El protagonista se llamaba Marlborough y era un duque inglés antepasado de Winston Churchill que lideraba los ejércitos de su británica majestad en una de tantas guerras entre franceses e ingleses. Lo dieron erróneamente por muerto en campaña y los franceses le hicieron una canción que no se sabe cómo llegó también a España aunque, quizás por nuestra perenne ineficacia para los idiomas, aquí se le cambió el nombre por el de un soldado desconocido en cualquier guerra ignota, Mambrú.
Los más veteranos recordarán una época en la que la play station, para las niñas, consistía en una simple tiza con la que se pintaba en el suelo el cascayu, la rayuela o el descansillo según la región, sobre el que podían pasarse horas jugando en grupo mientras cantaban la vieja canción de “Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá, do re mi, do re fa”. Eran otros tiempos.
Hoy, aunque dicen que vivimos mejor, siguen existiendo muchos Mambrús que se van a la guerra. Hace no mucho allá se fue Aram Grigoryam, podría llamarse así, que había nacido en Marsella, una ciudad de Francia donde los franceses son minoritarios, y a donde llegaron miles de armenios tras el genocidio llevado a cabo por los turcos al final de la primera guerra mundial, y a donde siguieron llegando a lo largo del S. XX como parte de esos ocho millones que forman la diáspora de esa vieja y atribulada nación.
Aram, como otros, se sintió obligado a acudir a defender el viejo país cuando llegaron las noticias de una nueva guerra con el tradicional enemigo azerí. Parecía un trámite, contaban con un tratado de defensa con los rusos y buenos armamentos; no tenía por qué saber que el gobierno armenio, confiado, había dejado de observar lo que ocurría en el país vecino, donde se invertía en nuevas tecnologías y se abrazaba al viejo enemigo turco dejando de lado a la antigua metrópoli rusa. Los viejos equilibrios ya no funcionaban.
Aram no tuvo tiempo ni de sorprenderse. Los enjambres de drones turcos e israelíes llegaron en medio de la oscuridad nocturna sin que los radares armenios los detectasen. Los misiles guiados eran casi infalibles y en pocas semanas todo concluyó con un acuerdo de paz, varios miles de muertos y muchos más desplazados. Y no parece que el gobierno armenio, en casa, se vaya a ir de rositas después del desastre.
No tengo claro que en los países occidentales queden muchos Aram dispuestos a dejarlo todo para defender a su país, pero si es posible que algún gobierno, como el armenio, deje de lado su deber de vigilancia sobre lo que sucede en el entorno próximo y se encuentre con la desagradable sorpresa de que aquel vecino, sobre el que históricamente había prevalecido, sea ahora un enemigo ante el que nuevas circunstancias, alianzas y tecnologías lo lleven a claudicar.
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