En Eumeswil, donde se suceden demagogos y soldados afortunados, han desaparecido todas las diferencias sociales. Apenas se concede valor a las condecoraciones, pero nadie rechaza cien cóndores [divisa del lugar] de oro puro. Si se quiere, pues, establecer una jerarquía, tiene que basarse en la relación entre el oro y el servicio prestado.
Había momentos en los que saltaban las puertas de la historia, se abrían las tumbas. Los muertos salían afuera, con sus dolores y sus placeres, cuya suma da siempre el mismo resultado. Se les conjuraba a salir a la luz del sol, un sol que los iluminaba igual que nosotros. Un rayo tocaba su frente: yo sentía el calor, como si el trilobites se agitara en mi mano. Podíamos participar de su esperanza: la siempre desengañada esperanza, heredada de generación en generación. Se sentaban en medio de nosotros; a manudo no podía distinguirse al amigo del enemigo. Podíamos intervenir en sus asuntos. Éramos sus abogados. Todos tenían razón.
Analizo mi misión desde un triple punto de vista: primero, como camarero de noche de Cóndor [dictador de Eumeswil], luego como historiador y finalmente como anarca.
Ernst Jünger, Eumeswil (1977)
Introducción: Eumeswil (1977) como la última distopía
No estamos convencidos de que muchos de nuestros lectores conozcan a Ernst Jünger (1895-1998). Lo cierto es que, pese a su longeva (que estuvo a punto de hacerle vivir en tres siglos diferentes) y fascinante vida (llegando a combatir en las dos guerras mundiales y viviendo con intensidad las transformaciones políticas, económicas y sociales acontecidas entre ambos conflictos), el desconocimiento acerca de su persona y obra es palpable y notorio en muchos “círculos intelectuales” (si es que se los puede llamar así). Está claro que los “eumenistas” (como él denominaría a los nuevos sofistas) no toleran ni el disenso, ni la heterogeneidad, ni la incorrección política, mandando al ostracismo a quienes osan (o han osado, a través de los tiempos) contradecir y poner en entredicho la presente versión oficial (“consenso”) sobre los “últimos términos” (el devenir de la especie humana, las contradicciones del progreso, la noción del pasado etc.) o, simplemente, proponer una alternativa.
Sin embargo, en el presente escrito no se busca profundizar ni dar demasiados detalles acerca de la vida del Orlando Furioso (más allá de lo que fuere oportuno e ilustrativo, por supuesto), sino adentrarnos en el contenido de una de sus obras más célebres: Eumeswil (1977), la cual podría ser considerada, más allá de la cúspide de su madurez literaria, como la última de las grandes distopías literarias de la pasada centuria. Así, se cerraría el círculo que abrió H. G. Wells en 1898 con la Guerra de los Mundos y que, con enorme maestría, agrandaron autores como monseñor Robert Hugh Benson (El Señor del Mundo, 1907), Aldous Huxley (Un Mundo Feliz, 1932), George Orwell (1984, 1949) o Ray Bradbury (Fahrenheit 451, 1953). Todas ellas, son o, mejor dicho, nunca dejan de ser actuales y, por ello, se releen una y otra vez a pesar del decurso del tiempo; en sus páginas es notorio el descontento hacia el mundo del presente y sus supuestas “bondades”, proyectándose la acción hacia un futuro terrible (y muy posible) en el que los individuos o, mejor dicho las personas, deben luchar e, incluso, rebelarse contra las peores tiranías (ya sean impuestas por marcianos, terrícolas o el propio Satanás), las cuales les han privado de sus naturales libertades (alejándoles de Dios, por supuesto) y, cuando no intentan exterminarles, al menos pretenden reducirlos al mínimo común múltiplo de la masa amorfa y deforme. Ante estos desalentadores escenarios, siempre surge la figura heroica del “antisistema” (si es que podemos calificarlo como tal) que, de alguna manera o de otra, intenta dar la vuelta (por lo general, con poco éxito) una partida que, de antemano, tiene ya perdida.
