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«Solo cumplíamos órdenes»: los Esaús de Nuremberg

Tras el COVID será necesario un nuevo Nuremberg y juzgar a los responsables de la gran mentira.

Esaú, el primogénito, llegó de cazar y le dijo a su hermano Jacob, que estaba cocinando potaje de lentejas: «¡Rápido, déjame comer un poco de ese estofado! ¡Estoy famélico!». Jacob respondió: «Primero, véndeme tu primogenitura». Esaú dijo: «Mira, estoy a punto de morir: ¿de qué me sirve la primogenitura?». Entonces hizo un juramento, vendiendo su primogenitura a Jacob por un plato de estofado. La Biblia resume este acalorado intercambio con una fría declaración: «Entonces Esaú despreció su primogenitura» (Gén. 25:34).

Este episodio bíblico ha sido el fundamento para la creación de lo que suele llamarse «síndrome de Esaú», que desde su vertiente psicológica viene a nombrar una enfermedad mental que consiste en ejecutar una acción sin pensar en las consecuencias, en el karma que ese acto acarreará inevitablemente, porque toda causa tiene su efecto, por lo cual, antes de emprender una acción, deberíamos tener plena conciencia de los resultados que vamos a provocar con esa conducta.

Esta manera de actuar  tiene como causa que el sujeto que se lanza a hacer algo de manera inconsciente solo piensa en satisfacer su necesidad inmediata de forma compulsiva, cediendo ante el impulso o el instinto del momento, sin pararse a reflexionar sobre las consecuencias que su acto traerá aparejadas, sobre la factura que su acción le pasará, más tarde o más temprano.

¿Qué circunstancias son las que llevan a tanta gente a satisfacer ansiosamente sus pulsiones, sin detenerse a calibrar las consecuencias de sus actos, sobre sí mismo y sobre los demás?… pues aquellas que expresan los más ancestrales arquetipos de la humanidad: el ansia de poder, de gloria, de fama, de riquezas, de sexo… Si me apuran, podría resumirlas en dos: el estómago, y la entrepierna.

Lo más trágico de este síndrome es que la factura kármica que se nos pasará inexorablemente está en proporción directa de lo que hayamos vendido para satisfacer nuestras pasiones inmediatas, ya que no es lo mismo vender la primogenitura, que vender el alma, entendiendo bajo este término esa dimensión de nuestro ser donde radica nuestra dignidad como seres humanos, nuestra esencia, pues allí tienen su asiento nuestras más preclaras cualidades: la libertad, la propia autoestima, el honor, la responsabilidad, la fidelidad a nosotros mismos, la verdad, la honestidad… Vender todo esto por un plato de lentejas, por el terciopelo del poder, por el burbujeo del sexo, por las palmaditas en la espalda, por halagos lisonjeros, por un trabajillo con despacho, por salir en una foto, por los oropeles de la vanagloria, etc., es una locura manifiesta, y más cuando, por conseguir estas baratijas, nuestras conductas prostituidas dañan a terceras personas, a colectividades enteras, a todo un pueblo.

Eva vendió su elevada condición humana por una manzana, por un ansia de ser semidiosa, y acabó pariendo con dolor, sometida al sufrimiento y a la muerte… Es el más claro antecedente de Esaú, «el síndrome de Eva».

Muy parecido es el «síndrome de Fausto», el doctor que vendió su alma al Diablo a cambio de conocimiento y poder. Otro «Esaú», como vemos, aunque más literario.

Y, aterrizando ya en la actual situación mundial, el «síndrome de Esaú» sí que es un auténtico virus, una maléfica enfermedad que ha arrollado a casi todo aquel que ha colaborado con el terror coronavírico, engendrando un Himalaya de miedo apoteósico con ochomiles de mentiras como no se había visto jamás, un tsunami de medidas dictatoriales que han esclavizado a la especie humana en toda su globalidad y que ―en su giro más retorcido, en su bucle más satánico―, han desencadenado una conspiración que quiere exterminar a una gran parte de la Humanidad, esclavizando luego a los supervivientes.

Sí, «esaús» que habéis vendido vuestra dignidad, vuestro honor y vuestra alma a los poderes infernales del Tártaro, con el fin de degustar vuestras lentejas, mantener vuestra poltrona, extasiarse con las alharacas de poder, ramonear prebendas en los enmoquetados salones de la élite luciferina; con la intención de que no se os señale, de que no se os eche de la foto, de que no sintáis espadas de Damocles con vuestro nombre, de que los drones de la dictadura no os busquen, de que podáis engolfaros en vuestros despachos…

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Sí, claro, ante el dedo que os acusa de atentar contra los derechos humanos, todos decís lo mismo ―policías, médicos, periodistas, políticos…―: «Solo obedecíamos órdenes». Y esas órdenes os decían que reprimierais a la gente, que mintierais creando un colosal Himalaya de mentiras, que aplicarais a la población medidas sanitarias perjudiciales que quebrantarían nuestra salud, que arruinaseis el país a base de confinamientos y medidas despóticas, que establecierais una dictadura salvaje donde los ciudadanos solo seremos borregos para el matarife… Sí, os ordenaron esas cosas, y vosotros, todos a una, habéis obedecido sin rechistar, habéis aplaudido, os habéis engolfado con vuestros atentados a los derechos humanos, porque, total, aplastar a la gente es un signo de poder, y me da mis cinco minutos de gloria.

