Autor: Jean-Claude DupuisOriginal en inglés: Defense of the Inquisition
Tomado de la página de la SSPX distrito EEUU
Traducción: Alejandro Villarreal, publicado originalmente en bibliaytradicion.wordpress.com
Publicado originalmente en la revista ‘The Angelus’ de noviembre de 1999. Este artículo es una oportuna defensa de un capítulo tan distorsionado en la historia de la Iglesia.
Los supuestos horrores de la Inquisición generalmente encabezan la lista de argumentos de los enemigos de la Iglesia, Voltaire habló de “un tribunal sangriento, de terrible memoria, sobre el poder monacal” [1]. La leyenda negra de la Inquisición ha impregnado nuestras mentes a tal punto, que hoy, la mayoría de los católicos es incapaz de defender esta época de la historia de la Iglesia. En el mejor de los casos, estos católicos la justifican invocando peores barbaridades que suceden en nuestra “iluminada” época, pero es más frecuente que muchos se unan al coro de anticlericales que atacan el tribunal del Santo Oficio.
En su carta del jubileo del año 2000, el mismo Santo Padre denunció la Inquisición:
35. Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad. (§35) [2]
[http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_letters/documents/hf_jp-ii_apl_10111994_tertio-millennio-adveniente_sp.html]
Sin embargo, los santos quienes vivieron en la época de la Inquisición nunca la criticaron, excepto para quejarse que ésta no reprimía suficientemente la herejía. El Santo Oficio revisó los escritos espirituales de Santa Teresa de Ávila, para verificar si no eran parte de un caso de falso misticismo, ya que en ese tiempo hubo muchos casos de falsos místicos entre los “Alumbrados” de España [3]. Muy lejos de ver esto como un sistema de intolerancia, Santa Teresa confió con tranquilidad en el juicio del tribunal, el cual, de hecho, no encontró nada sospechoso en sus escritos. Ahora, los santos nunca fueron temerosos para denunciar los abusos del clero, por supuesto, esta era una de sus principales funciones. ¿Cómo se considerará el hecho que la Iglesia ha canonizado a no menos de cuatro Gran Inquisidores: Pedro Mártir (murió en 1252), Juan de Capistrano (murió en 1456), Pedro de Arbués (murió en 1485) y Pío V (murió en 1572)? Santo Domingo (m. 1221) por supuesto ha sido asociado al tribunal de la Inquisición como representante papal.
De hecho, la crítica a la Inquisición por parte de autores católicos no comenzó a aparecer sino hasta en siglo XIX, y sólo entonces entre los católicos liberales, ya que los ultramontanos, clérigos que creían con mayor fervor y apoyaban con mayor intensidad las políticas papales en asuntos eclesiásticos y políticos, defendían vigorosamente al tribunal [4]. Antes de la Revolución Francesa, el discurso contra la Inquisición estaba en el terreno protestante. El historiador Jean Dumont, quien actualmente es el mejor apologista de la Inquisición [5], observa que los grabados del siglo XVI, que ilustran escenas de autos de fe, habitualmente muestran edificios con tejados. Este tipo de arquitectura se podía encontrar en aquellos tiempos en los Países bajos y en el valle del Rin, pero no en España. Este detalle revela el origen protestante de los grabados, en efecto, la leyenda negra de la Inquisición es producto de la propaganda protestante, la cual pasó a ser parte, en el siglo XVIII, de la filosofía de los “iluminados”, hasta continuar en el anticlericalismo masónico, y en el siglo XX a la “democracia cristiana”.
No obstante, los estudios históricos más serios han reconocido que la Inquisición era un tribunal honesto, el cual buscó convertir a los herejes más que castigarlos; condenó a relativamente pocas personas a la hoguera y sólo empleaba la tortura en casos excepcionales [6]. Sin embargo, el mito difamatorio de la Inquisición todavía circula en la opinión pública. Voltaire dijo que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Pero la razón fundamental de la persistencia de este mito parece ser este: Uno puede trabajar en vano en demostrar que la Inquisición no era tan terrible como se cree que fue, esto no convencerá a las mentes modernas, ya que su principio de intolerancia religiosa es inaceptable hoy. Así que, para entender el acontecimiento histórico de la Inquisición uno debe entender la doctrina tradicional de la Iglesia sobre libertad religiosa.
El poder de la restricción o coacción religiosa
El Concilio Vaticano II proclamó el principio de la libertad religiosa de la siguiente manera:
Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. (Dignitatis Humanae, art. 2)
[http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decl_19651207_dignitatis-humanae_sp.html]
Es evidente que el principio fundamental de la Inquisición está en oposición con esta doctrina, principio que hizo de la herejía un crimen del orden común, y los ojos modernos sólo pueden rechazarlo.
Sin embargo, este principio de libertad religiosa está en completo desacuerdo con la tradición de la Iglesia. El Syllabus Errorum (1864) particularmente condena las siguientes proposiciones:
24. La Iglesia no tiene el derecho de usar la fuerza y carece de todo poder temporal directo o indirecto. Letras apostólicas: “Ad apostolica”, del 22 de agosto de 1851.
77. En la época actual no es necesario ya que la religión católica sea considerada como la única religión del Estado, con exclusión de todos los demás cultos. Aloc. “Nemo vestrum”, del 20 de junio de 1855.
79. Porque es falso que la libertad civil de cultos y la facultad plena, otorgada a todos, de manifestar abierta y públicamente las opiniones y pensamientos sin excepción alguna conduzcan con mayor facilidad a los pueblos a la corrupción de las costumbres y de las inteligencias y propaguen la peste del indiferentismo. Aloc. “Numquam fore”, del 15 de diciembre de 1856.
[http://www.statveritas.com.ar/Magisterio%20de%20la%20Iglesia/SYLLABUS_ERRORUM.pdf]
La doctrina del Syllabus reconoció para la Iglesia y para el Estado un poder de restricción o coacción en materia de religión y estaba en armonía con la tradición católica. El Papa león X (1513-1521) específicamente condenó las proposiciones de Martín Lutero, las cuales afirmaban que la Iglesia no tenía el derecho de quemar herejes. Belarmino y Suárez también defienden el derecho de la Iglesia para imponer la pena de muerte, con la condición de que la sentencia sea ejecutada por el poder secular, es decir, por el Estado [7]. Santo Tomás de Aquino apoyó el uso de esta limitación, incluso física, para combatir la herejía. San Agustín apeló a la autoridad imperial (romana) para suprimir el cisma donatista por la fuerza. En el Antiguo Testamento se castigó a los idólatras y blasfemos con la muerte.
