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Esclavos del «me gusta» por internet

Jornaleros del ‘me gusta’ Ya sean repartidores o empleados de servicios técnicos, los trabajadores están sometidos a la dictadura de la valoración virtual de los clientes

Por Pablo Ordaz, publicado en Autogestión oct. 2019

Solo siete años después de su estreno, ‘Caída en picado’, aquel capítulo de la serie Black Mirror que hacía una caricatura futurista de la obsesión por el prestigio en las redes sociales, se está convirtiendo en una espantosa realidad para el eslabón más débil del sistema.

Ya hay camareros, repartidores de comida rápida, vendedores de perfumes en grandes almacenes o instaladores de fibra óptica que pierden su trabajo, o al menos buena parte de sus ingresos, por la mala valoración virtual de un cliente insatisfecho o simplemente cabreado con la empresa para la que prestan sus servicios. No es difícil de comprobar. Basta hablar un rato con los repartidores que, con el casco puesto, esperan junto a sus bicicletas el próximo pedido en las puertas de un establecimiento de la cadena McDonald’s. Valga uno del centro de Madrid —dar nombres y pistas puede resultar muy perjudicial para los protagonistas reales—un medio día laborable de la pasada semana.

Si uno los observa desde lejos verá que casi siempre están con la mirada fija en sus móviles. Ese maldito enganche, se podría pensar. Error. Están pendientes de una aplicación que, para ellos, resulta mucho más diabólica que cualquier otra. La de una de esas compañías virtuales que, a través del teléfono móvil y en cuestión de minutos, ponen en contacto al cliente con el restaurante y con el repartidor que, en bicicleta o moto, tiene la misión de llevar a su casa la comida todavía caliente. «Mire», explica uno de los jóvenes mostrando su teléfono, «nuestro trabajo depende en su totalidad de la puntuación que tengamos. La empresa nos concede horas de trabajo en franjas de alta demanda —por ejemplo, los sábados desde las 21.00 a las 23.00— en función de la valoración de los clientes que llevemos acumulada. Si perdemos la puntuación de excelencia —unos 97 puntos sobre 100— por una mala valoración, al día siguiente te reducen las horas de trabajo o te las quitan directamente, aunque en la mayoría de los casos no seamos nosotros los culpables de que la comida llegue tarde o fría. Pero la aplicación solo da la opción de evaluarnos a nosotros».

En el caso, cuentan los jóvenes repartidores, de que alguno de ellos sufra un descenso considerable en su valoración, se queda sin horas asignadas. Y entonces, como les ocurre a varios de los que participan en la conversación, la única opción es acudir a la puerta de uno de los restaurantes con mayor demanda —esta hamburguesería en el centro de Madrid— y fijar su vista en la pantalla para intentar cazar algún encargo suelto. Esta es la nueva imagen de aquellos temporeros a destajo que esperaban en la plaza del pueblo a que el capataz —tú sí, tú no— los subiera a la furgoneta para trabajar de sol a sol por un sueldo de miseria. «La gente no sabe», reflexiona uno de los jóvenes en un excelente español (alrededor del 70% de los repartidores son venezolanos en situación de asilo político), «el daño que puede hacer con una simple valoración negativa».

Quienes sí lo saben son los trabajadores precarios que, ya sea detrás del mostrador de unos grandes almacenes, en el servicio de atención al cliente de cualquier gran compañía o instalando Internet casa por casa, dependen de una buena valoración para alcanzar un sueldo que pocas veces llega a los 1.000 euros. Ya no es raro que alguno de estos trabajadores, agobiados por la situación, traslade directamente al cliente la importancia de una valoración positiva. «Ahora le van a llamar de mi empresa», explicó hace unos días en San Sebastián el instalador de una de las principales compañías de telefonía después de arreglar un problema con la fibra óptica, «preguntándole que valore el servicio. Pero en realidad a quien valora es a mí, aunque digan ‘valore a [nombre de la compañía]’, no es cierto. Valora al técnico que viene a su casa. Y cualquier nota inferior al 10 supone una reducción de sueldo. El problema es que la gente suele estar tan quemada con la compañía que pone un cero o una calificación muy baja. Así que yo lo explico muy clarito a todo el mundo: con esa llamada me valoran a mí».

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El economista y abogado Adrián Todolí ha analizado el problema y sus conclusiones son alarmantes. «La situación ha ido empeorando hasta tal punto», advierte, «que estamos volviendo al servilismo del siglo XIX». Y lo explica de una forma muy gráfica: «Nos encontramos ante el riesgo de una doble sanción. Por un lado, un trabajador tiene el riesgo de ser despedido por una valoración mala de un cliente (ya sea verdadera o falsa) o porque la empresa se sirva de esas supuestas opiniones negativas para deshacerse de un trabajador precario. Pero además ahora surge otro problema, que son las plataformas online de puntuación, donde se recogen las valoraciones de empresarios y clientes sobre tal o cual profesional. Y aquí viene la doble sanción. Una mala puntuación no solo te puede dejar sin tu trabajo actual, sino acarrearte una mala reputación online que te impida acceder a trabajos futuros. ¿Quién se va a atrever a decirle no a un cliente o a negarse a hacer horas extras si se está jugando el futuro?».

Todolí hace referencia a una app creada por unos empresarios españoles que, bajo el supuesto objetivo de «fomentar la meritocracia», permite con un simple movimiento del dedo valorar el trabajo de cualquiera. En su página web, los creadores de la plataforma explican cómo se les ocurrió la idea: «Una mañana, tomando un brunch en uno de esos maravillosos cafés del East Village de Nueva York, pensamos: cómo nos gustaría poder ayudar a esta camarera que me ha atendido tan bien. Al acercarnos al gerente para trasladarle nuestra buena experiencia con su empleada, nos contesta con una sonrisa que estamos invitados a valorar el negocio en cualquiera de las muchas plataformas que ya existen. Y pensamos: ‘¡Qué injusto no poder valorar a esa persona!’. Así nació la idea…».

La escena se parece tanto al principio del capítulo de Black Mirror que, nada más pensar en el desastroso final, produce escalofríos. En la esquina de la calle de Goya con la de Alcalá, en Madrid, jóvenes repartidores mantienen su mirada fija en el teléfono como hacía a todas horas la protagonista de ‘Caída en picado’. Su futuro depende de un me gusta o un no me gusta

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