Que no es lo mismo que “nada que celebrar”. El Coronavirus y sus gestores han conseguido anular las expresiones públicas de alegría y de pesar. Ni bautizos, ni bodas ni entierros salvo “en la más estricta intimidad”. Mucho menos las fiestas en que los pueblos celebran su historia, aquellos hechos que hacen de la gente un “nosotros” como sociedad civil o religiosa. Nos quedamos sin “los jueves que relucen más que el Sol”, sin las procesiones, de reminiscencias gremiales y forales, sin las cabalgatas, sin la ofrenda de flores a la Patrona (en el punto de mira de Podemos), sin las corridas de toros y “els bous als carrers”, sin las “mascletaes”, sin las “filaes de moros i cristians” o los zuavos de Bocairent – el carlismo sociológico hecho cultura popular-, sin los eventos culturales y deportivos en que la gente se reconoce en los colores de banderas y camisetas… Nos quedamos sin 9 de Octubre en el Reino de Valencia y sin el 12 de Octubre en Aragón y el resto de España. Todo esto y más se lo llevó el maldito bicho que importamos de lo que no debió ser más que fecunda ruta de la seda.
Hay quienes creen en dinamismos extrahumanos que mueven la historia a trompicones fatídicos, más allá del libre albedrío y las autodeterminaciones que pregonan. Y aprovechando confinamientos y amedrentamientos justificados con estadísticas de discutibles orígenes pero de efectos horripilantes, consideran llegado el momento de los cambios constitucionales sin los protocolos legales.
Y movilizan policías patrióticas para silenciar protestas individuales o grupales. Se introducen mecanismos de censura en las redes sociales, en las app de los teléfonos móviles. Se rastrean los orígenes y recorrido de las fake news, de toda palabra, obra o imagen susceptible de ser considerada delito de odio. Se declara pecado el pasado y pecador público quien lo recuerde sin denostarlo. Se quitan del código penal las ofensas a símbolos y personas en torno a los cuales nos reconocemos como comunidad diferenciada. Y hasta la sedición desaparece como delito, en el programa “progresista”.
Y el pueblo soberano se asombra – y se cabrea- viendo a los poderes del Estado a la greña: Ministros y Jueces tirándose los trastos, el Gobierno chuleándose de tener al Jefe del Estado bajo su potestad, limitando sus movimientos y espiando sus comunicaciones; el Parlamento, convertido en inútil y estruendosa jaula de grillos, con una mayoría ocasional que tiene en común sus fobias más que sus filias.
Las restricciones llegan hasta el reducto de lo espiritual: Cierre de los lugares de culto, en la fase dura, aforo limitado en las sucesivas, cambios rituales en las celebraciones litúrgicas… Los obispos, a la vista de sus expresiones públicas, se muestran acomodaticios a estas y a otras medidas. Eventualmente una discreta protesta ante el avance de la eutanasia… y a tragar ante la “resignificación” del Valle de los Caídos y la expulsión de su comunidad benedictina. O su complacencia ante el presente y el porvenir de la enseñanza concertada forzada a vehiculizar la ideología de género, como nueva confesionalidad.
Esperemos que no se haga camino al andar y que volvamos a reunirnos para orar, reir, cantar, llorar, vitorear y abuchear. Que nos volvamos a reconocer como pueblo en torno a la Cruz, a la bandera de España, a la Real Senyera, a la Corona. Y que la nueva normalidad la recordemos como una pesadilla.
Una mención especial a los que pretenden abanderar la Causa de la Legitimidad. Para que sepan calcular sus pasos, sus palabras y sus silencios. Es el momento de estar a la altura de las circunstancias.
Mientras tanto, que los que leen y los que hacen REINO DE VALENCIA celebren en la Navidad que Dios se hizo hombre y que intenten divinizar su condición humana y construir el Reino en este espacio de peregrinaje, dando testimonio a tiempo y destiempo del mensaje evangélico.
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