El poder de coacción en materias religiosas descansa sobre el principio de los deberes del Estado para con la verdadera religión. La ley divina no se aplica sólo a los individuos, se debe incluir toda la vida social. El Cardenal Ottaviani realizó un resumen de las consecuencias de esta doctrina [8]:
1. La creencia o profesión religiosa social, no sólo privada en las personas;
2. Una legislación inspirada en el concepto total de la unión con Cristo;
3. La defensa del patrimonio religioso de las personas en contra de los asaltos que tienen como finalidad privarlos del tesoro de su fe y/o paz religiosa. (Duties of the Catholic State in Regard to Religion, 1953, translated by Fr. Denis Fahey, C.S.Sp., p.7.)
Los partidarios de la libertad religiosa [del CVII] siempre invocan la tolerancia y la caridad evangélica como opuestas a la doctrina tradicional de la Iglesia en su tarea de no tolerar las falsas religiones. Esta oposición es, sin embargo, un mero sofisma. Ciertamente, Nuestro Señor Jesucristo era tolerante con los pecadores, pero mostró implacable severidad hacia los herejes de su tiempo, es decir, con los fariseos. Los modernistas evitan citar los pasajes del Evangelio que muestran esta inflexibilidad divina. ¿Acaso no es la condenación lo que se obtendrá por no creer (San Marcos XVI,16), una aflicción mucho más espantosa que cualquier castigo impuesto por tribunal humano? Inclusive San Juan prohíbe dar la bienvenida a los herejes (2 San Juan 10). San Pablo milagrosamente priva de la vista a Elimas, mago y falso profeta [9]. San Pedro no vacila en castigar con la muerte a Ananías y Safira por robarle a la comunidad (Hechos V,1-11).
En el verdadero Evangelio no existe ningún ejemplo sobre moral y doctrina laxas y que los modernistas califican como “tolerancia” y “libertad de conciencia”. Jesucristo era paciente y misericordioso con los pecadores arrepentidos, pero Él nunca le reconoció derechos a los errores y expuso y condenó públicamente a quienes con obstinación propagaban errores. La Inquisición adoptó esta actitud hacia los herejes, a semejanza de Nuestro Señor.
El argumento contra la Inquisición descansa también bajo la confusión entre libertad de conciencia y libertad religiosa. El acto de fe debe ser consentido libremente, partiendo del hecho que constituye un acto definitivo de amor a Dios. Un amor forzado no puede ser verdadero amor, esta es la razón por la que la Iglesia siempre se ha opuesto a las conversiones forzadas. La famosa imagen de Epinal que muestra a un monje español presentándole a un indígena el crucifijo mientras en la otra mano blande una espada amenazante, es otro fruto de la propaganda protestante. Si unos pocos príncipes ocasionalmente forzaron a los pueblos que conquistaban a bautizarse, como por ejemplo Carlomagno en Sajonia (aprox. 780), estos fue hecho en contra de la voluntad de la Iglesia.
Pero, si la Iglesia reconoce la libertad de conciencia que brota de lo profundo de los corazones de los individuos, si el individuo es libre, a costa de su salvación, si rechaza la fe, no se sigue que esté autorizado a propagar sus errores que podrían llevar a otras almas al infierno. Así, la Iglesia respeta la libertad de conciencia de los individuos, pero no la libertad de expresión de las falsas doctrinas.
No obstante, mientras que la Iglesia niega el principio del derecho a la expresión pública a las falsas religiones, no necesariamente los perseguirá públicamente en la práctica. Para evitar un mal mayor, como una guerra civil, la Iglesia puede tolerar a las sectas. Esta es la razón por la que Enrique IV promulgó el Edicto de Nantes (1598), el cual otorgaba cierta libertad a los protestantes de Francia, pero esta tolerancia no constituye un derecho. Cuando las circunstancias políticas lo permiten, el Estado debe restablecer los derechos exclusivos del catolicismo, como lo hizo Luis XIV al revocar el Edicto de Nantes en 1685. Más aún, el papa felicitó al “Rey Sol” por esta acción.
Naturalmente, la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la intolerancia religiosa sólo es aplicable en aquellos países donde el Estado es oficialmente católico. La armonía entre el sacerdocio y el imperio se manifiesta por el orden normal de las cosas dentro de la sociedad. A este respecto, la Inquisición fue un modelo de acuerdo entre la Iglesia y el Estado, ya que este tribunal ejercitaba una jurisdicción mixta, tanto religiosa como civil.
La idea central que justifica a la Inquisición es que una herejía profesada públicamente es un delito similar a cualquier otro del orden común [10]. Siendo la religión la base de la moral, y la moral la base del orden social, se sigue que una falsificación de la fe conduce, en última instancia, a un atentado en contra del orden social. Santo Tomás comparó a los herejes con los falsificadores, quienes durante la Edad Media fueron condenados a la hoguera. Así, el Estado como guardián del orden público tiene el deber de combatir la herejía, pero en su papel de poder temporal no tiene competencia para distinguir entre herejía y ortodoxia, por esto debía descansar en un tribunal eclesiástico.
Recuérdese que todo lo que la Inquisición hizo no estuvo motivado en la opinión privada de los herejes, sino solamente en la propagación pública de la herejía. La Inquisición no cometió ninguna falta en contra de las conciencias individuales, sino que actuó en contra de las actividades públicas de los herejes.
Para entender la lógica de la Inquisición, uno debe liberarse de la peculiar mentalidad naturalista de nuestra cultura contemporánea. En las sociedades cristianas del “Ancien Régime” [antiguo régimen], la vida sobrenatural era más importante que la natural. Si se castiga severamente, inclusive con la muerte, al asesino del cuerpo, con mucha mayor razón uno debe esperar un castigo mucho más estricto, o tan estricto, hacia quien conduce a las almas al infierno, ya que la pérdida de la vida eterna es mucho mayor que la pérdida de la vida temporal.
