Por María del Carmen Meléndez
La sociedad del siglo XXI se creía en la cumbre del desarrollo científico y tecnológico hasta que hace pocos meses el repentino ataque indiscriminado de un virus la ha puesto en jaque cambiando radicalmente nuestras vidas.
Esta tremenda situación nos ha igualado a todos en algunos aspectos como el de la fragilidad. Antes hablábamos de las personas vulnerables refiriéndonos a los mayores o a los que sufren una discapacidad, ahora la agresión del coronavirus resulta igual de dañina para unos y para otros. Si bien la tasa de mortandad entre los mayores es escandalosamente alta, en los de menos edad también se han producido bajas, sin contar las posibles secuelas que afectarán a los supervivientes, en este momento no apreciables pero que, en un futuro próximo serán una realidad más con consecuencias directas en los ámbitos laboral, familiar y social.
El confinamiento nos ha hecho sentir la soledad que, con la incertidumbre respecto al futuro, el temor a la enfermedad y a la pérdida de un ser querido, nos ha angustiado, a la vez que, nos ha hecho recapacitar y acercarnos a los demás. Estos sentimientos los hemos experimentado todos en la intensidad que nuestra personalidad y circunstancias personales han soportado.
Las trágicas circunstancias que han rodeado en el fallecimiento de los mayores, requieren un análisis que nos haga reflexionar a fin de tomar las decisiones que impidan la repetición de tales hechos en el futuro
Los ingresados en residencias han muerto solos, sin atención médica, sus familias no han podido acompañarles, y damos por hecho que sin consuelo espiritual.
Las entidades repiten que se les prohibió el ingreso en los hospitales, y no se les proporcionó medicación ni atención médica, insistiendo una u otra vez en que son centros asistenciales y no sanitarios. No olvidemos que, los mayores son vulnerables, el interés jurídico más débil y más necesitado de protección.
Si la administración no proporcionó los medios preventivos y tratamientos médicos idóneos o se negaron expresamente, esos hechos debieron haber sido puestos en conocimiento del ministerio fiscal, en ese mismo instante iniciando los procedimientos legales oportunos, no ahora cuando el número de muertos es un escándalo, quizá como excusa para evitar responsabilidades.
La titularidad de los centros residenciales es pública o privada, según correspondan a un organismo de la administración, o a un empresario particular. Siendo en ambos casos responsables por los daños y perjuicios causados en la persona, lesiones o muerte; o en el patrimonio del residente, como consecuencia de actos negligentes o sin la debida diligencia, en virtud de la relación contractual por la que se rige el cuidado y atención de la persona mayor formalizado entre ambas partes en el momento del ingreso.
En el caso de las privadas la vía pertinente de reclamación es el artículo 1089 del Código Civil, en el que se especifica que las obligaciones nacen de la ley, los contratos, los cuasicontratos, y los actos y omisiones ilícitos o en los que medie cualquier género de culpa o negligencia, de los que a tenor del 1092 puede derivarse responsabilidad penal, compatible con la civil. De hecho el trámite procesal suele comenzar con la interposición de una querella de la que, en su momento se derivará la oportuna indemnización por daños y perjuicios.
La responsabilidad patrimonial del Estado, respecto a las residencias de su titularidad, se regula en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público.
En muchos casos el fallecimiento se produjo en soledad y aislamiento total, no constando como causa en el certificado de defunción el coronavirus, sin haberse practicado la pertinente necropsia, y a mayor abundamiento habiéndose incinerado el cuerpo, puede ser que en la mayoría de los casos no sea posible justificar la negligencia.
El Derecho español siempre enalteció la Dignidad de la persona, desde Las Partidas: “la persona del home es la más noble cosa del mundo”, pasando por “el deber general de respeto a la persona” del Profesor De Castro, hasta el artículo 10 de la Constitución que reafirma su carácter fundamental y fundante del ordenamiento jurídico. Ese significado institucional de la persona se quiebra cuando a alguien por razón de su edad se le niega el ingreso hospitalario y el tratamiento médico que necesita, con el resultado de muerte en soledad, en el más absoluto abandono y desamparo.
Esta tragedia nos obliga a reflexionar y a replantearnos los principios de nuestra sociedad postmoderna. Dicen “que nadie quede atrás” en esta crisis, atrás con su silencio quedan los muertos, de los vivos depende que no sea así, nuestra Dignidad está en juego.
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