Por Orlando Sáenz
Tal vez una buena forma de comenzar a buscar la respuesta a esa pregunta sea repasar la historia para investigar si existen en ella conflictos similares al que nos aflige y, de ser así, profundizar las formas en que fueron o no fueron resueltos. De inmediato obtenemos por ese camino un resultado alentador: el conflicto planteado por un pueblo étnica y culturalmente distinto que queda enquistado en el territorio de un estado que le es ajeno es, tal vez, el más frecuente y recurrente en los seis o siete milenios de registro histórico que conocemos. Ello es consecuencia inevitable de la mayor velocidad con que cambia el mapa político del mundo en relación al étnico–cultural. De hecho, constatamos que han sido raros los estados que, desde su constitución, han poseído una población total de una sola identidad étnico–cultural. Muy por el contrario, la norma es que los estados nacen con una población compuesta por más de un grupo de ese tipo y que alcanzan una población completamente homogénea, culturalmente hablando, solo a través de un largo proceso de mestizaje. Dicho de otro modo, con políticas acertadas y constantes los estados se convierten en verdaderos crisoles donde se funden distintos grupos étnico–culturales para terminar creando una nueva y única nacionalidad. Es a esa política y a esa función creadora que apunta el lema que, por ejemplo, constituye en divisa el escudo norteamericano: “e pluribus unum”.
Teniendo en cuenta estos transparentes conceptos, podemos mirar el actual mapamundi político para distinguir tres diferentes situaciones. La primera, y las más feliz desde este punto de vista, es la de aquellos estados en que el proceso de mestizaje étnico–cultural llegó a completarse, como es el caso de gran parte de los países de Europa Occidental. Si tomamos a Inglaterra como ejemplo, apreciamos que antes de la avalancha migratoria había alcanzado una cultura bastante homogénea que abarcaba a toda su población, y ello a partir de un amplio conglomerado de pueblos étnica y culturalmente muy diferentes (celtas, germanos, sajones, vikingos, normandos, etc.). La segunda categoría es la de aquellos estados en que el proceso de mestizaje étnico–cultural no se ha completado todavía, pero que está en proceso sin obstáculos mayores previsibles. Tal es el caso de casi todos los países americanos.
No obstante lo anterior, el mapamundi nos muestra también estados en que el proceso de integración nunca ha funcionado, a pesar del lánguido transcurrir de los siglos. Ello demuestra que existen pueblos irreductibles que, encapsulados en su ámbito geográfico, son refractarios a todo mestizaje, de modo que generan un conflicto perenne y con frecuencia violento dentro de los estados en que están enquistados. Es el caso, por ejemplo, de los armenios y kurdos en varios estados del Cercano Oriente, de los coptos en Egipto y Sudán, de los tibetanos en China. Existen, incluso, pueblos que mantienen un carácter encapsulado y conflictivo aún después de haber sido expulsados, y lo trasladan a donde quiera que vayan, como ocurre, por ejemplo, con los judíos y los gitanos.
La constatación de esta tercera categoría de situaciones nos provoca, de inmediato, una inicial desazón: ¿podrá ocurrir que nuestro conflicto mapuche se inscriba en ella? No obstante, una mirada incluso superficial a las características de esos pueblos encapsulados disipa nuestro temor en ese sentido porque constatamos que ninguna de ellas se reconoce en el pueblo mapuche. En efecto, todos esos pueblos encapsulados poseían una cultura avanzada y una tradición histórica remarcable al momento de perder su estado y pasar a depender de uno ajeno. Todos ellos poseían una avanzada teología y una organización política y clerical desarrollada. Todos ellos fueron desde el principio refractarios al mestizaje y practicaban un acusado endogenitismo. Nada de eso es el caso en el pueblo mapuche, de modo que nuestro conflicto cae de lleno en la segunda categoría, aquella del mestizaje étnico–cultural todavía incompleto. Más aún, teniendo en cuenta el gran número de individuos que desde ya mucho tiempo cruzaron el umbral de tránsito de mapuches a chilenos de origen mapuche, esa clasificación se convierte en certeza.
No obstante, dentro del universo de esos estados en que el proceso de unificación étnico–cultural está aún incompleto, existe un subgrupo en que dicho proceso de unificación se ve gravemente obstaculizado porque la resistencia al mestizaje que aún genera el resto del enclave es aprovechada por un ideologismo político, generalmente foráneo, que lo utiliza para enmascarar un intento de subversión del estado. La utilización de esa estrategia ya tiene una larga historia (con antecedentes en Colombia, México, Perú, etc.) y le ha entregado buenos dividendos a los movimientos revolucionarios de extrema izquierda porque la actividad guerrillera goza de un alto margen de impunidad cuando se encubre tras una reivindicación étnica–cultural, puesto que su represión tiene alto costo político para los gobiernos. Como no puede caber duda de que esto es lo que ha ocurrido con el llamado conflicto mapuche, la solución de este contagio foráneo tiene que estar presente en nuestra respuesta final que resulte de la investigación compartida sobre la solución del conflicto mapuche que nos hemos propuesto.