Obviamente, es una visión del mundo que considera que la lógica de la Inquisición descansa sobre el principio de la realidad objetiva de la verdad y el error, sobre la certidumbre de la fe católica y sobre la creencia en la condenación eterna. Estas ideas simplemente son incapaces de ser asimiladas por las mentes modernas empapadas de relativismo. En efecto, una mente relativista es incapaz de entender el fenómeno de la Inquisición, se escandalizará por la “barbarie” de épocas pasadas y por el “oscurantismo” de la Iglesia, se complacerá con realizar juicios inapropiados respecto a los tiempos que critica. Pero el historiador debe comprender y explicar, y al hacer esto, debe desprenderse de los sistemas del presente y debe ponerse en el lugar de la mentalidad de la época que estudia [11]. Sólo así será capaz de comprender el fenómeno de la Inquisición y lo llevará, casi inevitablemente como veremos, a justificar las acciones de este tribunal.
Generalmente se hace una distinción entre dos clases de Inquisición: La Inquisición medieval (1233-siglo XVIII) y la Inquisición española (1480-1834). Frecuentemente, la primera es llamada la Inquisición pontificia y la segunda la real o monárquica, pero esta distinción no está justificada, ya que ambos tribunales fueron creaciones conjuntas de la Iglesia y el Estado. Algunos autores católicos bien intencionados, aunque pobremente informados, establecieron esta distinción con el fin de quitar responsabilidad a la Iglesia sobre los “horrores” de la Inquisición, transfiriéndola a los reyes de España en lugar de los papas [12]. Según ellos, existió una buena Inquisición medieval que sólo procuraba proteger la fe, y la malvada Inquisición española tenía como fin reforzar el absolutismo monárquico. Pero esta distinción no está bien fundamentada, la Inquisición española no fue más violenta o más política que la medieval, las dos inquisiciones se distinguen de mejor manera, una de otra, por la naturaleza de los enemigos a quienes combatían: los Cátaros y los Marranos.
El peligro cátaro
El Catarismo se esparció a través de toda Europa entre los siglos XI y XIII. Fue particularmente prolífico en Languedoc, al sur de Francia, en la ciudad de Albi, de donde toma su nombre el Albigenismo, que es como también se denomina a esta herejía. La palabra “cátaro” viene del griego “katharos” y significa “puro”. Actualmente, el Catarismo no es propiamente llamado una herejía cristiana, sino que es considerado otra religión [13]. Su origen es oscuro, pero su doctrina extrañamente se aproxima a las filosofías gnóstica y maniquea, las cuales circularon en Medio Oriente durante los siglos III y IV. Nótese también que la Francmasonería clama ser el origen de la iniciación en los misterios del Catarismo, a través de intermediarios conocidos como Templarios.
Según los cátaros, dos principios eternos dividen el universo, el bueno ha creado el mundo de los espíritus y el malo al mundo material. El hombre es la unión de estos dos principios, él fue un ángel caído aprisionado en un cuerpo, su alma se originó en el buen principio, pero su cuerpo se formó en el malo. El objetivo del hombre entonces es liberarse a sí mismo de lo material por medio de la purificación espiritual, la cual frecuentemente necesita de reencarnaciones sucesivas.
Como todos los herejes, los cátaros afirmaron que su doctrina constituía el verdadero cristianismo. Ellos mantuvieron una terminología cristiana al mismo tiempo que distorsionaron los dogmas. Ellos decían que Jesucristo era el más perfecto de los ángeles y que el Espíritu Santo era una criatura inferior al Hijo. Ellos idearon la contradicción entre al Antiguo y el Nuevo Testamento, llamando al primero producto del mal principio y al segundo, producto del buen principio. Ellos negaron la Encarnación, la Pasión y la Resurrección de Jesús. Afirmaron que la Redención manaba de las enseñanzas evangélicas más que de la muerte en la cruz.
Los cátaros decían que la Iglesia católica se corrompió desde la época de las concesiones de Constantino y rechazaron todos los sacramentos. Definitivamente, el Catarismo era una forma de paganismo con una pizca de cristianismo y que recuerda al Budismo en algunos puntos.
El mundo material entonces, es intrínsecamente malo, la ética cátara condena todo contacto con la materia. El matrimonio y la procreación estaban prohibidos ya que no debían colaborar en el trabajo de Satanás, quien busca aprisionar a las almas en sus cuerpos. Y ya que la muerte constituía su liberación, el suicidio era recomendado entre ellos. Ellos aplicaban la “endura” o suspensión de alimentos a los enfermos, e incluso algunas veces a los niños para acelerar su regreso al cielo de las almas. Los cátaros se negaban a realizar juramentos bajo el pretexto de que a Dios no debería mezclársele en asuntos temporales, y así condenaban también cualquier forma de riqueza.
Últimamente, los cátaros desearon alcanzar un estado de “des-encarnación”, similar a la de los faquires o ascetas hindús. Aún más, los cátaros negaron el derecho del Estado para hacer la guerra y castigar a los criminales.
Obviamente, tal programa no atraería muchos discípulos, por lo que el Catarismo estableció dos clases de fieles: los “perfectos” y los simples creyentes. Los primeros, pocos en número, eran los iniciados, quienes vivían en monasterios y quienes se conformaban de forma absoluta con la moral y filosofía cátara. Los segundos, la vasta mayoría, eran liberados de las obligaciones morales, obviamente en los aspectos sexual y comercial.
Los cátaros no estaban sujetos a las reglas cristianas que prohíben la usura y las cuales imponen el principio del precio justo. Junto a esto, al simple creyente se le aseguraba que iría al cielo si, antes de morir, recibía el “consolamentum”, una especie de extremaunción.
El libertinaje, la anticoncepción, el aborto, la eutanasia, el suicidio, el capitalismo brutal, un intenso materialismo y la salvación para todos; es pasmoso darse cuenta a qué grado la moral cátara refleja el liberalismo de nuestros días.
Entonces, a los cátaros se les enseñaba una moral de dos grados: el ascetismo para la minoría y el libertinaje para la mayoría, con la añadidura de la garantía de la eterna salvación a un precio módico. Ahora uno entiende la razón por la que su doctrina es tan exitosa.
Sin embargo, la vasta mayoría del pueblo permaneció fiel al catolicismo, los cátaros fueron reclutados de entre los comerciantes de las ciudades, ellos no eran muy numerosos, quizás entre el 5 al 10% de la población de Languedoc, pero eran ricos y poderosos. Algunos de ellos practicaron la usura, el conde de Toulouse, Francia, el más importante señor de Languedoc, se adhirió a su causa.