Aun así y, habiendo visto en Eumeswil el último gran exponente de la distopía literaria contemporánea, creemos que presenta tres rasgos diferenciadores al respecto de sus antecesoras. En primer lugar, Jünger no se refiere tanto a un futuro hipotético sino a las consecuencias de la degradación más que evidente de las sociedades occidentales de su tiempo que, a finales de los años 70 (los de la crisis económica tras la Edad de Oro del Capitalismo) estaban comenzando a dejarse arrastrar por el mar de fondo de la Posmodernidad; así, la Eumeswil descrita en las páginas de la obra (apodada así por el diadoco Eumenes de Cardia) se nos muestra como una gigantesca ciudad-estado (fruto de la disgregación de un fallido gobierno mundial) en el que habita un crisol de culturas y razas entremezcladas, descontextualizadas y rebajadas (lo que hoy muchos ufanamente llaman multicultura), donde el poder ha dado rienda suelta a las pasiones más bajas y a todo tipo de perversiones sexuales (P. E. la prostitución), en la que la prensa (totalmente vendida a la élite dominante) se encarga de dirigir la opinión y convertir a los “ciudadanos” en jueces y parte (cuando no en jurados) de los más escabrosos delitos y, por supuesto, donde el alto conocimiento (histórico, filosófico, filológico, científico, etc.) se reserva a una pequeña élite que accede a él a través del Luminar (un superordenador que guarda todo el conocimiento disponible en una base de datos). En segundo lugar, el protagonista Martín/Manuel Venator (un alter ego del propio Ernst Jünger o, más bien, reflejo de lo que fue su juventud) a diferencia de los de las antedichas obras, es el prototipo de antihéroe, no sólo con respecto a la sociedad en la que vive (ahí podría haber semejanza con todos los demás), sino con respecto a lo que habitualmente podríamos entender como un hombre comprometido y entregado para con sus semejantes; más bien al contrario, nuestro protagonista encarna (como veremos con posterioridad) la figura del anarca u hombre “sin ataduras”, con el único objetivo de sobrevivir y autoprotegerse, al mismo tiempo que intenta zambullirse en los problemas históricos a través de su interacción con un poder que lo considera uno de sus afines. En tercer lugar, vemos que la “tiranía” (en el sentido helénico del término) descrita, no es tan avasalladora y castradora como las que se suelen mostrar en las distopías, más bien al contrario, pues el general o caudillo en cuestión (Cóndor) se muestra como un hombre cercano y paternal con respecto a sus dominados, alejándose del modelo despótico, teocrático y hierocrático (muy propio del Oriente). Por último y, atendiendo al argumento anterior, podemos colegir que, si bien el contexto de Eumeswil es claramente distópico, su tratamiento de la problemática difiere al respecto de todo lo que podríamos englobar dentro de este particular subgénero; la respuesta está clara: Eumeswil es a la distopía lo que Don Quijote a la novela de caballerías. Con la obra que nos disponemos a recensionar, se culmina un ciclo literario y creativo, apreciándose una serie de rasgos deformadores y, quizá, satíricos, con respecto al punto de partida, donde el fatalismo reinaba. Aquí ocurre todo lo contrario, el protagonista entronca con el “poder opresor” y se sirve de él para poder crecer desde el punto de vista intelectual: el anarca, el hombre hecho a sí mismo y dueño de su propio destino, es capaz de sentarse con el monarca delante del tablero de ajedrez y, tras la partida, compartir una amable y conversación.
El anarca o el hombre que se deja fluir
Retomando lo que veníamos diciendo, únicamente un hombre “liberado” de ataduras mentales, ideológicas y, en mayor o menor medida, emocionales puede enfrentarse a las peores regímenes liberticidas dejándose fluir con y a costa de ellos. Las multitudes, informes e impulsivas (que no instintivas) le producen una natural suspicacia, máxime cuando se convierten en sujetos históricos a través de sus revoluciones (normalmente sangrientas y cruentas). En opinión de Herr Ernst, el anarca no necesita exteriorizar su rebeldía ni su descontento hacia la opresión a la que, por otra parte no teme. No, éste solo debe mimetizarse y pasar desapercibido mientras espera el retorno de lo eterno (el regreso de los dioses, la derrota de los titanes y el restablecimiento de los valores inmortales).
Supongo que, llegados a este punto, nuestros lectores (gente de orden y sin demasiadas ganas de aventuras “fantásticas”) pensarán que el Tahúr debe haber enloquecido: “¿cómo es posible que vos, un soldado de Dios y la Tradición estéis hablándonos de “hombres liberados”, “rebeldes sin causa” o alimañas de similar pelaje? ¿Acaso, Tahúr endemoniado, os habéis vuelto un defensor del vil anarquismo?” No, queridos amigos, ni muchísimo menos. Aquí, nos limitamos a exponeros las ideas que Jünger saca a relucir en uno de sus escritos en el que, además, realiza una crítica al anarquismo. Mas, ¿en qué sentido? Pues veréis, el mismo Martin Venator (el anarca) marca las distancias con el anarquismo, una filosofía o, mejor, ideología (por su componente perverso) que persigue la destrucción de todo lo que posea forma. Aparte, el anarquista no deja de ser, en la práctica, una especie sui generis de colectivista, buscando reformar una sociedad que se resiste a su malograda “ingeniería”. Ante tales “resistencias”, el partidario del anarquismo no duda en utilizar, tanto la propaganda (desestimada hasta por los propios censores, como en el paradigmático caso de Max Stirner) como los atentados que, en la mayoría de los casos le causan la muerte (a veces de forma estúpida).