Porque, además de agarraros con uñas y dientes a vuestras poltronas, hay otra razón de peso que os ha impulsado a prostituir vuestra alma por las puñeteras lentejas y lentejuelas: en el fondo, muchos de vosotros creéis que las víctimas son seres humanos inferiores, por lo cual quitarles sus derechos y atentar contra su salud bien valía un plato de lentejas.

Lameculos, tiralevitas, lacayunos, mercenarios, sicarios, esbirros, sayones, matones, verdugos, alguaciles, ministriles de la satrapía del NOM, de las élites plutosatánicas que han creado la plandemia, que habéis prestado servil obediencia a los gerifaltes del Averno, que colaboráis en esta checa gigantesca donde se nos somete a una tortura brutal con el fin de que aceptemos sin rechistar la mortifera vacuna… y decidme: «¿Estáis contentos? ¿Os produce satisfacción cumplir con una órdenes que atentan contra los derechos ciudadanos y contra la misma vida? ¿Dormís bien por las noches, sabiendo ―como sabéis― que os habéis convertido en lobos para el pueblo al que jurasteis proteger, sanar, informar, y dirigir? ¿Acaso no os habéis dado cuenta todavía de que estáis vendiendo vuestra alma, traicionando vuestra conciencia, causando daño a vuestros semejantes con vuestro silencio, con vuestra cobardía, con vuestra obediencia, con vuestras mentiras?

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Guiados por el «síndrome de Esaú» habéis prostituido vuestra dignidad y vuestra conciencia igual que una prostituta vende su cuerpo, y os habéis escudado en esas tres perversas palabras bajo las cuales se han engendrado todas las dictaduras: «Solo cumplíamos órdenes». ¿Qué pensáis que ocurrirá si en un mañana futurible os veis en un banquillo estilo Nuremberg? Alegaréis ―por supuesto― que «yo no tenía nada que ver, no era mi competencia, no firmé eso, y si lo firmé, entonces lo hice de forma automática»…

Pero, ojo, en el Estatuto de Nuremberg que se aplicó a los jerarcas nazis se afirmó taxativamente que «El hecho de que una persona haya actuado por orden de su gobierno o de sus superiores no le quita su responsabilidad bajo el derecho internacional, debido a que todavía tenía una opciónmoral». Y esta jurisprudencia sigue estando vigente

A partir de ese importante precedente, en el Derecho internacional no se reconoce a la obediencia debida como eximente de responsabilidad penal. Así, por ejemplo, la Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de la ONU (artículo 5º), de 9 de diciembre de 1975, el Código de conducta de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley de la ONU (artículo 5º), de 17 de diciembre de 1979, la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Pena Crueles, Inhumanos o Degradantes (artículo 2.3, «No podrá invocarse una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública como justificación de la tortura»), de 10 de diciembre de 1984 y la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura (artículo 4º, «El hecho de haber actuado bajo órdenes superiores no exime de la responsabilidad penal correspondiente»), de 9 de diciembre de 1985.

En muchos casos las leyes penales han establecido que la obediencia debida no exime de responsabilidad penal cuando el autor material sabía que estaba cometiendo un delito o su ilicitud era manifiesta, como sucede en materia de violaciones de derechos humanos, violaciones que se están perpetrando de manera escandalosa con el pretexto plandémico. La obediencia debida, como eximente de responsabilidad penal, no debe ser confundida con la causal de justificación llamada «cumplimiento del deber», donde el mandato no proviene de una autoridad superior, sino de la ley misma

Las fuerzas armadas de los Estados Unidos modificaron su Código de Justicia Militar (Uniform Code of Military Justice) después de la Segunda Guerra Mundial. Incluyeron una regla que anulaba esta defensa, esencialmente estableciendo que el personal militar estadounidense está autorizado para no cumplir órdenes contrarias a derecho. Esta defensa continúa utilizándose, principalmente debido a que una orden contraria a derecho presenta un dilema ante el cual no hay un escape legal.

El Pleno de la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo español dictó con fecha 22 de marzo de 2018 una sentencia rechazando que en el ámbito castrense la obediencia debida pueda ser considerada como causa de exclusión de la responsabilidad. Razona el Tribunal Supremo que en un sistema democrático no resulta aceptable el postulado de la obediencia debida cuando es la Ley, precisamente, la fuente de toda autoridad y, por ende, nadie puede situarse en un plano superior a la misma. Existe por tanto, y sin perjuicio de una obediencia jerárquica, ante todo una obediencia legal, habiendo obligación de obedecer al superior en relación con toda orden que se encuentre de acuerdo con el ordenamiento jurídico y, correlativamente hay obligación de desobedecer toda orden contraria al ordenamiento jurídico.

Y, por encima del ordenamiento jurídico, está el derecho natural, y los códigos deontológicos de esas profesiones que más han colaborado con la dictadura distópica en la que sobrevivimos.

Y, hablando de distopía, acabamos con una cita del distopicador Georges Orwell, dirigida a los periodistas, pero que se puede aplicar también a todos los colectivos que vendieron su alma a quien yo me sé, como siniestros Faustos: «Ante todo, un aviso a los periodistas ingleses de izquierda y a los intelectuales en general: recuerden que la deshonestidad y la cobardía siempre se pagan. No vayan a creerse que por años y años pueden estar haciendo de serviles propagandistas del régimen soviético o de otro cualquiera y después pueden volver repentinamente a la honestidad intelectual. Eso es prostitución y nada más que prostitución».

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