Por lo tanto, los cátaros no eran pobres ovejas indefensas, víctimas de “fanáticos inquisidores”, por el contrario, ellos formaron una poderosa y arrogante secta que propagaba una doctrina inmoral, oprimían a los campesinos católicos y perseguían a los sacerdotes. Ellos incluso tuvieron éxito en asesinar a un Gran Inquisidor, San Pedro Mártir, también conocido como San Pedro de Verona.
La Iglesia mostró una gran paciencia antes de tomar medidas en contra del peligro cátaro. La herejía albigense fue condenada por el Concilio regional de Toulouse en 1119, pero hasta 1179 Roma estuvo satisfecha cuando envió predicadores a Languedoc, a hombres como San Bernardo y Santo Domingo, estas misiones tuvieron poco éxito.
En 1179, el Tercer Concilio Laterano pidió a las autoridades civiles que intervinieran, el rey de Francia, el rey de Inglaterra y el emperador de Alemania ya habían comenzado acciones por su propia iniciativa, con la supresión del Catarismo, el cual estaba amenazando el orden social con sus perversas doctrinas, a la familia y al compromiso hacia los juramentos.
Recordemos que el sistema feudal descansaba sobre el juramento de un hombre sobre otro, la negación del valor del juramento fue tan grave en la sociedad medieval como lo sería la negación de la autoridad en la legislación moderna.
Adicionalmente, los predicadores cátaros fomentaban la anarquía y dirigían bandas armadas, las cuales eran llamadas con diferentes nombres según el país: “cotereaux” (corta gargantas), “routiers” (asaltante de caminos), patarinos (traperos), etc. Estas bandas saqueaban las iglesias, asesinaban a los sacerdotes y profanaban la Eucaristía. Los cátaros fueron tan violentos y sacrílegos como los protestantes del siglo XVI o los revolucionarios de 1793. En 1177, el rey de Francia, Felipe Augusto, tuvo que exterminar una banda de 7 mil de estos dementes, y el obispo de Limoges tuvo que oponerse a 2 mil anarquistas. Escenas idénticas ocurrieron en Alemania e Italia en 1145, Arnaldo de Brescia y sus “patarinos” sitiaron con éxito Roma y expulsaron al papa. Ellos proclamaban la república y permanecieron en el poder por diez años antes de ser vencidos y condenados a la hoguera por el emperador alemán Federico Barbarroja. El Catarismo, entonces, provocó el desorden social en toda Europa y predominó en Languedoc.
En 1208, los hombres de Raymundo, conde de Toulouse, asesinaron al legado pontificio, el beato Pedro de Castelnau. Finalmente, Inocencio III decidió predicar la Cruzada Albigense, fue dirigida por franceses del norte, bajo las órdenes de Simón de Monfort. Los cátaros resistieron durante cuatro años (1209-1213) y tomaron las armas nuevamente en 1221, lo cual demuestra la fuerza que poseían. Su última fortaleza, Montségur, no cayó hasta 1244, pero a pesar de todo esto el Catarismo no desapareció, se transformó en una sociedad secreta, un tanto a la manera de la Francmasonería.
Como en todas las guerras, la Cruzada Albigense fue ocasión para los excesos. La toma de Béziers (1209) fue una verdadera matanza, fue imposible distinguir a los cátaros de los católicos entre la población de la ciudad. La siguiente expresión se le atribuye al legado pontificio, Arnaldo de Citeaux: “Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”. Estas palabras probablemente son apócrifas y pueden ser consideradas dentro del repertorio de prejuicios anticlericales, pero éstas reflejan al mismo tiempo un hecho indudable: los cátaros, quienes por mucho tiempo se ganaron el desprecio de los pueblos por su inmoralidad y práctica de la usura, corrían el riesgo de un linchamiento general.
Pero la Inquisición previno esta matanza al distinguir entre los herejes y los ortodoxos, entre los líderes y los seguidores, y al aplicar castigos proporcionales a los diversos grados de herejía.
Finalmente, la Inquisición fue una labor humanitaria. Mientras que castigaba severamente a los líderes, era indulgente con la masa de los cátaros, quienes eran más víctimas que responsables de la herejía. Al descubrir a los herejes incógnitos, previno el renacimiento del Catarismo junto con todos los desórdenes sociales y morales, que esta doctrina provocaba.
Un historiador, aunque hostil hacia la Inquisición, no duda en concluir que durante la Cruzada Albigense:
“La causa ortodoxa (católica) no era otra que la de la civilización y el progreso… Si esta creencia (el Catarismo) hubiera reclutado a la mayoría de los fieles, hubiera resultado en arrojar a Europa hacia los tiempos primitivos del salvajismo” [14].
El peligro de los Marranos
Ahora saltemos unos cuantos siglos después y crucemos los Pirineos, la cadena montañosa que comparten Francia y España, con el fin de estudiar otra gran amenaza que la Inquisición fue capaz de contener exitosamente: el peligro de los Marranos.
La España medieval se dividía en varios reinos cristianos y musulmanes. En 1469 el matrimonio de Isabel, reina de Castilla, con Fernando, rey de Aragón, facilitó la unificación de España y permitió que se llevara a cabo la “Reconquista” al tomar Granada en 1492.
Había también en España, desde el comienzo de la Edad Media, una considerable comunidad judía. Las sociedades judías, cristianas y musulmanas no estaban divididas, incluso cuando sus relaciones no eran siempre armoniosas. Un gran número de judíos se habían convertido al catolicismo, pero continuaron practicando el judaísmo en secreto.
Considérese que el Talmud permite a los judíos fingir su conversión con el fin de evitar las persecuciones, los judíos que fingían ser cristianos fueron llamados “Marranos”.
Al contrario de lo que uno podría pensar, los Marranos no se convirtieron bajo amenaza, aunque España tenía experiencia con los pogromos desde 1391. Los Marranos buscaron infiltrar a las sociedades cristianas para controlarlas, su estrategia de alianzas matrimoniales era muy efectiva, ya en el siglo XVI la mayoría de las familias nobles españolas contaban con ancestros judíos. Cervantes hizo alusión a este fenómeno de promoción social, Sancho Panza dice a Don Quijote:
“que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta. Y aun te sobra —dijo don Quijote” [Parte I, cap. 21] [15]
Isabel de Castilla estuvo a punto de contraer matrimonio con un acaudalado prestamista Marrano llamado Pedro Girón, pero Dios no lo permitió. El usurero castellano [16] falleció sobre el camino que lo llevaría con su prometida, después de haberse negado a recibir los sacramentos cristianos y de haber blasfemado el Santo Nombre de Jesús.
