Por Luis Javier Pérez Langa
Decir que la izquierda se reconoce en esa doctrina que no considera otro poder ni otra justicia más que aquellos que el hombre se da a sí mismo; decir que niega a Dios precisamente para colocarse en su lugar, pues pretende del hombre que sea su propio señor, dueño de su destino; decir también que su afecto natural se inclina, metódico, hacia el totalitarismo, la dominación de los pueblos, lo cual implica de jure el someter, tutelar, o depurar a todos esos otros pobres hombres extraviados que tan solo por no compartir sus criterios, los criterios de la izquierda, carecen ya del derecho a ser dueños de su destino, a creer en Dios, incluso a existir, en el peor de los casos; decir cualquiera de todas estas aserciones, a estas alturas, no supone ningún hallazgo extraordinario. O sí.
Decir que el liberalismo, secularizado o no —solo desde la izquierda se le llama a esto derecha, derechona o ultraderecha, según convenga—, se atrinchera con interesada procacidad y contumacia recalcitrante en ese atroz dislate que tanto daño ha causado, y que con tanta astucia y facilidad ha sido superado una y otra vez, siempre por la izquierda, ese dislate, digo, de considerar, sin ambages, que la libertad consiste en poder escoger entre el bien y el mal, pues en esta elección y solo en ella radica la esencia misma de la libertad; decir esta simpleza, por mucho que avergüenze transcribirla, a estas alturas, tampoco supone alumbrar una revelación sobrehumana. O sí.
Los que sabemos que la libertad es un don de Dios, no podemos tragarnos semejante falacia como rueda de molino, no pueden convencernos con viles sofismas y hueras imposturas de tres al cuarto. Porque, como tal don de Dios, es puro, y, además, no puede ser de otro modo. La libertad, en verdad, es ese don que nos anima hacia el bien para el que fuimos creados, hacia el sumo bien hacia el que se encamina nuestra vida y para el que nuestra alma fue hecha. Así, pues, el mal, ¿qué ha de ser? Eso lo sabemos hasta por propia experiencia; el mal no es más que el alejamiento de ese bien, la desviación mediante la que nuestro ser imperfecto nos extravía, la caída a la que sucumbimos, y que nos convierte en siervos a causa de nuestra debilidad. El mal es la ausencia de bien, es el no bien. Cierto que cada vez somos menos los que defendemos semejante tesis, pero eso solo refleja una cosa: el ser humano renuncia a tomarse la vida en serio, prefiere optar por lo que le es grato, sus derechos, antes que por lo que le obliga, sus deberes; aunque en esta elección se pierda a sí mismo y corrompa la sociedad en la que vive.
Dicho esto, que, por otra parte, abochorna recordar, resulta sencillo concluir que por medio de la izquierda como del liberalismo, se nos tratará de persuadir de que progresamos o prosperamos —es un decir—, pero, en cualquier caso, nunca iremos demasiado lejos. Si, como mantiene Fernández de la Mora, «más del 80 por 100 de la actividad de un Estado actual es económica y su carácter no es solo contable u ordenador, sino promotor y aun ejecutor», las políticas liberales, más pragmáticas —bien lo sabemos en España, aunque no todos se quieran enterar— cuentan con esta única ventaja, ventaja que perderían si la izquierda no se empecinara en imponer una economía socialista-marxista que solo ha sido capaz de arruinar al país —esto es, a las personas que lo formamos—, cada vez que ha tenido oportunidad de gobernar. Mientras, suspira por una sociedad no sin clases, sino con solo dos clases muy dispares: la masa sumisa, sin opinión, el pueblo, adoctrinado desde la escuela en el pensamiento único, intervenido y manipulado, al que es preciso embaucar con estereotipos de cierta autonomía, para conseguir explotarlo, de manera que pueda mantener a la otra clase; la clase de los dirigentes, la oligarquía de los nuevos ricos, desahogados capitalistas y hacendados rentistas de izquierdas, que precisan del pueblo para su bien, el bien del aparato, se entiende. Debe de ser por esto lo del empecinamiento.
