, debe ser negado. Como no existe esa molestia llamada “verdad”, el sujeto (o la “subjetividad”, como dicen… el afán de convertir todo en un abstracto es enfermizo en el identitarismo; por ejemplo, ya no habría Día del Niño, sino Día de “las infancias”) queda librado a su (atención) “autopercepción”.

La identidad pasaría de ser un proceso de posicionamiento racional, argumentativo, históricamente situado, enraizado en algo que lo supere y le otorgue sentido a su existencia (y que cueste trabajo), a convertirse en una incesante oscilación entre negaciones, tanto de lo real, como de lo verdadero. Para poder “construir” esa nueva identidad, es una condición sine qua non negar la existencia de la verdad, la realidad y la trascendencia, sea este proceso intencionado o no. De más está movilizar al lector a darse cuenta de lo funcional al neoliberalismo consumista que es esta concepción de identidad: sin trascendencia el sujeto queda desamparado, a merced del capital.

El nihilismo de esta idea llega a puntos límite tan agresivos para todo lo real aún residente en el sujeto (que siempre se negará a desaparecer), que puede llegar no sólo a extender de por vida una crisis de identidad, sino (y esto es algo de lo más perverso) a convencer al sujeto de que esa crisis que lo destruye por dentro está bien, es decir, que está obrando correctamente al seguir, impulsivamente, el caos de su “autopercepción”. Es decir, el posmodernismo inventó un concepto que destruye al sujeto pero que también invita a éste a agredir e insultar por “fascista” a todo aquel que le diga que se está agrediendo a sí mismo, que, por más “autopercepción” que tenga, dos más dos sigue siendo cuatro.

¿Cómo se cristaliza esto en la política? Básicamente, en la invención y puesta en acto del identitarismo, de las políticas de identidad con base en la doctrina de género.

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El género como de(con)strucción de la identidad en pos de un orden neototalitario

En el año 2012 se sancionó en nuestro país la Ley 26.743 de Identidad de Género; la misma, en su Artículo 2, entiende la identidad de género como “la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente (cursivas nuestras), la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo. A partir de la puesta en práctica de esta Ley, el Estado Argentino está obligado a emitir todo Documento Nacional de Identidad a partir del “género autopercibido”. La “autopercepción” pasa, entonces, a transformarse en política de Estado. En cuanto a la dimensión subjetiva de este concepto, este fenónemo puede involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios farmacológicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que ello sea libremente escogido. De hecho, el sistema de salud nacional prevé la gratuidad del acceso a dichos tratamientos para aquellos que no puedan acceder a los mismos.

Como logramos apreciar a simple primera lectura del Artículo, la doctrina de género es un individualismo, pero con una característica específica fundamental que tiene enormes consecuencias políticas: se trata de un individualismo que se libera del “lastre” de la decisión y el cálculo racional del homo económicus liberal tanto lockeano como smithiano. Es decir, el punto de partida antropológico (influido notablemente por el lacanismo, sí, la destrucción, en términos históricos, viene de hace rato) es radicalmente distinto. Al concebir la identidad del sujeto desde la autopercepción como “vivencia interna”, valida un orden político y estatal ya no sentado sobre criterios racionales homogéneos, sino como mera percepción, un grado a todas luces inferior en la construcción de la identidad tanto personal como colectiva. Una identidad que, en esto último, tiene la consecuencia inevitable de anularse a sí misma. Y al anularse de forma muchas veces agresiva, cree formar comunidad cuando en realidad la está rechazando. La doctrina de género es la negación absoluta de toda idea de Comunidad Organizada, porque no está dispuesta a discutir con nadie que le ponga un límite a su afán de superioridad moral basado en la autopercepción. El individualismo irracionalista es la negación de todo orden político, y de toda lucha política que tenga algún fin trascendente. Por eso es tan funcional a la destrucción de las sociedades desde adentro que viene ejerciendo el globalismo desde hace al menos treinta años.

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Éticamente, la doctrina de género externaliza las responsabilidades personales bajo conceptos omniabarcativos e infalsables como el de “heteropatriarcado”. La misma operación ocurre con los demás identitarismos, sea que se trate de antirracismo, de veganismo, ecologismo, etc. La base ética es la no responsabilidad sobre los actos propios. Si uno termina agrediéndose a sí mismo para seguir su “autopercepción”, estará justificado porque existe un supuesto sistema aún vigente que lo ha oprimido desde siempre, y quien se oponga a esta “autopercepción” pasará a ocupar automáticamente el rol de opresor, aún no habiendo proferido ofensa alguna. Es más, este identitarismo, tiene la “virtud” de movilizar al sujeto a entender los argumentos del otro (incluso en un ambiente sano de intercambio) como si fuesen ofensas. Así se desligan las responsabilidades sobre su posición respecto de la consciencia de sí. El identitarismo, por ende, imposibilita toda armonía posible entre el ser y la consciencia porque legitima la contradicción, toma a la crisis identitaria como algo positivo, sin que valga la pena desarrollar atisbo alguno de autosuperación o de construcción colectiva que lo trascienda. De más está decir lo enormemente funcional al globalismo que es el vivir en constante contradicción y crisis irresueltas, incluso haciendo un culto de éstas.