Los Marranos no se contentaron con infiltrar a la nobleza española, también infiltraron a la Iglesia. En esa época, hacer una cosa conllevaba a la otra, pues los cargos más altos del clero generalmente pertenecían a la nobleza. En realidad, algunos sacerdotes Marranos enseñaron el Talmud en sus iglesias. El obispo de Segovia, Juan Arias de Ávila, dio sepultura judía a sus padres, quienes abjuraron del cristianismo. El obispo de Calahorra, Pedro de Aranda, negó la Trinidad y la Pasión de Jesucristo. La Enciclopedia Judaica Castellana afirma que los Marranos “instintivamente buscaron debilitar al catolicismo español”.
En su ‘Histoire des Marranes’ (1959), el especialista judío Cecil Roth escribe:
“La vasta mayoría de los “conversos” (otra forma de referirse a los Marranos) trabajaron insidiosamente en sus propios intereses, dentro de las diferentes ramas de los cuerpos políticos y eclesiásticos, condenando frecuente y abiertamente la doctrina de la Iglesia y contaminando con su influencia a la totalidad de la comunidad de fieles.
“La judaización del catolicismo español bajo la influencia de los Marranos explica en parte la popularidad de Erasmo, precursor de Lutero, en ese país. En Roma, temían seriamente la emergencia de judíos en el reino de España”. [17]
Un segundo problema superpuesto al problema religioso fue que los Marranos habían comprado al contado las oficinas públicas de muchas ciudades de España, asfixiando a la población de cristianos viejos bajo el peso de los impuestos y la usura. Ocurrieron algunos motines de la población en contra del poder Marrano, en Toledo y en Ciudad Real en 1449. Los Marranos recuperaron el control de estas ciudades en 1467 y masacraron a gran número de cristianos viejos. Hubo un baño de sangre en Castilla (1468) y en Andalucía (1473). España estaba al borde de la guerra racial y civil, esta guerra que hubiese sido atroz fue evitada gracias a la Inquisición.
Nótese que los judíos conversos no siempre fueron Marranos, muchos entre ellos fueron sinceros católicos. Considérese a Santa Teresa de Ávila cuyo abuelo fue un Marrano condenado por la Inquisición.
De hecho, los verdaderamente conversos del judaísmo fueron los mayores enemigos de los Marranos. El rabino Salomón Halevi llegó a ser obispo de Burgos bajo el nombre de Pablo de Santa María, y Jehoshua Ha-Lorqui se convirtió en el hermano Gerónimo de Santa Fe y escribió severos escritos en contra del judaísmo.
El historiador Henry Kamen observa que los principales polemistas anti judaicos eran los mismos ex judíos. Son ellos quienes claman por un tribunal de la Inquisición para distinguir entre los falsos cristianos conversos y los sinceros cristianos nuevos. El primer Gran Inquisidor español fue Tomás de Torquemada, siendo él mismo un judío converso. Adicionalmente, se debe notar que muchos Marranos judaizaron, simplemente al influenciar dentro de su círculo familiar [de conversos], despreciando a la fe católica. Así, la Inquisición tuvo que establecer otra distinción entre los Marranos quienes conscientemente alteraron la integridad de la fe de aquellos quienes fueron víctimas por una insuficiente catequización.
La Inquisición española fue instituida por una bula papal en 1478. La acción de este tribunal protegió la integridad de la doctrina de la Iglesia en España, mientras que se evitaba llevar cabo pogromos generalizados. Al enfrentar el peligro de los Marranos, tal y como sucedió en el enfrentamiento con el peligro del Catarismo, la Inquisición buscó neutralizar a los líderes de la herejía con el fin de ser indulgente y recuperar a la mayoría de los seguidores de la herejía.
El procedimiento inquisitorial
El procedimiento inquisitorial variaba de acuerdo al país y a los tiempos, pero se puede extraer un claro perfil básico. De manera general, se puede decir que la Inquisición daba la oportunidad al hereje para que se liberara por sí mismo, y sólo se castigaba severamente a los “irreductibles”, aquellos quienes mostraban una mayor pertinacia al negar la Fe. La Inquisición buscó educar tanto como refrenar, su acción algunas veces era una labor de erradicar supersticiones populares, que batallar en contra de la subversión. El procedimiento judicial siempre estuvo acompañado por prédica solemne.
Cuando el tribunal de la Inquisición llegaba a una ciudad se proclamaba un tiempo de gracia de aproximadamente un mes, en cuyo curso los herejes podían, por iniciativa propia, confesar sus errores con la certidumbre de obtener sólo penas ligeras, secretas y espirituales. Después de este periodo, los inquisidores podían publicar un edicto de fe que ordenaba a los cristianos, bajo pena de excomunión, denunciar a los herejes y a aquellos quienes los protegían. La Inquisición no tuvo a su disposición una policía secreta o una red de espías, contaba con la colaboración del pueblo católico, actuando de esta manera más como un guardián del orden social que como un aparato represor del Estado.
La Inquisición católica no se asemeja a las inquisiciones totalitarias del siglo XX, no intentaba encontrar traidores a cualquier precio, contrarrevolucionarios o a sus colaboradores; tan sólo tenía puesto el ojo en los propagadores públicos de la herejía, y sobre todo, en los líderes. A la Inquisición no le incumbía la conciencia de los herejes sino sólo sus acciones exteriores.
El papa confió la Inquisición medieval a los dominicos y franciscanos. Estas recién fundadas órdenes inspiraban una respetable garantía de probidad y santidad. El conocimiento teológico y canónico de los inquisidores era notable, de hecho, a la Inquisición le fueron confiadas las más finas flores de la época. Al contrario de los tribunales insurrectos de 1783, los tribunales de la Inquisición nunca fueron presididos por fanáticos corruptos o pervertidos.
El inquisidor no ofrecía su juicio sin ayuda, era auxiliado por algunos asesores, seleccionados de entre el clero local. La Inquisición fue, de cierta manera, el principio de la institución del sistema judicial moderno. Adicionalmente, el obispo examinaba las sentencias y el acusado podía apelar al papa. Así, el procedimiento inquisitorial era idóneo, incluso para las normas y criterios modernos sobre justicia. Contrario a lo que se nos ha dicho, la Inquisición frecuentemente absolvía a los procesados. Bernardo Gui [o Guidoni] ejerció la función de inquisidor en Toulouse con severidad, desde 1308 hasta 1323, él pronunció 930 juicios de los cuales 139 fueron absoluciones.
