Con motivo del desencadenamiento de la actual pandemia, ha circulado –particularmente en Facebook–, una cita del escritor francés nacido en Argelia, Albert Camus, de la cual algunas personas se han hecho eco, mientras que otras la han incorporado a su perfil de WhatsApp y otras redes sociales.
Pero antes de comentar la cita –que es el propósito de este artículo–, digamos unas breves palabras sobre este importante escritor: Camus fue novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista, a quien se le otorgó el Premio Nobel de Literatura en 1957.
Quizá porque su obra refleja de manera notoria la influencia de Schopenhauer, Nietzsche y del existencialismo alemán, se le llamó «profeta del absurdo» y se le atribuyó la conformación del pensamiento filosófico conocido como ‘absurdismo’, aunque él mismo, en su texto «El enigma», reniega de dicha etiqueta. También se le asoció con el existencialismo, pero –de igual forma– Camus siempre se consideró ajeno a él.
La cita es la siguiente:
«Lo peor de la peste no es que mata a los cuerpos sino que desnuda las almas, y ese espectáculo suele ser horroroso».
Vista así, fuera del contexto de la novela, parece una expresión concluyente. Y tal vez lo sea. Pero atendiendo al propio criterio del autor y a su explícito distanciamiento del absurdo y del existencialismo, no podría serlo. Al menos, no como un epígrafe que sintetiza todo un pensamiento.
De modo, pues, que aunque algunos se empeñen en lanzar dicha sentencia como una saeta, y conferirle un tono lapidario haciéndola ver como el epitafio que sella el destino y la tumba de nuestra civilización, conociendo la agudeza y la profundidad del pensamiento de su autor, no lo es.
Lo peor que podría pasarnos ahora sería dejarnos arrastrar hacia el abismo del pesimismo y del sinsentido, usando sus propias palabras en contravía de lo que él enfáticamente siempre rechazó. Interpretarlo así es erróneo.
Pero este hecho, y esa visión fatalista, evocan y hacen resonar en mi memoria otras sentencias filosóficas con un marcado tono existencial, y un breve pasaje literario que encuentro oportuno citar y contrastar.
Comienzo con Jean Paul Sartre, cabeza y verdadero exponente del existencialismo, quien –este sí, con toda la carga de pesimismo, negatividad y absurdo propios de su aparato filosófico– dice:
«El infierno son los otros».
Con postulados como éste, Sartre no sólo ha abierto la puerta que le dio paso a lo que Jean-François Lyotard llamó Posmodernidad, sino que junto con las ideas de su compañera Simone de Beauvoir, lo convierten en el autor intelectual y, además, en padre y agente de la misma. Y la Posmodernidad condujo a la humanidad hacia la catarsis que comenzó en mayo del 68, y que ahora ha hecho metástasis.
Pero así como Sartre, otro importante filósofo y dramaturgo francés, Gabriel Marcel (París, 7 de diciembre de 1889 – 8 de octubre de 1973), también conocido como «existencialista», aunque de signo contrario al de Sartre, y quien se convirtió al catolicismo en 1929, afirmó:
«El paraíso son los otros».
El contraste es impactante, ¿no?
Para no quedarnos con la sensación de estar moviéndonos entre posturas extremas, después de estas citas encuentro oportuno hacer referencia aquí a un significativo pasaje de una de las obras del escritor de literatura infantil y fantástica Michael Ende (Alemania, 12 de noviembre de 1929 – 28 de agosto de 1995), autor –entre otras– de la novela «La historia sin fin».
Este pasaje narra cómo el niño protagonista de la historia, con los personajes que le acompañan en su búsqueda, es advertido de que no debe dejarse absorber o tragar por «los pantanos de la tristeza», que conforman el extenso y difícil territorio que debe atravesar para cumplir su misión.
Un terreno que impone un tránsito pesado y lento, y que está rodeado y sumido en una atmósfera densa y lúgubre. De hecho, durante la travesía, algunos de sus amigos más queridos son vencidos por la tristeza, y sucumben en dichos pantanos, sin voluntad para seguir, por lo cual acaban siendo literalmente tragados, como si se tratara de arenas movedizas, aunque en principio no lo son.
Pues bien, de esto es precisamente de lo que se trata: de no dejarse arrastrar por la frustración y el pesimismo existencial; por aquellas ideas que postulan como algo inocuo, inútil y absurdo cualquier esfuerzo que merezca la pena, ante la supuesta carencia de sentido o de un meta-relato que fundamente y dé sentido a la existencia.
Pero tampoco se trata de incurrir en un buenismo insulso, en un optimismo a ultranza o en una especie de «pensamiento positivo», totalmente apartados de la realidad y, por lo mismo, del sentido común y de la recta razón.
De modo, pues, que respondiendo más a la incorrecta interpretación de dicha frase que a la sentencia en sí, me atrevo a afirmar y a concluir:
No todas las almas están sucias y corrompidas. Algunas, en medio de la peste, cuando quedan «desnudas», resplandecen, brillan y llevan luz, llegando a cubrir, incluso, el horroroso espectáculo de las que habitan en la oscuridad.
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