La masa enfurecida, de Douglas Murray, es uno de los libros más importantes de los últimos años. Es una llamada de atención sobre el estado de locura colectiva al que nos está arrastrando la “política de la identidad” (feminista-multicultural-homosexualista…).
Quien así habla es el catedrático Francisco José Contreras, quien, en diálogo con Murray, propone las siguientes seis tesis:
- La política de la identidad implica el fin del individuo, que es disuelto en la tribu. Se divide a la sociedad en grupos enfrentados: sí, es la lucha de sexos, razas y orientaciones sexuales sustituyendo a la de clases. Al hacerlo, colectiviza tanto la responsabilidad moral (formidable regresión: “¿pecó él o sus padres?”, Jn. 9,1) como el pensamiento, los intereses y las necesidades. Por ejemplo, si Fulano Pérez le pega a Mengana Rodríguez, no se trata de una agresión de pareja, sino de un episodio más de la eterna batalla en la que los hombres como colectividad intentan dominar a las mujeres como colectividad. Fulano es un soldado más del ejército masculino, en constante lucha contra el femenino. Fulano nos representa a todos los varones: “El violador eres tú”. No exagero, es la letra de la ley: “Violencia de género es la que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas [por sus parejas sentimentales]» (art. 1 Ley de Protección Integral contra la Violencia de Género, España).
- La política de la identidad es vivida como una pseudorreligión, en un siglo caracterizado por el vacío existencial y el fin de los “grandes relatos”. “Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo mismo no me siento demasiado bien”. Pero no íbamos a ser, dice Murray, la única sociedad de la historia sin religión. El joven de 20 años necesitado de encontrar sentido a su vida lo busca en la heroica lucha contra el machismo, el racismo y la homofobia/transfobia que le propone el marxismo cultural. La identity politics es profesada por muchos como una fe sustitutiva, como ocurrió en su momento con el comunismo.
- La política de la identidad lleva a Occidente a la autodenigración, a abjurar de su pasado. La retroproyección anacrónica de los rigurosísimos criterios de antidiscriminación convierte nuestra historia en una larga pesadilla de machismo, homofobia y racismo estructurales. Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe…: una panda de “viejos hombres blancos” que no creían en el empoderamiento lésbico ni en los WC transgénero. Churchill, un odioso racista. Hernán Cortés, un genocida y un violador de Malinches; el 12 de Octubre, “nada que celebrar”.
- La identity politics necesita alimentar constantemente el victimismo. La mujer debe sentirse víctima, el negro debe sentirse discriminado, el homosexual debe sentirse perseguido. Cuenta para ello con puntos débiles de la naturaleza humana, como la facilidad para la autocompasión y la necesidad de encontrar explicaciones externas para los propios fracasos. Es tentador poder creer que, si fallé en aquel examen de acceso a la Universidad, o si no tuve una carrera profesional tan brillante como esperaba, fue, no porque me faltara talento o esfuerzo, sino porque el sistema me discriminó por mi sexo, raza u orientación sexual.
- La política de la identidad se está deslizando hacia el totalitarismo. Es totalitarismo soft, porque no mata. Pero es totalitarismo. Se está convirtiendo en una verdadera religión de Estado que es martilleada en las escuelas, las universidades, los medios de comunicación, las grandes empresas… La discrepancia pública se hace cada vez más arriesgada. Peligran las reputaciones y los empleos. Con el pretexto del “discurso de odio” (concepto arbitrario e inobjetivable: “jurisprudencia del sentimiento”), empiezan a aprobarse leyes que castigan al hereje con multas o censura.
- La política de la identidad se basa en el dogma de la “interseccionalidad” (Peggy MacIntosh), a saber, la interconexión entre las respectivas opresiones de grupo: gays, mujeres, minorías raciales, etc. son aplastados por una misma “matriz de opresión”. Por tanto, sus luchas por el empoderamiento son articulables, coherentes entre sí: negros, mujeres, trans… même combat! Precisamente uno de los aspectos más lúcidos del libro de Murray es su ataque al mito de la interseccionalidad.
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