En el siglo XIX numerosos intelectuales reconocieron el plural del concepto cultura, lo que supuso reconocer que no existía una cultura universal sino una agrupación de las diferentes formas de vida de cada pueblo del mundo. Esto en una visión imperialista supone la posibilidad de jerarquizar una cultura por encima de otra, llevando la inculturación a cada territorio descubierto. Sin embargo, consciente de este peligro, T.S. Eliot escribía:
La deliberada destrucción de otra cultura en conjunto es un daño irreparable, una acción tan malvada como el tratar a los seres humanos como animales […] una cultura mundial que fuese una cultura uniforme no sería en absoluto cultura. Tendríamos una humanidad deshumanizada.[1]
Esta cultura no uniforme se da por la propia naturaleza humana, la unidad en la diversidad no es algo que construye una cultura superior para incluir a las otras, sino que consiste el reconocimiento de una naturaleza primera basada en la libertad. Se da el hecho de que antropológicamente somos libres, que nuestro estilo de vida individual no está determinado y que la cultura es el resultado de nuestra acción libre como pueblos.
El problema de nuestros días es que se entiende esta indeterminación biológica y la acción libre como un punto de partida sobre el cual construirse a sí mismo y crear una identidad basándose en una voluntad absoluta. Nos encontramos ante una paradoja en la que la cultura occidental es un lastre que ha corrompido al hombre con la tradición católica y el resto de las culturas representan todo lo contrario.
Lo ajeno a lo occidental goza de un fuerte estatus en las mentes intelectuales modernas, esto ha calado en la opinión pública, pues se presenta el mundo como un escaparate de identidades y de comportamientos a los que uno se puede adherir por simple voluntarismo.
La amenaza fundamental para Europa es una cierta ofuscación de su propia identidad.[2]
Esta frase de San Juan Pablo II ilustra a qué nos enfrentamos. Es corriente que el hombre moderno encuentre satisfacción en juzgar el pasado de la cultura occidental, que disfrute despreciando y censurando las obras de sus antepasados, y sin embargo cuando se trata de las otras culturas su naturaleza se reviste de una tolerancia intelectual sorprendente.
Es decir, sorprende encontrarse situaciones en las que todas las culturas son juzgadas con indulgencia menos las propias raíces de occidente; aspecto que ocurre por estar tan ligadas a la tradición cristiana recibida. Esta tradición es un dato objetivo histórico, geográfico y cultural sin el cual no se comprende la civilización occidental y que no tienen el resto de las realidades culturales.
Resulta una obviedad afirmar que la cultura cristiana del Occidente medieval está en el origen de ese ente social, geopolítico y cultural que conocemos como Europa, una comunidad de naciones cuyo rasgo distintivo a lo largo de los siglos no ha sido ni la unidad lingüística, ni la étnica ni la política. Ha sido la común pertenencia de sus pueblos a las diferentes formas de la Cristiandad, fuera ésta la católica romana, la greco-ortodoxa o la protestante. Una común pertenencia forjada en las centurias del Medievo.[3]
Europa no son solo los territorios greco-romanos, a nivel de número de países que conforman la Unión Europea en la actualidad hay muchos más germánicos que románicos. Irlanda, Alemania, Dinamarca, Austria, Chequia, Finlandia, entre otros, forman parte de la Europa construida por Carlo Magno, y también hay otras naciones que hasta el año mil habían permanecido al margen y que se incorporan a la cultura occidental por su conversión al cristianismo, como Polonia, Hungría o Suecia. Que en la constitución europea no se mencionen estas raíces se debe a los acomplejados intelectuales que prefieren negar lo evidente antes de admitir que deben algo a aquello que desprecian.
La identidad de Europa ha venido marcada por la agitación espiritual e intelectual mucho más intensa que en el resto de culturas, donde las religiones y filosofías son mucho más estables en el tiempo y dogmáticas. Respecto a esta cuestión, Christopher Dawson expone la siguiente explicación:
Las otras grandes culturas mundiales realizaron sus propias síntesis entre religión y vida, y luego las mantuvieron inmutables durante centurias y milenios. Pero la civilización occidental ha sido el mayor fermento de cambio en el mundo, porque el cambio del mundo se convirtió en parte integrante de su ideal de cultura […] La cultura occidental conservó siempre una energía espiritual que no dependió del poder político o de la prosperidad económica. Incluso en los más oscuros períodos de la Edad Media este principio dinámico continuó obrando.[4]
Explicar nuestra cultura e identidad exponiendo la Edad Media como algo oscuro, demuestra que todo es una damnatio memoriae a la Iglesia católica romana, como explica Rodríguez de la Peña. Las acusaciones contemporáneas a la Europa cristiana son las mismas que las que historiadores como Gibbon y Renan hacían a la Iglesia acusándola de provocar la caída de Roma. Son calumnias que fácilmente se desmienten con rigor histórico, porque es evidente que la antigüedad fue salvada, acogida por los monasterios y que el relajamiento de las virtudes romanas fueron la consecuencia directa del hedonismo y su decadencia.