El acusado podía defenderse a sí mismo e incluso utilizar el recurso del abogado defensor, sin embargo, no siempre podía escuchar el testimonio de sus acusadores. Los historiadores han condenado severamente esta naturaleza sigilosa del procedimiento inquisitorial. Pero uno debe poner las cosas en el contexto apropiado, los herejes que la Inquisición persiguió eran ricos y poderosos, frecuentemente tenían hombres armados bajo sus órdenes, y no era raro que los testigos de cargo e incluso los inquisidores fueran asesinados. El testificar en contra de los líderes del Catarismo o de los Marranos podía ser tan peligroso como el testificar hoy día en contra de los jefes de la mafia. En 1485, el Gran Inquisidor español Pedro de Arbués fue apuñalado frente al altar por matones al servicio de los Marranos. Esta fue la razón por la que la Inquisición protegía el anonimato de ciertos testigos, se echaba mano del recurso de la interrogación secreta sólo en casos de necesidad. Pero el acusado se beneficiaba también con algunas garantías, y así, desde el comienzo del proceso podía presentar una lista de sus enemigos personales y, si el testigo anónimo se encontraba en tal lista, se desechaba automáticamente su declaración. Adicionalmente, el testimonio del acusador secreto era recibido en presencia del abogado defensor. En ese tiempo, el abogado era dispuesto por el tribunal para asegurarse que no revelaría la identidad de los testigos, pero esto tampoco demeritaba su tarea en absoluto. Varios juristas españoles se distinguieron por la calidad de sus alegatos ante los tribunales de la Inquisición.
Nótese que el principio de la denuncia anónima no era en sí mismo un procedimiento injusto como podría aparentar. Actualmente, en la provincia de Quebec, la “Ley para la Protección de Niños” permite las denuncias anónimas.
La otra gran objeción que se le hace a la Inquisición es su uso de la tortura durante los interrogatorios. Una vez más, se deben poner las cosas en el contexto adecuado. El interrogatorio inquisitorial no tiene comparación, por ejemplo, con las torturas sádicas de la Gestapo o la KGB. Fue comparativamente suave con relación a los tormentos de las cortes del orden común, donde también se imponía a los criminales de la época. Se empleaban tres métodos:
1. La Garrucha era una polea por donde pasaba una cuerda, atada a su vez a las muñecas del acusado, por medio de ésta, el acusado era elevado a cierta altura para ser soltado y detenido bruscamente, de una sola vez o en sucesivas paradas (sin tocar el suelo), lo cual infligía un dolor intenso sobre los hombros.
2. El Potro fue una cama que tenía unos postes o punzones metálicos de donde se sujetaban los miembros del acusado con cuerdas. El torturador tensaba las cuerdas y poco a poco estos punzones se enterraban en la carne del acusado.
3. La Toca era un embudo hecho de tela que permitía fluir agua hacia el estómago del acusado al punto de sofocación.
El procedimiento inquisitorial se regulaba minuciosamente en las prácticas de interrogación. Para que un acusado fuese enviado a tortura, debía ser perseguido por un crimen muy grave y el tribunal debía tener también serias sospechas de su culpabilidad. El obispo local tenía que dar su permiso, el cual protegía al acusado de un celo abusivo o de un inquisidor con mala fama. El interrogatorio no podía ser repetido, las instrucciones también estipulaban la presencia de un representante del obispo y de un médico durante la sesión de tortura, había prohibición de poner en peligro la vida del acusado y de mutilarlo, y la obligación del médico era proporcionar cuidados inmediatamente después de la sesión. Los enfermos, los ancianos y las mujeres embarazadas gozaban de condonación del interrogatorio bajo tortura. Aún más, la tortura raramente era empleada: de acuerdo a Jean Dumont corresponde sólo entre el 1 y 2% de los procesados, y según Bartolomé Bennassar, entre el 7 y el 11%.
Es sorprendente darse cuenta que la mayoría de estos acusados soportaron la tortura, y en consecuencia fueron absueltos. Uno podría pensar que si el objetivo de la tortura era obtener declaraciones inculpatorias a cualquier costo, uno debería aceptar que haciéndolo de esta manera nunca lo lograrían. Debe cuestionarse si el interrogatorio bajo amenaza de tortura no era sino sólo el último medio de defensa ofrecido al acusado, una especie de prueba judicial comparable a la “ordalía” de la Edad Media. Es mi opinión que esta hipótesis debe examinarse más a fondo.
La ordalía o “juicio de Dios” era una prueba judicial de uso común aproximadamente en AD 1000. El acusado demostraba sus declaraciones ante un tribunal por medio de la prueba del fuego, del agua o de la espada. En el primer caso sostenía entre sus manos un carbón encendido, si sus heridas sanaban dentro de cierto periodo, el tribunal concluía que su testimonio era cierto. En el segundo caso el acusado era atado y arrojado a un gran barril lleno de agua, si flotaba, lo cual era la tendencia normal debido al aire contenido en los pulmones, el tribunal concluía que había mentido, pero si se hundía, se interpretaba que estaba diciendo la verdad. En el último caso, la prueba de la espada, consistía en enfrentar a dos caballeros, representando cada uno testimonios contradictorios, la victoria resultante de uno de los dos caballeros significaba también la victoria del testimonio que representaba. La Iglesia siempre luchó en contra de la “ordalía”, el cual era un procedimiento supersticioso heredado de las viejas legislaciones paganas germánicas.
El uso de la tortura como medio de obtención de pruebas es chocante con la mentalidad moderna, pero en sí representaba un avance respecto a las “ordalías”. No se debe olvidar que el interrogatorio bajo tortura fue, en ese tiempo, empleado con mucho mayor frecuencia en los procedimientos contra los criminales del orden común [no herejes]. Adicionalmente, el Gran Inquisidor, San Juan de Capistrano, prohibió el uso de la tortura en los procedimientos inquisitoriales del siglo XV, más de 300 años antes de que lo hiciera el rey Luis XVI en los tribunales criminales de Francia, aunque la Inquisición española restableció su uso en este intervalo de tiempo.
