Hemos perdido la moderación, la natural medida y compostura con las que nos corresponde presentarnos, relacionarnos y expresarnos. Necesitamos recuperar la Prudencia: el recato, la modestia, con respecto a la propia vida o a hablar de sí mismo, para evitar un vicio muy en boga hoy día: el exhibicionismo.
Hay una diferencia esencial entre lo que se considera “Dar el testimonio” y “Dar testimonio de vida”. Son dos cosas no sólo distintas, sino contrarias.
El contraste se hace patente, de modo particular, ante la evidente pérdida de la moderación, es decir, de la natural medida y compostura con las que nos corresponde presentarnos, relacionarnos y expresarnos. Y, con ellas, del sigilo propio de una persona advertida, es decir, racionalmente situada en la realidad y con respecto a ella. Diríamos de la prudencia –virtud cardinal y, como tal, propia de la razón, es decir, de la Persona humana–.
Esta referencia antropológica es esencial, pues alude al fundamento de lo que es propio del ser humano: una ética racional. Por ello advertimos sobre la necesidad de la Prudencia (entendida aquí como recato, modestia,) con respecto a la propia vida o a hablar de sí mismo. Es decir, a evitar un vicio muy en boga hoy día: el exhibicionismo.
Infortunadamente, por cuenta de un malentendido ‘pastoral’ y teológico no debidamente aclarado entre los católicos, éste ha hecho tendencia entre algunas personas y congregaciones de corte pentecostalista o pseudo carismático, bajo el supuesto de “dar o contar el propio testimonio”. Y lo hacen descendiendo a detalles innecesarios, nada edificantes, –con imprudencia y desaprensión, sin considerar el fuero íntimo y las consecuencias que ello puede traer sobre sí mismos o acarrearles a otros–.
De esta manera acaban narrando no sólo ante un auditorio presente, sino ante quienes escuchen o vean la grabación, aspectos de sus vidas y descubriendo pecados que no es necesario ni útil conocer. Al contrario, el tono escandaloso y el enfoque de muchos de estos relatos bien podría identificarse como una forma de pornografía, pues no hace más que pulsar y hacer resonar las más bajas fibras de la sensibilidad humana, despertando una curiosidad malsana.
Al respecto, conviene precisar y saber que, para un cristiano, “dar testimonio de vida” es justamente lo opuesto: dejar atrás al “hombre viejo” (Efesios 4, 22-24), y asumir un modo de hablar y de vivir edificante, que corresponda a la coherencia que debe haber entre la fe que se profesa y la ética que se vive, por la gracia de la conversión. Es decir, al “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Filipenses 2, 1-11). Tanto es así, que el mismo Apóstol Pablo dice que “hay cosas vergonzosas que no se deben siquiera mencionar entre los creyentes”.
“La fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros, como conviene a los santos”.Efesios 5, 3
De modo, pues, que “dar un testimonio de vida” no equivale a solazarse en las propias miserias, pasiones y pecados de manera escandalosa, narcisista y exhibicionista. Tampoco consiste en dejar entrever lo ‘astuto, sagaz o malo’ que fui –lo cual se supone quedó en el pasado–, como para dar a entender que “aunque converso, no soy un tonto”.
No: “dar el testimonio de vida” es demostrar con la vida que «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2, 20); que nuestra existencia no se resuelve en una tensión entre “teoría y praxis”, sino que en nosotros obra la Sagrada Presencia y la Palabra del Señor (mediante la Gracia Sacramental), que afirmó: «Mis palabras son Espíritu y Vida» (Juan 6, 63). Y que nos instó, diciendo:
«Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos».Mateo 5, 16
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