Releer artículos de hace casi veinte años es ciertamente revelador de que la cosa sigue igual o ha empeorado. Y no me refiero solamente a España, porque el asunto es, por lo menos, epidémico. Me refiero a la cosa pública.
El 2 de julio de 1984 Jean-François Revel publicó en la revista francesa Le Point un artículo que tituló “¿Hay que ser ignorante para gobernar?” En él se preguntaba también: “¿Está mejor gobernado el mundo desde que está mejor informado? Sin duda esta es una de las preguntas más turbadoras de nuestra época –añadía–, y una de las más decisivas para el porvenir del hombre. Hace unos siglos, o tan solo unos cuantos decenios, las aberraciones de los gobiernos y de los pueblos podrían atribuirse a la ignorancia, excusable por la imposibilidad de poseer una multitud de datos económicos, demográficos, incluso geográficos, cuya ciencia apenas existía aún. En cambio hoy en día, con la masa de informaciones disponibles en todo momento, un gobierno o una opinión pública solo se engañan y se precipitan a la desgracia queriéndolo con toda deliberación. Al menos tenemos derecho a creerlo así”.
Valía lo escrito entonces como antecedente de la paradoja que señalaba a continuación: “Dicen que los hombres de Estado poseen informaciones confidenciales, precisas, cifradas, que no tiene el ciudadano común. Me alegro mucho por ellos –afirmaba–. Pero podemos preguntarnos si empiezan por dedicar cierto tiempo a leer y meditar el tesoro de informaciones completamente públicas y publicadas que aparecen todos los días. Uno llega a dudarlo después de oír algunos de sus diagnósticos, que a menudo están en contradicción tan manifiesta con las informaciones sobre la realidad que sin embargo están al alcance de todos”.
Esto mismo podía haberlo firmado hoy y nuestra respuesta como lectores a su segunda pregunta sería un rotundo NO. Pero un no con matices: tengo por seguro que la mayoría de esos hombres dichos de Estado no se leen dato alguno y que otros los utilizan como herramienta de manipulación de la opinión pública, por lo general para justificar sus omisiones.
Y si reparamos en la primera, la del título –¿hay que ser ignorante para gobernar?–, ésta va mucho más allá. Porque es hecho probado que estamos gobernados cada vez por más ignorantes. De donde fácilmente se deduce que o bien se exige ser ignorante o no importa serlo para gobernar. Ahora bien, también se da el caso probado de los ignorantes que se revisten de púrpuras para no parecerlo.
Ignorante es quien no conoce, quien carece de ciencia, de saber, no solo de informaciones. Hoy se confunde el conocimiento con la información, pero apenas tienen que ver. El conocimiento se construye progresivamente a partir del aula y la sabiduría del pueblo, entre el rigor científico y el saber popular. El conocimiento hace relación con el pensamiento, con las ideas, con la integración de todas ellas en un sistema lógico; en cambio, la información es instantánea, son datos, noticias, cotilleos… que sobreabundan tanto y con tal rapidez que decimos que se han hecho “virales”. El empacho que produce su enorme caudal es descrito con el neologismo “infoxación” (A. Cornella), descrita como un “síndrome del exceso de información” (E. Rojas) o “sobredosis de telediario” (A. Pérez-Reverte), cuyo efecto es la toxicidad para la mente humana.
Decía nuestro genial Chumy Chúmez: “todo lo que ignoro lo aprendí viendo la televisión”. Acre ocurrencia que enuncia la desorientación de una sociedad aturdida, uniformada y a la deriva, que absolutiza lo relativo, que ha perdido los puntos de referencia, en la que todos piensan lo mismo porque nada hay que pensar. Por lo mismo, una sociedad carente de líderes que sean capaces, es decir, que tengan el saber bastante para trillar ese maremágnum de informaciones, que incluyen las oficiales, e interpretar la vida real. Conductores que vayan delante mostrando lo más positivo que tiene la sociedad de la que proceden y tracen unos objetivos hacia un estilo superior de existencia. Pero esta cualidad requiere integridad, higiene mental, conocimiento y éste una formación intelectual que no se improvisa, antes bien requiere escuela y tiempo para que aquél progresivamente repose. En suma, quiero decir que el conocimiento tiene que ver con la inteligencia y “la ventaja de ser inteligente es que se puede fingir ser imbécil, mientras que al revés es imposible” (Woody Allen).
Hoy, escribió hace casi un siglo Ortega y Gasset, “se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización”. No era ésta una opinión, sino la constatación de un hecho cuando, al decir de Paul Valéry, “lo más profundo del ser humano es la piel”. Amargo.
Por José Ángel Zubiaur
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