En nuestra época secularizada las manifestaciones de odio satánico contra la religión no son frecuentes. El odio a Dios se disfraza, por lo general, de un laicismo frío o de una indiferencia pretensiosa, actitudes que parecen ser más de acuerdo a la post modernidad.
Sin embargo, lo ocurrido este pasado fin de semana en Santiago de Chile fue la emergencia de un bramido de odio incendiario contra Dios como nunca, desde que tengo memoria, se había hecho sentir.
Las dos iglesias históricas ubicadas a pocas cuadras del epicentro de las manifestaciones de protesta, que comenzaron exactamente un año atrás, fueron –nuevamente- el blanco de ese odio. Digo nuevamente, porque ellas ya habían sido gravemente vandalizadas hace algunos meses atrás, en medio de desórdenes similares provocados por una izquierda siempre más radicalizada.
Este domingo pasado, ambos templos fueron literalmente destruidos. La prensa mundial difundió las imágenes de ambas iglesias en llamas, en medio de las cuales se veían a cientos de energúmenos festejando y aplaudiendo la caída de la torre de una de ellas. Si el Dante hubiese visto estas escenas, ciertamente le hubieran servido para ilustrar su descripción del infierno.
Hoy martes, a dos días del incendio visité los escombros de ambos templos. Lo que ví en los pedazos de muros que aún quedaban de pie fueron groserías, obscenidades y, en medio de ellas una consagración a Lucifer, escrita en un mal latín, acompañada del número 666, que rezaba “In nomine de nostre Satanas Lucifer excelsi”. En el muro opuesto, otro grafiti condenaba a Nuestro Señor: “Muere Nazareno”. Poco más adelante: “Satán aprueba”, en referencia al plebiscito que se votará este próximo Domingo. Todo entremezclado con acusaciones al clero, a la policía de Carabineros y a un llamado de “liberación animal”.
Caminar en medio de las cenizas, viendo pedazos de los resto del vía crucis, cuyas escenas desfiguradas, quemadas, pintarrajeadas, parecían recrear una nueva Pasión, en medio de un infierno de insolencia y brutalidad.
Mientras grababa algunas escenas de este panorama, vi a un modesto hombre que con su celular hacía lo mismo. Dirigiéndose a mí, y como para desahogar su consternación me dijo: “Yo bauticé aquí a todos mis nietos, ni Dios quiera que ellos crezcan así”.
Una vez salido de ese espectáculo apocalíptico, comencé a preguntarme, ¿cómo pudo ser que tantos hayan participado de esta verdadera orgía satánica? ¿De dónde salió esta generación de chilenos? ¿Cómo pudieron pervertirse de este modo?
Y poco a poco, las respuestas venían a mi mente. Ellos crecieron en un ambiente saturado de exigencias de más igualdad y de más libertad. Todo debería ser alcanzado de inmediato y para siempre. Fue la promesa de los sucesivos gobiernos socialistas a lo largo de las últimas tres décadas.
En seguida, me vino a la memoria un artículo del Dr. Plinio Correa de Oliveira, titulado “los 4 hermanos”, en el cual sostenía el ilustre pensador católico que para que pudiera haber caridad entre los hermanos, ellos deberían ser desiguales. Caso contrario, afirmaba, ninguno podría dar nada al otro; ni el otro tendría nada para recibir de ninguno de los otros tres. La única fraternidad, de la cual nace la caridad, concluía, es la fraternidad que nace de la desigualdad.
Estos incendiarios son fruto de la ideología donde la fraternidad exige la absoluta igualdad. Y en esa ideología no puede existir la caridad, precisamente porque no se puede ejercitar.
Y decir que no hay lugar para la caridad, es lo mismo que afirmar que no hay lugar para Dios, pues “Deus caritas est”.
Todas estas ideas se me venían a la cabeza en medio de las impresiones y del olor al ollín con que habían quedado impregnada mi ropa.
Por último me dije a mi mismo, ¿cómo pensar que somos todos “hermanos”, de acuerdo a la última encíclica de Francisco y, al mismo tiempo postular una igualdad creciente, planificada por organismos internacionales?
¿Cómo no ver que de la igualdad absoluta, en donde forzosamente se relativiza la propiedad privada y se pone todo al alcance de todos, nace este espíritu anárquico que destruyó estas iglesias?
¿No será este espíritu de rebelión, que se generalizará en la generación que está creciendo en medio del abandono de la Fe y de la promesa de igualdad y fraternidad?
En medio de esas cavilaciones, me parecía oír un grito desesperado, rebelde y blasfemo que aullaba: “No serviré”.
Juan Antonio Montes Varas – Credo; pasado, presente y futuro de Chile
Este artículo se publicó primeramente en italiano en www.aldomariavalli.it
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