No hay que ser experto en ciencias ocultas para saber que las máscaras ―las mascarillas lo son― han formado parte de la magia y los rituales secretos desde la más remota antigüedad, abarcando su influencia a otras actividades humanas, como fiestas populares ―especialmente el Carnaval―, el teatro, la danza, rituales religiosos orientales, costumbres étnicas, etc.
En una primera aproximación a su simbolismo, las máscaras connotan censura, amordazar una voz libre. También simbolizan la sumisión, la humillación ante las autoridades y las disposiciones ilegales que vomitan los lacayos del NOM, el cual tiene en la cantidad de gente que las lleva sin rechistar un magnífico instrumento para calibrar hasta qué punto han controlado a las masas aborregadas.
En tercer lugar, las mascarillas son absolutamente deshumanizantes, pues generan ―aparte de sus perversos efectos sobre la salud― aislamiento social, tristeza y depresión, baja autoestima, desconfianza, falta de empatía por los demás, y miedo.
Esta deshumanización ―o transhumanización, que viene a ser casi un sinónimo― produce un anonimato que es la causa de que las máscaras se utilicen en ritos en los que es importante borrar la identidad, como sucede en muchas ceremonias orgiásticas, en las cuales sus participantes, al amparo de la oscuridad de la máscara, pueden entregarse a realizar acciones censurables e ilícitas. Desde este punto de vista, la persona enmascarillada por canguelo ante un supuesto virus, escudándose en el anonimato que le da el bozal, es capaz de realizar acciones totalmente ridículas y bochornosas, patéticas y grotescas, que jamás practicaría en su estado normal identitario, acciones cuya base es la cobarde renuncia a sus derechos y libertades, pues, además de que todo el mundo las hace, nadie le va a reconocer practicando esas payasadas ―saludar con el codo, ajustarse a la distancia de “seguridad”, lavarse compulsivamente… y llevar un bozal en la boca, como un perro sarnoso―.
Las mascarillas cumplen el importantísimo papel iniciático de suprimir nuestra identidad, hecho simbolizado en el borrado de nuestro rostro, y este significado viene a representar, dentro del rito de paso e iniciación, la muerte simbólica del aspirante, el desprenderse de la “vieja” identidad, igual que una serpiente muda de piel. Esa muerte significa que se ha abandonado definitivamente el estado antiguo, aquel del que se partió, y que ya se está en disposición de adquirir una nueva identidad, una «nueva normalidad».
Esta muerte y renacimiento iniciáticos vienen a ejecutarse mediante una operación de lavado de cerebro que va más allá del simple adoctrinamiento televisivo, ya que se desarrolla mediante estrategias que la convierten en un fenómeno MK-ULTRA.
En efecto, el cambio de identidad que se pretende con la «Operación Coronavirus» es de tal magnitud y complejidad, que es imposible ejecutarlo mediante un simple adoctrinamiento iniciático, ya que el nuevo estado al que nos quieren llevar es tan radicalmente distinto al anterior, que supone algo así como cambiar nuestro ADN ―lo harán con la vacuna además―; y es tan opuesto a la vida humana tradicional, está tan en contra de nuestros ancestros, de nuestro patrimonio consuetudinario, de nuestros valores, del derecho natural, de nuestra historia, que las élites coronavíricas necesitan para tener éxito en esta empresa la utilización de técnicas de control mental.
En el control mental, un “manipulador” utiliza la tortura y el abuso para obligar a la víctima a disociarse. Aquí es donde sus mentes se separan de la realidad para lidiar con el tremendo dolor que les está infligiendo. Es una estrategia defensiva mental incorporada. Sin embargo, al hacerlo, la víctima crea múltiples alters o personalidades que están desconectadas de su personalidad básica. Estos alters no conocen la existencia de otros alters; por lo tanto, la víctima puede ser programada para hacer cosas (por ejemplo, convertirse en esclava sexual o asesina ―o llevar bozal―) y no recordar haberlas hecho, porque se puede activar un “alter” para que se presente y luego regrese al subconsciente después del evento.
Empleando esta estrategia, los creadores de la plandemia y sus lacayos están aplicando a la población mundial una macabra tortura, consistente en destruir la vida convencional, robándonos nuestros derechos más elementales, haciéndonos la vida completamente insoportable: sin fútbol, sin casi misas, sin poder saludar con la mano, sin poder circular libremente, asfixiados con bozales, sin trabajo muchos, sin poder visitar a los abuelos, sin poder acudir al médico, sin poder reunirnos, casi sin poder cantar villancicos, sin poder salir por la noche… Vida insoportable, tortura mayúscula, apocalipsis orwelliano, cuyo objetivo es que supliquemos por la vacuna de la Bestia, en la creencia errónea de que ésta nos hará volver a la vida de antes.
Es así como los emekaultradores globalistas del NOM, mediante estas torturas, han conseguido que las personas antes normales elaboren una personalidad alternativa, un alter capaz de realizar acciones que nadie haría en su estado normal, en su estado anterior, de las cuales el llevar el bozal con satisfacción es la más eximia e increíble, y la más execrable la condición del “chivato”.
Pero el simbolismo ritual de la mascarilla va mucho más allá, y nos puede ayudar a comprenderlo el partir de la etimología de la palabra «máscara», la cual procede del árabe máshara, que significa bufón, payaso, persona risible. A su vez deriva del verbo sáhir, cuyo significado es “burlarse”, pero de alguien. Por otro lado, la palabra árabe se mezcla con una antigua raíz europea masca, que significa “bruja”. También hay un verbo, que se documenta en Europa, llamado mascarar, cuyo significado es “tiznar”.
