Es brutalmente reveladora la casi absoluta unanimidad con la que se ha acogido y valorado el fallecimiento del prestigioso dirigente comunista Julia Anguita.
Muy española, sin duda, esta costumbre nuestra de ensalzar a los muertos y machacarlos –o ignorarlos- en vida. Pero, también en esto, Anguita fue una excepción.
Los calificativos más comunes que pueden rastrearse, entre tantas como sentidas condolencias, en medios de comunicación y redes sociales, ante la desaparición de D. Julio, destacan los de “honesto”, “honrado”, “coherente”. Pero, ¿no es inquietante que unas virtudes humanas que debieran ser generales y prototípicas sean recordadas y reconocidas por excepcionales? ¿Tan mala imagen tenemos de nuestros políticos? Pero, ¿no serían –los políticos- una expresión sectorial del tono moral de los demás españoles?
A mayor abundamiento, a D. Julio, se le ha caracterizado, este fin de semana, con otros formidables epítetos: “didáctico”, “austero”, “humano”.
Insistimos: todas ellas, virtudes y cualidades humanas que no debieran destacar en el servicio público, en aras del bien común, por su excepcionalidad, sino por su ejercicio cívico, consciente y compartido.
Por lo que respecta a determinados episodios del periplo vital de D. Julio, a todos nos tocó el dolor que sufrió con la muerte de su hijo en Irak: ¿¡que padre no se identifica en un momento así con otro doliente!?
Esas virtudes humanas de Julio Anguita, creo recordar, formaban parte –y hablo bien, en pasado- del ejemplarizante acervo ético de la moral socialista revolucionaria; más tratándose de un verdadero e intransigente comunista. Y Julio Anguita, lo era; a sabiendas y siendo plenamente consciente de los excesos perpetrados por sus correligionarios por todo el mundo durante más de un siglo.
Para todo comunista, moral y ética son cosas muy distintas a cómo son percibidas por los hombres “comunes”; pues todo valor y criterio de acción –individual y colectivo- se juzga en función del objetivo final de la revolución. Por ello, a quienes nos gusta la Historia y hemos leído algo del movimiento obrero revolucionario internacional, siempre hemos echado de menos a aquellos viejos bolcheviques y luchadores socialistas y anarquistas, austeros, autodidactas muchas veces, parcos en palabras, que se esforzaban en mejorar sus capacidades intelectuales, manuales y orgánicas al servicio de su causa. En definitiva, eran modelos de superación humana a los que seguir por su ejemplaridad; aunque al servicio de una ideología perversa. Todo hay que decirlo y no puede olvidarse.
En estos tiempos líquidos -conforme la afortunada expresión de Zygmunt Bauman- pero también unas décadas atrás, desde que se implantó el actual Régimen del 78, el nivel de los políticos ha caído en barrena; hasta el punto de que, recuérdese, popularmente se requería, a cualquier aspirante a político de cualquier color: “si te metes en política, haz como los demás y aprovéchate”. Y ello, también en el campo socialista-comunista; que se justificaban con aquel tópico de “¿Te crees que por ser de izquierdas no puedo vivir bien?”. Una distorsión oportunista que dio lugar al odioso espécimen del pijo-progre, del progre a secas, que tanto denostara D. Julio, o ya en otras latitudes, de la universal gauche-caviar.
En este contexto, el entrañable Julio Anguita era como un viejo dinosaurio: era imposible no tomarle cariño. Unos, a causa de su tono didáctico, que recordaba, seguramente, a algún carismático maestro de la lejana niñez. Otros, por remitirse a viejas cualidades que adornaron a padres y abuelos propios, quienes lucharon y forjaron una España mejor para sus descendientes. A unos pocos, pues al haber sido Julio, supuestamente, falangista en su primera juventud, entendían -o querían verlo así- que tal circunstancia en algo bueno se debiera notar…
Muchas veces hemos escuchado decir: “no hay que condenar a las personas sino a sus ideas”. Y, modestamente, entiendo que este es un caso de tan sabia perspectiva.
La ideología a la que se adhirió Julio Anguita, muy pronto, es acaso la más criminal y genocida de la Historia. Y Anguita lo sabía: ¿cómo ignorar los crímenes del estalinismo, del maoísmo, de la reforma agraria en Etiopía, de las masacres en Indochina o en las antiguas colonias portuguesas…? Pero no cambió. Siguió siendo un bolchevique a la antigua usanza. Nunca renunció a unas premisas que irremediablemente llevan al genocidio.
Pudo rectificar en modo “reformista”, como sus antiguos correligionarios italianos, quienes del comunismo pro-soviético derivaron al obamaniano Partido Democrático. O como muchos de sus camaradas españoles, que recalaron en el PSOE, en la derecha liberal… o en casa. Pero él persistió, aunque su salud no se lo permitiera, persiguiendo la polar roja. Y en su deambular por los márgenes de las izquierdas parlamentarias montó algunas plataformas cívicas, conoció a Pablo Iglesias al que terminó apoyando: no es de extrañar que Iglesias lo recordara como una de las personas que más le inspiraron. ¿En austeridad?, ¿en honradez?, ¿en coherencia? No parece… ¿Entonces, en qué?: en perseverancia comunista y revolucionaria. Nuevos tiempos, nuevos métodos, nuevas tácticas… mismos fines.
Y para conseguir esos fines a Julio Anguita, como a todos los comunistas de todos los tiempos y espacios, en sus inicios, apogeo y hoy mismo, España les sobra desde su federalismo. La familia les sobra, acogiendo la ideología de género. La sociedad civil les sobra, impulsando su sustitución por entidades paraestatales. En conclusión: todo lo que no forme parte de las fuerzas revolucionarias les sobra. Con mejores o más gruesas palabras. Con o sin acritud. Con o sin educación. Con buenas formas o sin ellas. Con o sin corrupción. No importa el estilo, y el de Anguita, gustaba más.
Además, Julio estaba al tanto de lo que se cocía por el mundo del pos-comunismo, de ahí su apertura a al redescubrimiento soberanista de ciertas izquierdas, su interés por las llamadas cuestiones “transversales”, etc., lo que le permitió ganar recientes simpatías en espacios políticos incluso antagónicos. Todo un fenómeno, D. Julio; sin duda. Y admirable en muchos sentidos.
Ante el drama y el enigma irresoluble de la muerte debemos guardar siempre respeto. Pero esta perspectiva no puede hacernos olvidar que las ideas no son neutrales y que tienen consecuencias. Y en la sociedad política, desde el dilema operativo más potente y real -el de amigo/enemigo de Carl Schmitt- no se puede caer en el buenismo/angelismo: Julio Anguita, bien dotado de potentes y arraigadas cualidades humanas que seguramente cultivó con esfuerzo, no eran un ángel; aunque quisiera implantar en la tierra el Reino de los Cielos en su versión comunista.
¡Qué cosas y qué paradojas! Y es que vamos a echar de menos, yo el primero, al viejo Califa rojo.
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