En líneas generales, tomar territorio a otro país es considerado ilegal en el Derecho internacional. Buena parte de nuestro entendimiento de que se trata de algo tanto legalmente proscrito como moralmente incorrecto tiene por causa la historia reciente. La brutal absorción nazi de numerosos países europeos entre 1938 y 1945 siguen siendo un ejemplo sobresaliente de conducta inaceptable, con su objetivo de someter a otros pueblos sin siquiera una pretensión de legalidad. Más recientemente, la invasión de Crimea (2014) causó un conflicto innecesario entre Rusia y Ucrania que dañó la reputación internacional de la propia Federación Rusa.
El artículo 2 del Capítulo 1 de la Carta de Naciones Unidas declara:
Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas.
Esto se formuló en 1945, en muy comprensible respuesta a las agresiones de la Alemania nazi. Sigue siendo una norma válida relacionada con los peligros que representan las naciones poderosas cuando apuestan por la fuerza para hacerse con territorios vecinos. Aun así, dicho artículo fue contravenido en 1959 por China, cuando invadió el Tíbet; en 1974, por Turquía cuando invadió el norte de Chipre; y permanentemente por Irán –con la evidente complicidad de la mayoría de los miembros de la ONU–, con sus expansiones hacia Irak, Siria, el Yemen y el Líbano, por no hablar de sus amenazas de los últimos 40 años para obliterar a un Estado miembro de la ONU como Israel.
Sea como fuere, no sería una sorpresa que, con su cerril tendenciosidad antiisraelí, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU (CDH) condenara a Israel por sus planes de aplicar la soberanía israelí sobre unos territorios en disputa, en línea con el plan de paz norteamericano desvelado este mismo año. El rechazo del mismo por parte del CDH y otros actores internacionales ignora la realidad de que se trata de uno de los documentos en pro de la paz y del establecimiento de un Estado palestino viable en la Margen Occidental y Gaza más equilibrados.
Los planes para llevar la paz a israelíes y palestinos han sido múltiples, pero ninguno ha tenido éxito; y siempre por culpa de la intransigencia palestina. El peor ejemplo lo tenemos en la oferta del presidente Clinton al jefe de la OLP, Yaser Arafat, por el que se habría requerido a Israel que entregara el 90% del territorio en disputa para contribuir a la creación de un Estado palestino. Arafat parecía estar de acuerdo, pero finalmente se retiró y entre 2000 y 2005 libró una campaña de terrorismo contra el pueblo de Israel conocida como Segunda Intifada.
Los planes y tratados de paz sólo funcionan cuando las partes está sinceramente comprometidas con ellos, y puede que requieran que una o varias generaciones de jóvenes comprendan los beneficios de poner fin a la violencia. Por desgracia, esto sigue siendo una remota esperanza. Hoy en día a los niños palestinos se les enseña a odiar a los judíos y a glorificar la violencia contra ellos –y a sacar un suculento provecho de ella.
Sobran las razones para no sentirse esperanzado ante un nuevo plan de paz. Aun cuando se persuadiera a la Autoridad Palestina, en la Margen Occidental, de que actuara en su propio interés (y hay pocos indicios de que vaya a hacerlo), lo más probable es que no se atraiga a los intransigentes movimientos terroristas islámicos de Gaza –Hamás y la Yihad Islámica– para que vean que se trata de la única manera de mejorar las vidas de los palestinos residentes ahí.
Pero, bueno, hemos de dar un paso cada vez. Los avances se demoran por la oposición que está encontrando la decisión israelí. La UE, así como el secretario general de la ONU, multitud de países árabes, la Organización de Cooperación Islámica, algunos países europeos y numerosos países tradicionalmente hostiles a Israel han condenado, nada sorprendentemente, la iniciativa israelí.
Es posible que, una vez se adopte la decisión y se extienda la soberanía israelí a ciertas partes de Judea y Samaria y al Valle del Jordán, los palestinos respondan con violencia. El 58% de los israelíes creen que podría desencadenarse una tercera intifada. Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) están ya preparándose para dicha eventualidad.
