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Análisis

Del hundimiento y del desorden. Un ideal configuró una civilización

Pero Dios sigue adelante con su proyecto y desbarata los planes de las naciones. Algo tendremos que decir los hijos de la civilización cristiana.

Por Santiago Arellano Hernández

La caída del Imperio Romano fue percibida incluso por los contemporáneos como un cataclismo sin precedentes. Algo más que el coronavirus.  Se vivía en la creencia de que la sólida organización, política y administrativa, el bienestar social de los ciudadanos romanos y el alto nivel cultural lo hacían indestructible. ¿Quién se iba a atrever a desestabilizar un modo de vida tan envidiable? Y sin embargo los pueblos del Norte iban avanzando inconteniblemente más acá de las fronteras. Esos rudos y agrestes salvajes cuyas lenguas extrañas al latín sonaban al ciudadano romano como un sonsonete incansablemente repetido –“bar bar bar”, onomatopeya que propició la creación del término bárbaro,  invadieron las distintas provincias del Imperio, fragmentaron su unidad y  se hicieron dueños del poder. Señalamos el año 476 por ser la fecha en que  Roma, la “urbs” por antonomasia de Imperio, entregaba al bárbaro Odoacro el poder arrebatado al último emperador, el frágil Rómulo Augústulo.  El nombre no deja de tener su sarcasmo.

Desde  aquellos mismos días se alzaron voces que atribuían tal ruina  al establecimiento  en el Imperio de la religión cristiana como la oficial. La evocación nostálgica de las antiguas religiones por algunos sectores paganos, contrastaba con el hecho del escepticismo generalizado  y la inmoralidad  en grandes sectores de la población. La denominada decadencia de costumbres.

Contundente fue la respuesta de San Agustín, testigo  excepcional. En los diez primeros capítulos de la Ciudad de Dios desmonta tales asertos. No se debió la grandeza de Roma al patrocinio de sus dioses, sino a las virtudes de los antiguos romanos, ahora arruinadas. Resulta llamativo que San Agustín  defienda la religión cristiana y no tanto a muchos de los llamados cristianos,  afectados también de paganismo, e inmersos en las mil desviaciones doctrinales condenadas por los Concilios del momento. Otro tanto hizo nuestro gran Osio, obispo cordobés.

Precisamnte  fue San Agustín quien en su tratado didáctico De doctrina cristiana puso los fundamentos sobre los que se levantó la educación cristiana posterior, uno de cuyos pilares era el estudio y asimilación de la cultura literaria grecorromana. La Divina comedia de Dante es la obra cumbre de esta visión armónica donde sobre el soporte cristiano, la cultura clásica manifiesta su espléndida presencia. Virgilio guía y conduce las inquietudes de El Dante.

Tenemos que esperar al siglo XIX para que rebroten nuevamente con vehemencia las tesis sobre la contribución del cristianismo a la desaparición de sociedad pagana altamente idealizada. En la Revolución francesa, pero sobre todo durante el triunfo del Imperio napoleónico se utilizaron símbolos romanos y griegos, coronas de laurel, haces de varas, á águilas y estandartes de las legiones  como insignias  de los ejércitos, muebles, trajes, arcos de triunfo, mausoleos, panteones, juramentos e inscripciones, etc. No era un afán neoclásico como en el siglo XVIII, sino una voluntad política de restaurar aquel mundo perdido. Baste recordar en pintura a David, la visión idealizada de Esparta, los modelos en la oratoria política o la admiración por Plutarco.

 Desde ese momento irán apareciendo una serie de escritores, poetas o novelistas, añorantes de una libertad moral, sobre todo sexual, que la Iglesia cristiana había combatido. Representativo será un Carducci con su conocido himno a Satanás o Junto a las fuentes de Clitumno. Menos conocidos hoy, pero muy influyentes en su tiempo entre los sectores revolucionarios Ménard, Louis o Swimburne que en algunos de sus poemas contrapone al Galileo (Jesucristo) que predica el ayuno y la virginidad  con la libertad sexual del paganismo grecorromano. En sus poemas,  los amantes, en medio de bosques  primigenios,  viven hermosos ensueños. Entre ellos destaca el fundador del movimiento poético de  El Parnaso, Leconte de Lisle y su Historia popular del cristianismo. En esta nómina no pueden faltar los nombres de Renán, Anatole France y sobre todos Nietsche que en su crítica al cristianismo contrapondrá la debilidad y servilismo del hombre de las bienaventuranzas al poder y libertad del superhombre.

Puede leer:  Las migraciones sobre Europa

Fueron, primero, los eruditos de la cultura clásica de más renombre entonces, quienes se encargaron de demostrar la carencia de fundamento de sus apologías, más propias del mundo oriental que de Grecia o Roma y en todo  caso posibles en Alejandría, pero no en los momentos de esplendor ni siquiera del Helenismo.

La respuesta católica  vino a la par. Apareciendo narraciones con historias idealizadas pero más atenidas a la arqueología y a la verdad histórica como: Los últimos días de Pompeya (1834), Fabiola (1854), Ben Hur (1880) o la más valiosa Quo vadis? (1896) y un largo etc. de menor entidad literaria. Quizás una de las más curiosas sea Mario el epicúreo (1885) de Walter Pater. En ella Mario representa al joven romano,  en la época de los antoninos, que tras una serie de adversidades pasa del culto de los dioses domésticos al escepticismo y de éste al epicureísmo. El hallazgo de Marco Aurelio le lleva al estoicismo y  al predominio de lo espiritual sobre lo material. En  esos momentos conoce al cristianismo y en una de las persecuciones es apresado y aunque no profesa oficialmente la fe, muere  como si fuera un cristiano. Lo interesante de esta novela es que expresa la transición de Grecia y Roma al cristianismo no como una guerra en que unos quedaron vencedores y otros vencidos sino como un largo proceso de  interpenetración  en el que la pervivencia de ideales estéticos, filosóficos, jurídicos y organizativos del mundo grecorromano  configuran y construyen la cultura occidental sobre la nueva antropología moral del mensaje bíblico- cristiano.

¿Por qué, pues, los proyectos constituyentes de  Europa no quisieron ni quieren reconocer  estas raíces todavía florecientes a pesar de sus 2000 años de pervivencia? La evidencia de los hechos y de la historia se estrella contra una voluntad de poder, expresión a su vez de una opción de libertad que también tiene sus  raíces y sus antecedentes y cuyo objetivo más sugerente quizás sea “erradicar en la nueva Europa y en el mundo al Galileo y sus secuelas”.

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