Ahora bien, aunque quizá pueda parecer un tanto pretencioso por nuestra parte, debemos señalar que hay algo dentro de la definición de “anarca” de nuestro admirado Jünger que, sin lugar a duda, nos chirría e incomoda. Efectivamente, hemos dicho que aquel que se enmarque dentro de la susodicha categoría debe estar libre de “ataduras” y, claro, irremediablemente eso afecta también a la religión. Aunque nadie puede poner en cuestión la fe de Ernst Jünger, católico desde el nacimiento hasta la sepultura, lo cierto es que creía que el verdadero anarca no podía comulgar con dogmas, aunque sí conocerlos y tenerlos en cuenta. Por lo tanto, ninguno de nosotros, católicos fervientes y defensores de la Verdad, podríamos llegar a ser anarcas al considerar que sólo hay un Único Dios, que el Romano Pontífice (por muy inepto que nos parezca) es el sucesor de Pedro y el Vicario de Cristo en la tierra, que la Iglesia de Cristo está inserta en la Iglesia Católica gracias a la tradición apostólica y, por supuesto, que las verdades del Depósito de la Fe no deben ser jamás cuestionadas. Quizá el filósofo de Heidelberg, olvidó que en los Apóstoles de Cristo (nunca en el propio Señor, que pertenecía a otro orden), se vislumbran algunas de las cualidades que él imputa al anarca, en especial la huida y el rechazo de lo mundano. “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí de entre el mundo, por eso el mundo os odia” (Jn., 15:19).
El anarca como historiador
Llegados a este punto, quizá sea necesario que nos hagamos las siguientes preguntas: si el anarca es el hombre que fluye, que remonta el curso del Río y que, durante ese proceso, prescinde de las ya mencionadas “ataduras”, ¿cuál es la profesión u oficio que mejor se adapta a esa manera de afrontar la propia vida? ¿Desde qué atalaya puede contemplar el paisaje sin llamar demasiado la atención? A él, hombre (o mujer, cuidado) que disfruta de las experiencias y hechos consumados y fundantes, ¿qué es lo que más le conviene? Jünger lo tiene claro: el oficio de historiador.
La ventaja de esta profesión (en la que algunos hemos tenido el enorme privilegio de iniciarnos) es la visión tridimensional de quienes la practican y ejercen, algo que se ajusta perfectamente a las necesidades del anarca. Pero, bien es cierto que cualquier anarca prescindirá, como es el caso del escurridizo protagonista de Eumeswil, de los formalismos y limitaciones de los académicos que, encerrándose en el método practican una historia erudita, de anecdotario y colección. No, sus estudios serán eminentemente metahistóricos, ya que rebasarán los tópicos y darán vuelta a unos conceptos que, a través de los clichés y convencionalismos, han quedado desnaturalizados y enmascarados (ideologizados en la mayoría de los casos). Empero, ¿cuál es su forma de proceder? ¿Con qué herramientas se debe operar?
Para empezar, el historiador (que ha recibido ese talento de manera innata, como un don del Cielo) nunca debe desprenderse de la curiosidad que lo caracteriza y, echando mano de la mayéutica socrática, debe formularse una pregunta tras otra, a partir de los datos que va descubriendo y recopilando, además de las conexiones (entre épocas, personajes, lugares e ideas) que va estableciendo entre los diferentes puntos del mapa que ha desplegado sobre su mente. Seguidamente, su análisis deberá partir de su propia vivencia e interacción con el mundo que lo contiene y la gente que lo rodea para comprobar de primera mano cómo lo hicieron sus antepasados; zambulléndose y poniéndose en el pellejo de quienes le antecedieron, deberán andar sobre sus propios pasos y recrear las rutinas de los primeros. Por último, el enfoque deberá ser fisiognómico, puesto que, todos los personajes que el estudioso de la Historia se encuentra en su camino representan un o se identifican con una figura (un universal) que éste deberá identificar. De una manera detectivesca, el historiador ha de reconstruir un puzle, encajando las piezas de que dispone y, al mismo, tiempo averiguar porque se engarzan ahí y no en otro sitio (debe conocer su origen y forma para ensamblarlas en el lugar adecuado). No, no es sencillo (nadie dijo que lo fuera) y quizá no sea algo para lo que todos estén capacitados.
En conclusión, esta obra de Ernst Jünger, considerada como la última de las distopías literarias contemporáneas, expresa dos grandes ideas que podemos resumir de manera muy breve: que el anarca, entendido como el hombre (“desatado” y sin ningún otro compromiso aparte de consigo mismo) que se autodetermina y toma sus propias decisiones, es capaz de subsistir dentro de cualquier tipo de régimen político por muy liberticida que sea, ya que siempre estará abierto al cumplimiento voluntario de unos requisitos mínimos que no pongan en peligro su capacidad de acción y deliberación. También, deducimos que la profesión más idónea para su férrea y, a la par, críptica y mimética personalidad es la de historiador. A través de ella, tendrá unas inmensas posibilidades de compresión sobre la realidad que lo rodea, partiendo desde unos presupuestos, deducidos a partir de una serie de preguntas que deberán ir siendo respondidas y satisfechas a partir del “buceo” en la materia y la identificación de las figuras que fueren cruzándose en su camino.
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