Sin embargo, puede ser, a pesar del uso de la tortura, que el procedimiento inquisitorial represente un avance en la historia de la legislación. Por un lado, definitivamente descartó el uso de la ordalía como medio de obtención de pruebas, reemplazándola por el principio de prueba testimonial, el cual todavía tiene vigencia en las legislaciones de la actualidad. Por otro lado, se restablece el principio del Estado como fiscal o parte acusadora. Hasta ese tiempo, era la víctima la que tenía que demostrar la culpabilidad de su agresor, incluso en los procedimientos criminales más graves, esto frecuentemente era muy difícil cuando la víctima era débil y el criminal poderoso. Pero en la Inquisición la víctima no es más que un simple testigo, tal y como sucede en la actualidad. Era la autoridad eclesiástica quien ahora tenía sobre sí la carga de la prueba.
El número de herejes quemados por la Inquisición ha sido muy exagerado. Juan Antonio Llorente es el difusor original de estas cifras imaginarias, las cuales muchos estudios aún toman en cuenta [18]. Llorente fue un sacerdote apóstata quien se puso al servicio de la ocupación napoleónica en España. Después de haber calumniado a la Inquisición, destruyó los archivos que hubieran podido desmentirlo. Muchos historiadores aún se basan en estas cifras infladas basadas en su anticlerical imaginación [19]. Sin embargo, sus cifras han sido refutadas desde 1900 por Ernest Schafer y Alfonso Junco. De ahí en adelante, los historiadores honestos están de acuerdo en que el número de víctimas de la Inquisición española fue mucho menor de lo que generalmente se cree [20]. Jean Dumont habla de aproximadamente 400 ejecuciones en 24 años de reinado de Isabel la católica. Esto es muy poco en comparación con las 100 mil víctimas de las purgas de “colaboradores” en Francia de 1944-45, o las decenas de millones de personas que asesinaron los comunistas en Rusia, China y otros lugares.
Nótese también que aquellos quienes fueron condenados a muerte no siempre fueron ejecutados, sus sentencias algunas veces fueron conmutadas por prisión y sólo fueron quemados en efigie o estatua. Más aún, a los condenados no necesariamente se les quemaba vivos, si mostraban algún arrepentimiento eran sofocados antes de ser arrojados a la pira. Recuérdese también que sólo los reincidentes eran sentenciados a muerte, es decir aquellos quienes habiendo abjurado previamente recaían en su herejía.
Algunas personas se sorprenden porque la Iglesia en todas partes pide el perdón a los enemigos pero haya podido imponer la pena de muerte. Debemos observar que el principio de la labor de la autoridad pública no es el mismo que el de los fieles. El deber de caridad nos obliga a los individuos a perdonar, incluso a un criminal que haya cometido el peor de los delitos en contra de nuestros seres queridos. Pero el deber de caridad primario del Estado es proteger el orden público, defender el bienestar físico y espiritual de los sujetos. Si la pena capital es necesaria para asegurar la seguridad pública, el Estado o la Iglesia pueden recurrir a ésta. El Catecismo del Concilio de Trento (cap. 33, §1) y el Catecismo de la Iglesia Católica publicado por Juan Pablo II (art. 2266) reconocen la legitimidad de la pena de muerte.
Santo Tomás de Aquino justificó la ejecución de criminales en nada más que el temor a la muerte que frecuentemente facilita su conversión. Por supuesto, los capellanes de las prisiones pudieron atestiguar este hecho durante la época en que todavía existía la horca en Canadá, era raro ver algún condenado dirigirse al cadalso sin previamente haberse confesado con un sacerdote. Así, el castigo temporal de la muerte permitió al criminal evitar la pena eterna de la muerte, que es el infierno. De esta manera, el Estado practicaba verdadera caridad. El otorgarle la libertad, como se hace hoy bajo la pretensión del perdón, es dar al criminal la ocasión de la reincidencia en su pecado y la pérdida de su alma.
Así, la pena de muerte constituyó menos del 1% de las sentencias pronunciadas por la Inquisición. La mayor parte del tiempo los herejes fueron condenados a portar una cruz en sus ropajes, a realizar peregrinaciones, a servir en Tierra Santa o sufrir flagelación, la cual era meramente simbólica. Algunas veces el tribunal confiscaba sus bienes o los encarcelaba. Las prisiones de la Inquisición no fueron tan terribles como se dice, éstas debieron ser más cómodas que las prisiones comunes, ya que los criminales del orden común admitían haber cometido herejías con el fin de ser transferidos a éstas. Adicionalmente, los herejes frecuentemente se beneficiaban de los indultos. En 1495 la Reina Isabel proclamó un perdón general a todos aquellos a quienes la Inquisición había condenado.
La verdadera historia de la Inquisición no corresponde para nada con la leyenda negra esparcida por los enemigos de la Iglesia. Bartolomé Bennassar, quien no es un apologista del Santo Oficio, escribió en su ‘L’Inquisition espagnole, XVe-XIXe siècle’ (1979):
Si la Inquisición española hubiera sido un tribunal como los demás, no dudaría en concluir y sin temor a equivocarme, a pesar de las ideas preconcebidas, que era muy superior a los demás… Más eficiente sin duda, pero también más preciso y más escrupuloso, a pesar de la debilidad de cierto número de jueces quienes pudieron haber sido altivos, codiciosos o lascivos. Una justicia que practicaba un análisis muy atento al testimonio, el cual se llevaba a cabo por medio de meticulosos interrogatorios y que aceptaba sin dudar los desafíos de los testigos de descargo, y frecuentemente por las razones más insignificantes, una justicia que raramente empleaba la tortura y la cual, al contrario de ciertos tribunales civiles de justicia, después de un cuarto de siglo después de implacable severidad, difícilmente condenó a alguien a la pena capital y sólo administraba prudentemente el terrible castigo de las galeras. Una justicia ansiosa de educar, de explicar al acusado cuál fue su error por medio de reprimendas y consejos, y cuyas graves condenaciones sólo afectaron a los reincidentes.
(Pero) la Inquisición no puede ser considerada como un tribunal similar a otros. La Inquisición no fue encomendada para proteger personas y propiedades de las agresiones que podían afectarlas. Fue creada para prohibir creencias y cultos… [21]
Ahora hemos llegado al núcleo de la cuestión, como historiador honesto y competente, Bennassar no puede sino rechazar las calumnias que han circulado por siglos sobre el tema de la Inquisición. Pero como liberal y relativista no puede aceptar el principio que fue la base de esta institución, el cual es el poder de restricción o coerción religioso.
