Dos meses transcurrieron desde que el anciano escritor comenzase a escribir un cuento de Navidad, lo había prometido a su amigo Isidoro, dueño de una editorial que estaba pasando por difíciles momentos económicos.
Como solía hacer, el escritor elaboraba una historia en su cabeza que luego transcribía en forma de guion y después desarrollaba concienzudamente. Dependiendo de la trama solía tardar como mucho dos semanas en escribir un cuento apto para mayores y pequeños. Pero este año oscuro, triste e incierto, las circunstancias mundiales con restricciones de libertad injustificadas y la distancia impuesta con sus queridos familiares hicieron mella en la inspiración, que ni siquiera se dignó en aparecer cuando estaba trabajando con ahínco.
Llegó Navidad y el anciano hacedor de historias sentía una frustración doble: no pudo cumplir el compromiso con el amigo al que quería y respetaba mas que a un hermano, y esto pasaba precisamente en un momento tan delicado para su empresa, a la que había dedicado toda su vida publicando libros tan importantes que ninguna editorial se arriesgaba a vender por miedo a ser represaliada.
– Mañana tendré inspiración – se decía cada noche Miguel el escritor.
Pidió inspiración a Santa Teresa de Jesús, a Nuestra Señora, al ángel de la Guarda, y nada de las palabras que surgían de su mente formaban una historia que complaciese al autor.
Los días pasaban, al igual que las noticias sobre la nueva vacuna, así como acerca de miles de camioneros abandonados a su suerte entre Francia e Inglaterra a causa del cierre de fronteras por una variante del virus que apareció hace un año en China. La miseria económica y moral a la que estaban avocando a la población y la soledad ocupaban demasiado espacio en la mente de una persona sensible pero activa y generosa.
Para él no eran sólo noticias, se trataba de su prójimo, de personas que estaban perdiendo todo y él no sabia como ayudarles. Rezaba por todos. Envió dinero y alimentos a quienes organizaban el reparto de estos pero debido a su edad no le permitían colaborar como voluntario. Otro motivo mas para sentirse impotente ante un tsunami de malas noticias y desesperanza.
Su amigo trataba de infundirle tranquilidad liberándole de la carga de escribir, pues aunque Miguel disimulaba muy bien, sabía que estaba demasiado preocupado.
Pero el escritor sabía que debía acabar lo que comenzó, porque el mundo necesitaba historias de esperanza en tiempos de tinieblas.
Eran casi las doce de mediodía cuando Miguel soltó su pluma y se dispuso a rezar el Ángelus. Le costó concentrarse más que de costumbre pues justo antes de empezar pensaba en que se sentía como un caminante en una encrucijada sin saber qué camino tomar. «He aquí la esclava del Señor», recitó y justo cuando iba a responder «hágase en mi según tu palabra», la imagen de la Virgen de la Esperanza Macarena que presidía su salón pareció hablarle: «Este es el camino», y los ojos de Miguel fueron dirigidos por una mano invisible hacia el portal de Belén que había montado junto a uno de sus nietos mayores. «Hoy tu meta, tu final del camino, es ésta; busca aquí».
Miguel sonrió recuperando la confianza que no sabía haber perdido. Finalizada la oración, tomó su bastón y salió a pasear hacia la casa de su amigo Isidoro, cada vez más asiduo en la pequeña villa.
El sol ganó la batalla a las nubes negras y apareció triunfante alegrando la vista y el espíritu de todo ser viviente. Miguel tomó el camino mas largo para disfrutar del buen tiempo. La cuesta era muy empinada, lo que le obligaba a parar a ratos.
– ¡Esta mascarilla me acaba matando, valiente crueldad! Si aquí somos cien y hay tanto campo…
En una de sus paradas divisó, dentro de una pequeña gruta, algo parecido a una figura de un nacimiento. Picado por la curiosidad, decidió cruzar y verlo mejor. ¡Qué sorpresa! Se trataba de un belén completo: pastores, ángeles, Reyes Magos… y, por supuesto, la Sagrada Familia al completo; todo perfectamente colocado. Junto a un pastor, escrito con mimo y letra perfecta, había un cartel que rezaba así: «camino a Belén, no pierdas la esperanza».
Miguel recordó el Ángelus y supo quién inspiró su pensamiento, la misma que inspiró al que colocó el belén en la gruta.
Corrió a casa de su amigo Isidoro, que le esperaba con un buen vino y un poco de queso.
– ¿Has visto el nacimiento que han puesto en el camino de la Higuera? –
– No, ¿¿han puesto un belén ahí?? – respondió Isidoro sinceramente sorprendido – después te acompaño a tu casa y lo veo.
Miguel, disfrutando del vino y del queso y con cara de estar en otra dimensión, expresó con rotundidad:
«Mañana tendrás tu cuento».
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