Pero ¿es todo esto inevitable? La mayoría de las preocupaciones de orden legal están basadas en una endeble comprensión de cómo y por qué se fundó Israel al amparo de la propia legalidad internacional, por no hacer mención de que la intransigencia palestina lleva más de 70 años desarrollándose al margen de la ley. Además, lo que se propone hacer Israel tiene todas las trazas de ser legal.
El conflicto israelo-palestino es único por una pluralidad de razones, y citar legislación que atañe a países y contextos históricos muy distintos puede perfectamente reforzar la discriminación contra el Estado de Israel, discriminación que por cierto viene padeciendo desde su mera fundación.
Pero vayamos por partes.
¿Por qué la idea de un Estado judío cobró forma legal a principios del s. XX? La Primera Guerra Mundial concluyó con la derrota de Alemania, pero fue el derrumbe del Imperio Otomano lo que llevó a la Liga de Naciones a rescatar del caos y la anarquía a las antiguas colonias otomanas sentando las bases para la creación de Estados-nación en Oriente Medio: Irak, Siria, el Líbano y Palestina (considerada como la patria moderna de los judíos). Jamás ha habido nada parecido a un Estado árabe o islámico denominado Palestina. Este nombre procede de la palabra con la que los antiguos romanos se referían a las tierras de los filisteos y nada tiene que ver con los árabes ni con los musulmanes. El emperador Adriano trató de que pareciera que Judea era puramente romana y nada tenía que ver con los judíos. El empleo de la palabra en el Mandato Británico de 1922 se basó simplemente en la formación clásica de las élites británicas.
Pese a ello, hoy es común encontrar alusiones a Palestina como si fuera un Estado eminentemente árabo-musulmán que fue supuestamente afanado por los judíos, o prometido pero no entregado a quienes se describen a sí mismos como palestinos. Se trata de una tremenda equivocación, pero tiene gran influencia política y jurídica, especialmente entre los jóvenes que quieren creer en ello.
Ese enfoque tiene dos inspiraciones primordiales. La primera es el nacionalismo árabe palestino, cuyos adherentes hacen de Palestina una plataforma de lealtad para todos los palestinos que vivieron en lo que fue el Mandato y para los que lo hacen actualmente en Gaza y la Margen Occidental. A su juicio, el Estado palestino estaría garantizado sobre la base de los derechos otorgados a otros muchos pueblos, desde el irlandés a los de las demás naciones poscoloniales surgidas del colapso de los imperios. Pero ese argumento no valida la fantasía de que haya existido jamás un Estado de Palestina ni la de que los árabes palestinos son los habitantes nativos de Israel, Jordania y el potencial Estado palestino.
De hecho, el nacionalismo palestino como movimiento político se inicia sólo alrededor de 1920, y adquirió la forma de Organización para la Liberación de Palestina en 1964.
Como el líder de la OLP Zuheir Mohsen admitió públicamente en una entrevista con el periódico neerlandés Trouw en 1977,
el pueblo palestino no existe. La creación de un Estado palestino es sólo un medio para proseguir con nuestra lucha contra el Estado de Israel y en pro de la unidad árabe. En realidad, no hay diferencias entre los jordanos, los palestinos, los sirios y los libaneses. Sólo por razones políticas y tácticas hablamos de la existencia del pueblo palestino, dado que los intereses nacionales árabes demandan que presentemos la existencia de un ‘pueblo palestino’ diferenciado en oposición al sionismo.
Por razones tácticas, Jordania, que es un Estado soberano con fronteras definidas, no puede elevar reclamaciones sobre Haifa y Yafo, mientras que como palestino sin la menor duda puedo demandar Haifa, Yafo, Beersheba y Jerusalén. Ahora bien, igual que reclamamos nuestro derecho sobre toda Palestina, no esperaremos un minuto para unir Palestina con Jordania.
Al legitimar las demandas palestinas sobre la base de ese nacionalismo, las entidades internacionales ignoran la artificiosidad del mismo. A lo que hay que añadir el mito de los refugiados palestinos.
Por último, hemos de analizar el auténtico conflicto entre la legalidad internacional y su equivalente islámico. Pero lo haremos en la segunda parte de este artículo.
Artículo original publicado en el diario El Medio.
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