Pero hay otra fase del totalitarismo cuyo paroxismo es la doctrina de género, emergente de este proceso de autopercibirse: quien disienta con esa “autopercepción”, no sólo será difamado, sino que también será juzgado pura y exclusivamente por el colectivo al que pertenece. De nada servirán sus argumentos, e incluso si se apoya alguna de las causas, su lugar será relegado por pertenecer al bando de los “opresores”, ocupando el eufemístico lugar de “aliado”, que vendría a ser más bien una forma de ser subordinado. Es así como, por ejemplo, el feminismo radical autojustifica incluso su propia vileza, se jacta de ella (“Somos malas, podemos ser peores”, dicen). Y en este elemento se hace presente otro de los términos “estrella” de la doctrina, que es la “interseccionalidad”, que postula una segregación entre niveles de “opresión” sólo por el hecho de portar determinadas marcas. Solamente los totalitarismos se atrevieron a construir regímenes políticos basados en los colectivos a los que pertenecen los sujetos, ya sea el soviético, el nazi o el apartheid sudafricano.

El individualismo irracionalista y el orden político en ciernes

Como la base del identitarismo es la interpretación deconstruccionista de la idea nietzscheana de que no hay verdad y que no tenemos por qué buscarla, pero a la vez desde la óptica centrada en la “subjetividad”, podemos concluir que la doctrina de género toma lo peor del relativismo vitalista, pero a la vez lo combina con la mitad del liberalismo, es decir, es un tipo de individualismo irracionalista. ¿Nos quieren decir qué tipo de régimen político es esperable que se concrete en lo real, con base en estas ideas? Lo vemos en la academia, en los medios, y ni hablar, en la militancia de género. Han inventado un espejismo para deshacerse de sus responsabilidades como ciudadanos de un Estado. Tal es la abyección de esta doctrina que tergiversa el pasado, inventando en la conciencia de sus adherentes falsas memorias que desembocan en un sentimiento de autoridad tan soberbio que llegan a identificarse con procesos históricos de rebelión popular que nada tuvieron que ver con sus militancias autopercibidas; es más, los protagonistas de las épicas pasadas hubieran aborrecido esta forma pendenciera de hacer pseudopolítica.

Especial alarma nos causa el hecho de que, más allá del color político de los gobiernos, el destinatario de las “rebeliones” es el propio Estado. “El Estado opresor es un macho violador”, gritan Las Tesis (con un sentido de la creatividad y de la estética deplorables), y transforman en válido su eslogan tanto para un gobierno asumido de “derecha” como para uno asumido como “progresista”. Le preguntamos a la militancia de género, entonces: ¿no les parece que, lejos de importarles su militancia performativa, los/las/lEs están utilizando para destruir no un simple gobierno, sino la estructura de todo Estado-Nación, que es justamente lo que busca el globalismo financiero? El caso español es un punto límite del absurdo, en el que los temas de género ocupan la enorme mayoría del tiempo de debate político y mediático… ¡en un país con un nivel de violencia por motivos de género absolutamente insignificante!

Pero hete aquí que, como hemos anticipado con el ejemplo expuesto más arriba, no hay totalitarismo sin lemas, sin consignas fáciles. No nos confundamos, las consignas son necesarias, pero el argumentario debe exponerse y explicarse seguidamente (ese es el servicio, el componente apostólico de la militancia, tan olvidado en estos tiempos). ¿Pero qué es lo que pasa cuando ese argumentario no puede tomar nunca una forma lógica, porque procede en sí mismo del relativismo absoluto? Básicamente, se construye un absurdo: “lo personal es político”, que apunta a cambiar el punto de partida del fenómeno político, con la consecuencia del cambio de prioridades en la política de Estado.

Sobran evidencias en la historia reciente de este fenómeno. Solamente basta comparar la evolución de los proyectos de ley relacionados con la puesta en discusión de los procesos estratégicos del Estado y los presentados y puestos en discusión relativos a la agenda de género: mientras, desde comienzos de siglo, necesidades fundamentales para la reestructuración de un Estado en términos patrióticos pocas veces o casi nunca se han abordado en los recintos legislativos, la agenda de género no ha cesado de ganar cobertura mediática y tiempo de discusión política. Es decir, la agenda de minorías gana terreno y se convierte en ley y en estructura del Estado por sobre la de las mayorías nacionales, hecho que viene ocurriendo desde hace más de veinte años.

¿De dónde sacan lEs militantes de género de todos colores que sus demandas no se oyen? Prácticamente todo reclamo, por más nimio y absurdo que sea, automáticamente toma cuerpo mediático y es adoptado sin crítica alguna por prácticamente todos los miembros de la partidocracia, que, por no caer mal y perder adherentes, es decir, por ser “políticamente correctos” y no ser depositarios de los ya clásicos anatemas de estas minorías, terminan votando (excepto la ley de estatización del aborto, que contó con una resistencia popular enorme a lo largo y ancho de todo el país) en mayoría absoluta hasta leyes totalitarias como la Ley Micaela, que obliga bajo sanción a todo el sector público a recibir cursos de “perspectiva de género”. Pero eso sí, hablar de perspectiva nacional, para estas militancias, es fascismo…

Finalmente, como pensamos que lo personal no es político, porque la política debe girar en torno a los asuntos del Estado, del pueblo y de la nación como referencias básicas y trascendentes que abarcan a toda la ciudadanía (minorías e identidades “autopercibidas” incluidas), convocamos a todo el espectro político a darse cuenta del colonialismo mental que supone poner la agenda de lo privado por sobre la agenda de la Patria. Hacer oídos sordos a las difamaciones y los insultos, pelear, discutir y poner el pecho a las pérfidas balas del globalismo que se jacta de su diversidad siempre y cuándo se adapten a sus condiciones de subordinación material e intelectual.

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Artículo publicado inicialmente en Kontrainfo.com

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