Después de todo, la única cosa que los liberales pueden reprochar aún a la Inquisición es haber combatido las religiones falsas. Sin embargo, esto es normal, ya que los liberales no creen que la Iglesia católica sea la única forma de salvación. Ellos tampoco comprenden la finalidad sobrenatural de la Inquisición.
Sin embargo, aquellos quienes tienen Fe, deben transmitir un juicio positivo sobre la Inquisición. Al purgar a la Iglesia católica en España de la influencia de los Marranos, el Santo Oficio salvó a España del Protestantismo y la libró de los horrores de las guerras religiosas, como las que destrozaron gran parte de Europa en el siglo XVI. Recuérdese que un tercio de la población alemana murió durante las numerosas guerras de religión que tomaron lugar entre 1520 y 1648. Si la quema de unos cuantos cientos de herejes permitió a España evitar tal conflicto, uno debe concluir que el Santo Oficio realizó un acto humanitario.
Adicionalmente, la Inquisición no sólo salvó a España, sino a toda la Iglesia. En el siglo XVI, el mundo católico estaba al borde de la ruina, atacado vehementemente por la revolución protestante en el norte y por la expansión turca otomana en el oriente. Francia, inmersa en una guerra civil, no podía ya proteger a la Iglesia, fue España quien salvó a la cristiandad, esto fue más notable durante el tiempo de la batalla de Lepanto en 1571.
A nivel interior, la Contrarreforma fue también una labor española, y si el catolicismo español fue capaz de desarrollar ese papel benéfico en el siglo XVI, fue debido a que la Inquisición defendió la integridad de la doctrina en el siglo XV. Hoy, la Iglesia y la sociedad quizás no estarían en esta lamentable condición si en los siglos XIX y XX hubiese existido una Inquisición que nos protegiera de las herejías modernas.
Ciertamente, uno no debe proponer el restablecimiento de la Inquisición, es demasiado tarde, la Inquisición sólo puede ser efectiva en una sociedad que es profundamente cristiana, es un arma defensiva, la cual no puede usarse para restaurar la Fe del mundo. Hoy la Iglesia está en la etapa de Reconquista.
Pero si hoy no existen las condiciones para restaurar la Inquisición, uno debe rehabilitarla a los ojos de la historia, con toda consideración hacia aquellos quienes aman ver a la Iglesia menospreciarse, los católicos no tienen razón para avergonzarse del pasado ni mucho menos de la labor de este santo tribunal.
Notas
- 1. Voltaire, “Inquisition,” Dictionnaire philosophique, dans OEuvres complètes, t.VII, Paris, Ed. Th. Desoer, 1818, pp.1309-1319.
- 2. Pope John Paul II, Tertio Millennio Adveniente, Montréal, Ed. Médiaspaul, 1994, §35, p.43.
- 3. A sect of the period, also referred to as the “Illuminati.”
- 4. De Maistre, Joseph, “Lettres à un gentilhomme russe sur l’Inquisition espagnole,” Oeuvres complètes, t.VII, Brussels, Éd. Société Nationale, 1838, pp.283-391; Morel, Jules, “Lettres à M. Louis Veuillot sur l’Inquisition moderne d’Espagne,” Incartades libérales de quelques auteurs catholiques, Paris, Éd. Victor Palmé, 1869, pp.31-241.
- 5. Dumont, Jean, L’Église au risque de l’Histoire, Limoges, Éd. Critérion, 1984, pp.171-231, and pp.343-413; L’Incomparable Isabelle la Catholique, Paris, Éd. Criterion, 1992, pp.79-110,
- 6. Testat, Guy et Jean, L’Inquisition, Paris, Éd. PUF, collection “Que sais-je?”, 1966, 126 pp.; Guiraud, Jean, L’Inquisition médiévale, Paris, Librairie Jules Tallandier, 1978, 238 pp.; Bennassar, Bartolomé, L’Inquisition espagnole XVe-XIXe siècles, Paris, Éd. Hachette, 1979, 397 p.
- 7. Choupin, L., “Hérésie,” Dictionnaire apologétique de la foi catholique, t. II, 1911, pp.442-457.
- 8. Ottaviani, Alfredo, L’Église et la Cité, Rome, Imprimerie polyglotte vaticane, 1963, 309 pp.
- 9. See Acts 13:8-12.
- 10. Guiraud, Jean, “Inquisition,” DARC, t. II, 1911m , col. 823-890; Vacandar, E., “Inquisition,” DTC, t.VII, col. 2016-2068.
- 11. The Catholic historian does even more: He judges the facts by the light of Catholic principles. On this question, see Dom Guéranger, “Le Sens chrétien de l’histoire” (Le Sel de la terre, 22, p.176).
- 12. For example, Hefelé, Le Cardinal Ximenès, Paris Librairie Poussielgue-Rusand, 1856, 588 pp.
- 13. Vernet, F., “Albigeois et Cathares,” Dictionnaire de théologie catholique, t.I, pp.1987-1999.
- 14. Léa, Henri-Charles, Histoire de l’Inquisition au Moyen Age, Paris, Éd. Jérôme Millon, 1986, 3 vols.
- 15. Cervantes, Don Quixote, Book I, chap.21.
- 16. Shylock: a Jewish usurer in Shakespeare’s comedy The Merchant of Venice.
- 17. Roth, Cecil, Histoire des Marranes, Paris, Éd. Liana Lévi, 1990.
- 18. Llorente, Juan Antonio, Historia critica de la Inquisicion en Espana, Madrid, Éd. Hiperion, 1981, (1st edition, 1822) 4 vols.
- 19. For example, among contemporary historians, Pierre Dominique asserts that the Spanish Inquisition condemned 178,382 persons of whom 16,376 were burned alive. [L’Inquisition. Paris, Ed. Perrin, 1969]; Henry Kamen puts it up to 341,021 the number of condemnations, of whom 31,912 were burned [Histoire de l’Inquisition espagnole, Paris, Éd. Albin Michel, 1966]. Note that Kamen revised these figures downwards in a later edition of his book (1966, pp.298-299).
- 20. Junco, Alfonso, Inquisicion sobre la Inquisicion, Mexico, Editorial Jus, 1959, pp.37-51.
- 21. Bennassar, Bartolomé, L’Inquisition espagnole XVe-XIXe siècle, Paris, Éd. Hachett, 1979, pp.389-390.
Traducción de Alejandro Villarreal de bibliaytradicion.wordpress.com
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