En cualquier caso, desde el momento en que unos y otros, cada cual desde su perspectiva, por pura preterición, dan la espalda a Dios, y convienen en que el hombre es el único y verdadero señor de sus destinos, incurren, muy a sabiendas, en lo que Augusto Nicolás resume con esta frase: «La soberanía del pueblo es un ateísmo nacional». Socialismo y liberalismo, ambos a dos, no creen que Dios mismo, autor de la naturaleza social de la humanidad, haya puesto el poder en provisión del hombre, en manos del pueblo, para que este lo entregue al gobierno que se dé. De aquí las palabras de san Pablo: «Todo poder proviene de Dios». Se ha adulterado esta verdad. Se ha usurpado la obra de Dios. Quiere construirse la casa comenzando por el tejado (los partidos políticos), en vez de por los cimientos (los hombres). Se ha hecho creer al pueblo que es libre, que pone y quita gobiernos depositando una papeleta en una urna cada cuatro años, cuando, en realidad, no es más que un instrumento, o peor, una víctima. «La soberanía del pueblo es la soberanía de quien quiere y sabe apoderarse de él. No se le atribuye con tal fuerza el poder sino para quitárselo más fácilmente», sostiene Nicolás. Nuestro Aparisi y Guijarro, lo dirá de otro modo, cito de memoria: «El pueblo es una bestia aparejada sobre la que monta el más débil o el más fuerte».
Ni que decir tiene que este razonamiento, hoy en día, se considera anatema. ¡Cómo no! Vivimos en un mundo que no solo deserta de cualquier sentido de trascendencia, sino que exhibe su apostasía con un orgullo maliciosamente tardo; la consigna tácita es promover el relativismo, no ya religioso —pues la fe religiosa se desliza desde el declive hacia las catacumbas, de donde prorrumpirá de nuevo— sino más bien moral, lo mismo en la conciencia como en la convivencia. Todo cabe, todo es válido, todo merece idéntico respeto; lo que hoy se percibe como escándalo imposible de concebir, mañana será progresista reivindicarlo, la pederastia, pongo por caso. Los mass media, ahora tan subvencionaditos, con la ayuda inestimable de Internet, ¡qué bien aprendida está la dependencia de la red!, se encargan de conseguirlo sin apenas esfuerzo, a expensas, eso sí, de un pueblo en permanente estado de modorra, que se cree más libre e informado cuanto más uncido vive a su móvil. Para encubrir esta opresión indecente se orquestan campañas del estilo: «Levanta la cabeza». Se lo leí una vez a Enrique Rojas, «esta sociedad fomenta lo que luego condena».
El triste desgobierno que con motivo de la pandemia por coronavirus padecemos en España ha exacerbado la triste realidad en la que vivimos tiempo ha en nuestra celebradísima democracia impía. Estamos en manos de no sabemos quién. Bueno, quizá hoy, lo sabemos mejor que en otras ocasiones. Porque quienes, para nuestra desgracia, han quedado al frente de la toma de decisiones, en esta crisis (iba a decir sanitaria, pero resulta notorio que es algo más que eso) se han retratado ante los españoles y ante el mundo entero. El ejecutivo del nuevo PSOE-podemita ha preferido pasar por más incapaz de lo que es, por mucho que lo sea, para soterrar entre tanto una política —cada día menos taimada— que alberga como aspiraciones señeras: romper España, establecer un nuevo orden social que acabe con la libertad que tanto temen, limitar el poder judicial, conculcar el derecho, imponer una nueva moral que ataca con los cinco sentidos a la familia y a la sociedad en la que esta se desenvuelve y ha de desarrollarse hasta el bienestar, y, por último, propugnar un ateísmo de base que persiga toda religión, particularmente la católica. Que nadie se engañe. No se trata de la aplicación de un programa político. Nada de todo esto se ofrece, con respeto, en aras del bien común, como propuesta que vaya a mejorar una convivencia en la que quepamos todos. Simplemente, desde una postura de privilegio, y ayunos de convicciones democráticas (tara connatural de la izquierda), se pretende socavar todo lo que no se comparte, tanto como imponer por la fuerza del poder un sistema único de pensamiento que arrase con lo que desagrada a estos represores tan propensos a dictarnos lo que quieren que hagamos. Es la arbitrariedad por decreto, el trágala absolutista, la servidumbre del mal.
Si fueron ciertas las palabras del profeta Isaías en aquel tiempo, si Augusto Nicolás las trae a colación a tenor de las consecuencias que trajo consigo la Revolución francesa, cabe también hoy que las recuperemos, porque entonces como ahora, y como tantas y tantas otras veces a lo largo de la historia de este mundo, que no es el nuestro, vuelven a reivindicarse por sí solas, son igualmente verdaderas, y acuden a nuestros labios como un dulce clamor que nos salva: «Señor, nuestro Dios, nos dominaron señores distintos de ti; pero nosotros solo a ti, solo tu nombre invocamos» (Is 26,13).
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