En los años 70, tres profesores de Kansas empezaron un programa de formación para sus jóvenes alumnos que tenía como objetivo aprender a cultivar el asombro y comprender la civilización occidental. Aquellos jóvenes estaban desorientados, con vidas fragmentadas, en plena revolución sexual, rodeados de violencia y drogas y gracias a este plan de estudios empezaron una vida nueva, un camino de conversión. Pero lo que los profesores proponían no eran catequesis ni discursos dogmáticos sino mostrarles sus raíces, empezando por Wordsworth, remitiendo a Milton, Chaucer, Boecio, San Agustín y los Padres de la Iglesia. Tal y como dice Natalia Sanmartín:
Se trataba de formar buenos paganos para formar luego buenos cristianos[5].
La inquietud de nuestra cultura es lo que ha forjado la identidad de nuestro arte, en cambio constante, a la vanguardia de la evolución técnica. La sensibilidad por saber crear como «enanos a hombros de gigantes» hace esta cultura rica y profunda en interpretaciones y reflexiones sobre los temas constantes y universales.
La conciencia antropológica de la cultura occidental consiste principalmente en reconocer la dignidad humana, los derechos humanos, que, a pesar de la intención laicista que tuvieran los que los promulgaron, afirman que es algo que está por encima de todas las formas de vida. En palabras de San Juan Pablo II:
Dios es el sumo garante de la dignidad humana y de sus derechos. ¿Dónde, pues, están los riesgos?[6]
Todas las culturas deberían someterse a espíritu crítico para determinar aquellos desordenes que hagan peligrar la dignidad humana, todas ellas están desarrolladas por la libertad de actuación del hombre y tienen las mismas responsabilidades éticas que cualquier comportamiento en el orden político de convivencia.
La memoria es la clave para construir una identidad cultural real, de ahí la importancia del Patrimonio cultural y de los organismos cuya intención es preservar la memoria de los pueblos. Sin embargo, fácilmente estos organismos caen en un relativismo ético que lleva a ataques y enfrentamientos que acaban queriendo tergiversar las memorias. Hacer memoria del origen, de sí mismo, de lo aprendido. El cristianismo tiene en el centro de sus misterios la memoria (la eucaristía, hoc facite in meam commemorationem Lc 22, 19), pues la comunidad sin memoria no sería nada.
Como conclusión, la cultura y la identidad deben partir de una búsqueda antropológica verdadera. La diversidad es propia de la libertad; cada civilización ha desarrollado su lengua, sus costumbres, las leyes políticas, la familia, el arte de acuerdo con sus necesidades e inquietudes concretas. Aquello que el hombre hace que es bueno, verdadero y hermoso le hacen fiel a su naturaleza y le conducen a Dios, haciendo posible una identidad universal como es la cristiana.
Guadalupe Belmonte
- [1] T.S. Eliot citado en Molano, O. Identidad cultural un concepto que evoluciona. Revista Opera nº 7. 2007 p.71.
- [2] Piotrowski, Bogdan. Memoria E Identidad: Conversaciones Al Filo De Dos Milenios. Madrid: La Esfera de los Libros, 2005. p.177
- [3] Rodríguez de la Peña, Alejandro. «¿Media tempestas? Las raíces cristianas de Europa y la Leyenda Negra de la Edad Media». Traditio Catholica. En torno a las raíces cristianas de Europa. CEU Ediciones. Madrid 2009 p.16-17
- [4] Dawson, Christopher. Religion and the Rise of Western Culture (Gifford Lectures). Nueva York: 1950. Ed. esp. La religión y el origen de la cultura occidental. Madrid: 1995, pp. 14-15.
- [5] Senior, John. La restauración de la cultura cristiana. Homo Legens. 2018 p.19
- [6] Piotrowski, Bogdan. Memoria E Identidad: Conversaciones Al Filo De Dos Milenios. Madrid: La Esfera de los Libros, 2005. p.178
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