“Las civilizaciones que están en trance de desaparición o de colapso total, cuando llegan a los estertores de su existencia, hacen casi siempre alardes excesivos de crueldad. Y casi siempre, las víctimas de esa crueldad apocalíptica suelen ser los más débiles, aquellos que no pueden defenderse por sí mismos y que, por tanto, dependen de la caridad y conmiseración del resto de la sociedad. Los niños, los ancianos, los enfermos…, siempre han sido ellos los destinatarios de la ira de aquellos que elevaron el odio a la categoría de ideología política.”
Viene como anillo al dedo esta sabia admonición del periodista español Rafael Nieto (https://alianzareconstruccioncolombia.org/vidas-indignas/) para explicar el proceso de descomposición moral que tiene a nuestro amado país al borde del colapso total.
Nuestra sociedad cohonestó con su silencio e indiferencia la mayor crueldad de la que se tenga noticia en contra de la población rural, cometida por las guerrillas de FARC, M-19, ELN, y EPL durante los últimos cincuenta años: Masacres, secuestros y violaciones de menores, abortos forzados, despojo de tierras a los campesinos, extorsiones llamadas eufemísticamente “vacunas”, y toda clase de vejaciones contra la dignidad, la integridad física y la propiedad de millones de colombianos. Campos de concentración más ignominiosos que los usados por los nazis se levantaron en lo más profundo de la inhóspita selva. Se cuenta, asimismo, que el M-19, grupo del cual formaba parte Gustavo Petro, enterraba a los secuestrados en tenebrosos hoyos donde les arrojaban encima excrementos humanos. Difícil resulta encontrar en los anales de la historia, capítulos de mayor crueldad y aberración.
Son culpables nuestros gobernantes, por omisión en materia grave, con la excepción, hay que decirlo, del período 2002-2010 en el que se puso en marcha la Seguridad Democrática.
Pero bien poco duró ese dique contra la crueldad y la anarquía, pues, en nombre de una paz que ya se estaba alcanzando mediante el ejercicio de la autoridad dentro del régimen democrático, se suscribió un acuerdo entre el gobierno Santos y los narco-guerrilleros de las Farc. Sometido el pacto a la refrendación popular mediante el plebiscito del 2016, la voluntad soberana del pueblo lo rechazó mayoritariamente. Santos, con la complicidad de la Corte Constitucional, invalidó la decisión del constituyente primario y le otorgó al tal acuerdo la refrendación que necesitaba para nacer a la vida jurídica.
Ese origen espurio no fue óbice para que los presidentes Santos y Duque se apresuraran a implementar y cumplir al pie de la letra el claudicante pacto, sin exigir a los bandoleros el cumplimiento de los escasos compromisos que habían suscrito.
Todo este apocalíptico proceso se ha cumplido en nombre de la ideología marxista, utilizada por los delincuentes para justificar toda clase de ilícitos, comenzando por el tráfico de cocaína.
De los secuestrados, los asesinados, los menores reclutados, las niñas violadas, nadie se acuerda. Eran, según la propaganda oficial, la razón de ser del acuerdo, pero para ellos no ha existido ninguna reparación.
Los desposeídos de sus tierras continúan vagando en busca del sustento. Quienes persisten en continuar viviendo en el campo o en las pequeñas poblaciones a pesar de la inseguridad reinante, siguen pagando la “vacuna” a los mismos guerrilleros, ahora con distinto brazalete.
El negocio para las FARC fue redondo: Continuaron delinquiendo y son, ahora, el cartel de narcotráfico más poderoso del mundo. El ELN, que estaba al borde de desaparecer, ahora se ha revitalizado y cada vez ocupa más territorio y se atreve a cometer atentados en plena capital de la República, como el de la Escuela de Cadetes de la Policía.
Cuentan ahora con unos gobernantes débiles y unos tribunales dispuestos a otorgarles absoluta impunidad. Quienes se atrevan a contradecirlos se convierten automáticamente en víctimas. Quien pretenda sumarse a la tarea de sustituir manualmente la coca por un cultivo lícito se suma a la ya larga lista de líderes sociales asesinados.
Nos entregaron un país en plena bancarrota, gracias a la corrupción, el despilfarro y el mastodóntico crecimiento del Estado. Pero a lo anterior habrá que agregar el endeudamiento y las pérdidas del PIB originadas en la pandemia y el gasto que se comprometió el Estado a hacer en el acuerdo de La Habana: 129 billones de pesos en los próximos años. Todos los colombianos tendremos que cargar con esa impagable obligación. Todos nos hemos convertido en víctimas.
No nos queda sino una esperanza: Unámonos en un movimiento suprapartidista, Alianza Reconstrucción Colombia, y votemos masivamente por candidatos al Congreso que se comprometan a reconstruir desde sus bases este país en estado comatoso. Que las elecciones para Congreso sean un verdadero plebiscito para que obtengamos las mayorías necesarias para reformar el país.
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