Por de pronto, lo ya avanzado nos permite un diagnóstico preliminar que podría resumirse con dos afirmaciones inequívocas y conducentes a un programa de solución definitiva:
- El conflicto mapuche corresponde a un tipo muy frecuente en la historia y, dentro de ese universo, pertenece a la categoría de resto de nación étnica–cultural en proceso inconcluso de mestizaje. Su solución final se logra con la culminación de ese proceso. De ese modo, la mejor política para enfrentarlo es la de crear las condiciones para facilitar y acelerar ese mestizaje, sobre todo en el plano cultural.
- Comandos revolucionarios de extrema izquierda se han apoderado del conflicto mapuche para inculcarle una ideología subversiva y para organizar arremetidas de tipo guerrillero en su ámbito territorial. Por simpatía o temor, cuentan con el encubrimiento pasivo de la mayoría que no participa del violentismo. Estos comandos parasitarios deben necesariamente erradicarse por completo para que pueda ser efectiva la política de unificación étnico–cultural que es necesaria para el fin ya señalado.
Si la indagación histórica a la que invité a mis lectores no fuera más allá de proporcionarnos, como ya ha hecho, un diagnóstico certero sobre la naturaleza y circunstancias del conflicto mapuche y apuntado, también certeramente, a los caminos para superarlo y finalmente resolverlo, ya habría cumplido con el propósito que nos planteamos. Pero puede, todavía, ir mucho más allá porque nos puede proporcionar precisas lecciones sobre cómo implementar las soluciones delineadas.
La erradicación del violentismo subversivo que ha colonizado la causa mapuche es un problema técnico que se resuelve con técnicos en posesión de todos los medios y experiencias que se han demostrado necesarios en los ya muchos casos en que gobiernos de todo tipo han enfrentado desafíos semejantes. Esos técnicos y las unidades que comandarán para cumplir su tarea son radicalmente distintos que los que manejan las fuerzas de orden normales, porque éstas están hechas para actuar reactivamente y la lucha antiguerrillera y antisubversiva se gana con anticipación, inteligencia y licencia para neutralizar permanentemente. No es difícil para un gobierno moderno descubrir dónde y cómo reclutar a esos técnicos y a las fuerzas especiales, que ni siquiera necesitan ser muy numerosas.
En cuanto a las políticas adecuadas para fomentar y acelerar el proceso integrador del enclave étnico–cultural, la historia las perfila con notable nitidez y desde épocas muy antiguas. Ya Alejandro Magno las visualizó cuando trató de cohesionar su inmenso imperio con igualdad ante la ley, mestizaje étnico y cultura helenística universal. Ese mismo camino lo tomó el Imperio Romano con una permanente política de generalización de la ciudadanía, con incorporación de guerreros de todas partes a sus ejércitos, con la multiplicación de “polis” con gran autonomía dentro de un marco legal común por todos los ámbitos del imperio. Inglaterra unificó su mosaico étnico–cultural gracias fundamentalmente a la “common law” que ya los monarcas angevinos consideraron indispensable. En suma, la historia no se cansa de demostrar que la forja de una sola nación étnico–cultural se logra con rigurosa uniformidad de la ley y con un tremendo esfuerzo educacional y laboral, dejando completamente de lado toda forma de discriminación, incluidas las llamadas “positivas”.
Si se compara eso con lo que ha hecho el estado chileno durante décadas, se entiende por qué ha fracasado frente al conflicto mapuche. Porque nunca entendió que, si se trata de convertir a mapuches antichilenos en chilenos de origen mapuche, hay que tratarlos como tales desde el principio y sin forma alguna de discriminación, negativa o supuestamente positiva. Se integra con estricta igualdad ante la ley y con gran inversión educacional y de oferta laboral en su territorio, y no con tonterías como entregar tierras para perpetuar comunidades autóctonas cerradas en estado folclórico, ni con continuas soluciones a una teórica “deuda histórica”, como si el pueblo chileno actual no fuera fruto del crisol de razas y culturas que ya no tiene nada que ver con los españoles con yelmo y coraza que protagonizaron la guerra de Arauco.
Con esto hemos llegado al final del camino. Interrogada la historia, nos ha dicho que el conflicto mapuche tiene solución y nos ha enseñado cómo alcanzarla. De esa lección se desprende que lo más difícil del problema será lograr conformar gobiernos que sean capaces de entenderla y aplicarla. O sea, que estén conformado por quienes, como nosotros mismos, estaremos contentos cuando solo veamos chilenos de origen mapuche en estudios de abogados, en cátedras universitarias, en gerencias de empresas, en altos cargos públicos, aunque ello sea al precio de tener que importar los ponchos multicolores y contratar actores disfrazados para acompañar las atávicas marchas convocadas por la CUT, la FECH o los empleados públicos en huelga.
Nuestro mejor homenaje y demostración de amor al noble pueblo mapuche será darle la oportunidad de alcanzar igualitariamente nuestro destino colectivo y no convertir sus restos en objeto folclórico protegido para limosnas de turistas.
Este artículo se publicó primeramente en Despiertachile.cl
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