Por IÑIGO BOU– CRESPINS
Aunque el titular te suene contradictorio y te hayan vendido lo contrario, el catolicismo es el genuino ariete de resistencia contra el moralismo, realidad que os voy demostrar en los reglones ulteriores.
Mientras el catolicismo predica cultivar todas las virtudes, la posmodernidad progresista nos inculca centrarnos en una, dos o tres y vivirlas con infartada intensidad.
El catolicismo predica cultivar todas las virtudes, pero de manera equilibrada.
El hecho de que el catolicismo predique el cultivo de todas las virtudes conlleva, indefectiblemente, a dedicar a cada virtud una porción de nuestro tiempo, lo que nos empuja a vivir cada una de ellas con equilibrio.
El catolicismo nos conciencia sobre el cuidado de la salud, pero sin convertirla en una religión; nos enseña que el trabajo dignifica al hombre, pero, al mismo tiempo, nos alerta de los peligros de idolatrar la ambición y de ofrecer un becerro de oro al dinero; nos obliga a respetar a la mujer, pero sin desatar la guerra de sexos; nos insta a ser caritativos, pero previniéndonos de abrir la veda a la lucha de clases; nos mueve a votar en conciencia el día de las elecciones, pero nos advierte de la tentación de endiosar la política; ve razonable cierto grado de libertad de mercado, pero condena el capitalismo como “ismo” o doctrina; etcétera.
El puritanismo posmoderno inculca cultivar pocas virtudes, pero de forma exagerada.
En contraposición, la posmodernidad progresista nos incita a vivir con infartada intensidad una, dos o tres virtudes, lo que nos arrastra a vivirlas con exorbitante exageración, luego, con moralismo o puritanismo.
El puritanismo posmoderno nos insta a dejar de disfrutar de la vida, para cuidar la salud con maniática diligencia, amén de abroncar a quienes no se adapten a nuestro estricto código de conducta; nos lleva a controlar el lenguaje con inquebrantable rigor, nos infunde un temor desorbitado a salirnos de la raya a la hora de expresarnos, instalando en nuestra conciencia la escrupulosidad, que es una enfermedad del alma consistente en ver pecados mortales en todo; nos tienta a caer en la adicción al trabajo, a forjar un espíritu competitivo inclemente con las flaquezas del prójimo, a tejer una ambición desaforada que dibuja sueños inalcanzables que nos acaban anegando en la frustración de no haberlos logrado, y limita nuestra capacidad de perdonar el pecado capital de la pereza; nos arrastra a obsesionarnos con la política, endiosar al estado y politizar las esferas de la vida pública y privada; etcétera.
El puritanismo posmoderno nos empuja a vivir sobreocupados con unas cosas y totalmente despreocupados por otras
Además de que la modernidad progresista nos impulsa a vivir con mayor puritanismo, cabe añadir que nos hace concentrar toda nuestra atención en alimentar una, dos o tres virtudes, lo que deriva en el olvido de las demás; construye una sociedad que vive sobreocupada en ascender en el trabajo, en esculpir el cuerpo en el gimnasio, en comer ultrasano y en perder kilos a mansalva, exceso de ocupación que nos quita tiempo para socorrer al prójimo, honrar debidamente a nuestros familiares, ensanchar nuestro acervo cultural, reforzar nuestros talentos artísticos, filosofar sobre las grandes cuestiones, reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia y afinar el oído del alma para escuchar la voz de Dios.
El archiconocido visionario Aldous Huxley, en su obra Un mundo feliz, publicada en 1932, ya vaticinó que, en generaciones posteriores, se induciría a vivir sobreocupados, con el objetivo de distraernos de buscar a Dios y de plantearnos el verdadero sentido de nuestra vida.
Huxley explica, en Un mundo feliz, que, en las generaciones posteriores, serían ocupados con distractores nuestros espacios de soledad, con la máxima de que no tengamos momentos de silencio real para escuchar a Dios. El célebre augur lo explica a través de un personaje llamado Mustafá Mond, tras ser preguntado sobre la tendencia natural de creer en Dios. Con estas palabras, lo pone de manifiesto: “La gente, ahora, nunca está sola. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que resulte imposible estar solos alguna vez”.
Además de que a las generaciones venideras se nos negaría la soledad para pensar, Huxley avizoró que, también, se nos alejaría de Dios obsesionándonos con “la juventud y la prosperidad”, y con “el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal”.
Estos pronósticos se cumplen, en el presente, a rajatabla. Vivimos con la tentación de la distracción perpetua de buscar a Dios. Cuando no estamos deslomándonos a trabajar o delineando nuestra apolínea figura en el gimnasio, nos hallamos enchufados a un teléfono móvil o con los ojos incrustados sobre la pantalla de una televisión, atiborrándonos a series superficiales. Carecemos de momentos de soledad para replantearnos el verdadero sentido de nuestra vida.
Otra cosa alucinante que Aldous Huxley, también, fue capaz de presagiar.
Ahora bien, pese a que se nos niegue la soledad, ¿No llegan, aún así, momentos de tribulación o “embajonamiento” ante el vacío de nuestra vida? A esta pregunta, también, responde Huxley en Un mundo feliz. En este sentido, el citado personaje de la novela, Mustafá Mond, advierte de que se tiende a “librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo”. A esto, agrega pocos párrafos después: “Regularmente una vez al mes, inundamos el organismo con adrenalina”.
Aquí, vuelve Huxley a dar en el clavo con irrefutable tino. En la actualidad, cuando se avienen momentos de desazón y crisis existencial, nos atiborran a técnicas new age de relajación y vacío de la mente, para evadirnos de la sana preocupación de plantearnos la búsqueda de Dios y el sentido de nuestra vida.
No cabe duda de que vivimos en la época de las virtudes distorsionadas, las cuales nos instigan a permanecer siempre ocupados, con complejo de que estamos haciendo lo correcto, porque lo importante es “hacer muchas cosas”, por encima del “por qué las hacemos”.
Por algo, Aristóteles llegó a la conclusión de que la virtud, en exceso, puede acabar derivando en vicio. Y por ello, William Shakespeare nos advirtió, en Romeo y Julieta, de que “la propia virtud se vuelve en vicio al ser mal aplicada”.
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