Es probable que la reiteración hasta la saciedad de noticias, comentarios y análisis sobre el tema de la pandemia acabe por obnubilar la mente, hasta el punto de inhibirla para que fije su atención en otros tópicos de igual o mayor trascendencia para la vida nacional.
Agréguese a lo anterior el apasionamiento que genera la proximidad del proceso electoral, el cual acapara la atención de muchos, olvidando que más importante que ganar unas elecciones es hallar una solución definitiva a los grandes males que están conduciendo al país a su derrumbe moral, político, económico y social.
Olvidamos que la principal causa de este proceso de desintegración no es otra cosa que el claudicante pacto suscrito por el gobierno de Santos y los narco-guerrilleros de las Farc.
Desde su implantación, cumplida en contra de la mayoría del pueblo colombiano expresada en el plebiscito, estalló en mil pedazos el Estado de Derecho y desapareció la Democracia, para ser sustituida por la dictadura de los togados, que le dieron validez a un acuerdo espurio y siguen invadiendo la órbita de las otras ramas del poder.
Si se va a erradicar la cocaína tampoco lo permiten las normas del acuerdo, que ahora sirve de inspiración para todos los fallos. No es raro, entonces que después del fatídico acuerdo, el área cultivada con coca haya crecido un 400%, que el año 2019 alcanzamos el máximo histórico en la producción de cocaína y que nos hayamos convertido en un narco-Estado.
Colombia es un estado sin Justicia, lo que equivale a decir que es un estado inviable ¿No fue, acaso, la administración de Justicia uno de los elementos que dio lugar a los primeros asentamientos urbanos, las primitivas ciudades, a partir del tercer milenio antes de Cristo?
El desmoronamiento de la moral pública no tiene nombre. Se cometió el mayor prevaricato de nuestros anales jurídicos para desconocer la voluntad popular. Se premió a los mayores criminales de nuestra historia con curules gratuitas en el Congreso. Se confabularon las Cortes para no extraditar y dejar en libertad a alias Santrich, narcotraficante con patente de corso para seguir delinquiendo porque pertenece a las Farc. Y los autores intelectuales de la masacre en la Escuela de la Policía gozan de la más absoluta impunidad en su refugio habanero sin que nadie se atreva a protestar.
No se ha exigido a las Farc el más elemental cumplimento de sus compromisos en la entrega de armas, de activos, de secuestrados, de menores reclutados, de rutas de narcotráfico, ni la indemnización a las víctimas, ni su colaboración en el desminado. En cambio sí se impone al pueblo colombiano, agobiado por una enorme carga tributaria y arruinado por el prolongado confinamiento, que asuma el pago de 129 billones de pesos que cuesta la implantación del humillante pacto.
Podemos seguir indefinidamente haciendo el inventario de males derivados del tal acuerdo, pero no nos daría la limitación de esta columna. No son meras falencias de un acuerdo; fue toda una malévola estrategia diseñada con la participación de la izquierda internacional, que tiene en la mira la toma del poder en Colombia para convertirla en otro país esclavo del totalitarismo marxista. De paso, se cuidaron de consolidar el sucio negocio del narcotráfico, fuente de financiación de Cuba, Venezuela y del terrorismo en Latinoamérica.
Algunos dilectos amigos consideran que aunque tengamos razón en las críticas que venimos planteando desde hace 4 años, el momento actual no es oportuno, pues se pueden molestar algunos sectores poderosos u otros partidos que apoyaron dicho acuerdo. Parece que es mejor elegir otro gobierno que continúe implementando este acuerdo antipatriótico, y que sigamos navegando hacia el socialismo en medio de la corrupción, la ilegalidad, la injusticia y la inseguridad.
Situación parecida vive España. La prudencia, la dubitación a la hora de gobernar, la “dialoguitis” los ha conducido a un sistema comunista, del cual no se vislumbra salida a corto plazo. Se parece también a la decisión de aquel cornudo que resolvió: ¡ Mejor, vendamos el sofá!
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