Napoleón, tras la conquista de Egipto en 1798, decidió pasar una noche en la cámara real de la pirámide de Keops para imbuirse de los sensaciones que, se suponía, permanecían allí dentro. A su salida, pálido y sobrecogido, comentó a sus intrigados ayudantes, “aunque os lo contase no me creeríais”. Y así quedó la historia de aquella pernocta sorprendente.
Antes de eso el gran corso se había embarcado en una aventura militar de carácter estratégico para aliviar la presión que el bloqueo naval imponía a la primera república francesa. Con él se había llevado un centenar de sabios, que ignaros del destino final de la expedición serian los responsables de traer a Europa la cultura egipcia y el orientalismo. También tuvo tiempo de aniquilar 700 años de victorias mamelucas en la memorable batalla de las Pirámides, librada en inferioridad de condiciones y vencida gracias a su genio militar. Poco después Horacio Nelson hundiría la flota francesa en Abukir, dejando a los franceses aislados en el valle del Nilo donde los estudiosos tendrían tiempo de hacer sorprendentes descubrimientos, como el de la piedra de Rosetta que permitiría más tarde a Champollion descifrar el significado de los jeroglíficos.
Para entonces Napoleón ya había abandonado Egipto, dejándole la tostada a su segundo al mando, el general Kleber, que no lo hizo nada mal y volvió a vencer en Heliopolis, hasta que lo asesinó un fanático egipcio, y a cuya memoria dedica Estrasburgo la más mundana y bonita de sus plazas. Mientras, en Francia, Napoleón daría el golpe de Brumario y se haría con el poder que lo haría inmortal pese a la derrota final en un Waterloo entonces desconocido en esta Cataluña que ahora mira a Bélgica.
Todo esto me lo ha recordado el señor Illa, mariscal del covid, que hoy nos enteramos que abandona su tropa de sanidad para ir a conquistar el próximo febrero, si la pandemia no lo impide, la Generalidad catalana. Quizás sea un tanto ampuloso compararlo, aunque sea subrepticiamente, con el padre de nuestro código civil, pues me arriesgo a que el gran doctor Sánchez, ávido de gloria, reclame para sí tamaña lisonja. En todo caso conviene no olvidar que, pese a las muchas victorias de la Grande Armée, al final fue el crédito y la potencia del comercio británico las que se hicieron con el triunfo final gracias a las múltiples coaliciones que lograron armar.
En esta contienda política que se libra en nuestra sufrida patria, en febrero toca la batalla de Cataluña, parece claro el papel de capitán araña, que a todos embarcaba y él se quedó en España, pero puede ser entretenido adjudicar papeles a los demás generales, como Iceta, el propio Sánchez, o la señora Roldán, que hoy mismo se ha pasado a los ingleses. Todos parecen buscar la gloria, en este caso política; conviene que no olviden que ésta suele presentarse a veces esquiva y siempre voluble; además, en tiempos del covid, todo es cambiante.
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