Como vemos, la máscara se relaciona con lo oscuro, tanto físico (tizne) como espiritual (la maldad, los poderes diabólicos, la estupidez) y con la ocultación social (marginalidad de las brujas y los bufones). La oscuridad se relaciona con la ocultación, la identidad y sus manifestaciones. La oscuridad como identidad nos lleva a lo desconocido, es decir, a lo sobrenatural.
Porque la máscara no es solo un objeto que tiene múltiples formas, usos y funciones, sino que además es un símbolo, una representación, cargada de intenciones y simbolismos, convertidos en arquetipos que son parte del inconsciente colectivo e individual y representan los temores y aspiraciones de una civilización.
En efecto, si la máscara borra la identidad antigua ―o «normal»― de su portador, a su vez le ofrece una identidad nueva, en base a establecer una relación de identidad con una realidad, generalmente abstracta, a la que evoca o representa, evocando otro plano del ser, por encima de la realidad visible. Para decirlo de otra forma, la máscara simboliza en sus rasgos las características de una identidad que no pertenece al mundo sensible, cualidades de las que se apropia su portador. Así, por ejemplo, una máscara de leopardo inducirá al portador a convertirse o actuar como leopardo.
En lo rituales iniciáticos, el uso de máscaras es muy frecuente ―recuerden la película Eyes wide shut―, hasta el punto de que llegan a simbolizar algunos grados de la iniciación, como ocurre en la masonería, que tiene un grado con el nombre de “Las máscaras, o la dualidad”. ¿Qué número es? Sí, por supuesto: ¡el 11!
Como dice un masón, «Porque todos los masones pasan por oficialías en sus logias. Y estas oficialías son máscaras que nos ayudan a representar esta pequeña gran obra que es el ritual.
Cuando entramos al taller dejamos los metales profanos a las puertas, nos convertimos en actores y en espectadores del ritual. Las más de las veces, actores con máscaras».
Ahora bien, cabría preguntarse con qué entidades invisibles nos conecta la mascarilla covidiana, a qué fuerzas estamos llamando con su uso. Para responder a este interrogante, debemos recurrir a la etimología de la palabra COVID, pues estos sátrapas psicopáticos que crearon la plandemia no dejan nada al azar, y seguro que en la elección de ese nombre encerraron mensajes importantes de lo que se proponen.
El 11/02/2020 ―¡el 11!― el Director General de la OMS anunció que la nueva enfermedad causada por el coronavirus y que antes se llamaba por diferentes nombres como SARS-2 o pandemia de coronavirus se llamaría «COVID-19», a pesar de ser casi hermano gemelo del SARS-COV-1 del 2002. Había muchas maneras de nombrar la plandemia, pero eligieron ese nombre: ¿casualidad?
Según el profesor Bogdan Herzog, las letras invertidas de COVID dan DIVOC ―transcrito como דיבו en hebreo―: DIVOC, DIBOC, DIBBOUK… Esta palabra significa posesión por un espíritu maligno ―la palabra se transcribe en inglés como dybbuk, siendo b y v representadas por el mismo carácter hebreo, Bet-ב―.
La raíz דיבוק de la palabra dybbuk significa «adhesión», «agarrarse», «unirse», En la cultura judía ―los jázaros plandemistas son sionistas, no lo olvidemos― un dybbuk es un espíritu maligno ―un demonio― capaz de poseer, de agarrarse a otras criaturas, y se cree que es el alma en pena de un muerto, que se escapó de la Gehenna, o que fue expulsado del infierno.
¿Cómo se produce la posesión de una persona por un dybbuk? Pues mediante las emociones negativas, utilizando la basura emocional de alguien sometido al miedo, en especial a un miedo extremo, ya que estas entidades se alimentan precisamente del terror, y es este pavor el que los medios de comunicación ―«medios de iniciación»― han inoculado salvajemente en las poblaciones aborregadas. Sumidos en este estado de trance, emekaultrados por esta tortura de llevar una vida que nos están haciendo insoportable, las emociones negativas amedrentadoras atraen inexorablemente al dybbuk, que toma posesión de su víctima.
Si tuviera que resumir todo el ritual de iniciación de la corona con un concepto, sería el mantra masónico Ordo ab chao ―«Orden desde el caos»―, trasunto de la frase bafomética «SOLVE ET COAGULA»: se trata de destruir lo viejo para dar paso a la creación de algo nuevo ―que será infinitamente peor y mucho más satánico―. Desde este enfoque, la «Operación Coronavirus» es un ritual de iniciación alquímico, mediante un psicodrama público concretado en la plandemia, que consiste en un rito de paso e iniciación cuyo objetivo es llevar al ser humano de la normalidad de siempre (Estado A) hasta un estado de transhumanismo (Estado B), en el cual el iniciado accederá a un nuevo modo de pensar y una nueva forma de comportarse, renaciendo a la imagen de los manipuladores que llevaron a cabo el ritual.
En el caso de COVID, el objetivo final es llevarnos a una «nueva normalidad» en la que todos estaremos permanentemente separados y desconectados ―además de ser probados, rastreados, monitoreados, vigilados, medicados y vacunados―. Dantesca «normalidad», dictadura orwelliana que aceptaremos encantados después del proceso alquímico del que hemos sido víctimas… Deshumanización terrible y dantesca, satánica, donde lo que era un ser humano se transmutará en un insecto kafkiano horripilante, en una cosa conectada a inteligencias artificiales, poseída por espíritus malsanos… un robot, un objeto transgenizado con vacunas, que lamerá sus barrotes con compulsión: dictadura sin lágrimas, como dijo Orwell.
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