Por Javier Urcelay.
No deja de ser curioso que en estos últimos tiempos el Carlismo aparezca con alguna frecuencia en los medios de comunicación, a propósito de distintas cuestiones de actualidad. Y también que lo haya hecho siempre de una manera burlesca y deformada, casi como sinónimo de lo chusco, lo trasnochado, lo esperpéntico o lo sin razón. “Carlista” es así un insulto para llamarte decimonónico, trasnochado, particularista, romántico, antiprogreso… como “fascista” lo es para llamarte todo lo demás que no les gusta.
Lo curioso es el Carlismo sigue coleando, casi dos siglos después. Y ya saben ustedes aquello de “que hablen de nosotros, aunque sea bien”.
Nunca ha dejado de haber carlistas. Muchos o pocos, pero contumaces y sin quitarse la boina. Es cierto que van muriendo, pero son sustituidos por jóvenes, cada día más, que se acercan al Carlismo. No lo hacen con curiosidad “entomológica”, para descubrir un bicho raro, sino por inquietud intelectual, para abrazar una Causa en la que encuentran racionalidad y respuestas a los problemas políticos que afronta España.
Claro que no se acercan al Carlismo caricaturizado por periodistas y funambulistas políticos, que no se han enterado de nada. Tampoco a un Carlismo de reivindicaciones dinásticas hoy sin sentido.
El Carlismo que redescubren es el que, frente a un materialismo sofocante y sin respiraderos, proclama el destino trascendente del hombre y la existencia de un Dios al que no sólo los individuos sino también las sociedades se deben. El que, frente a la crisis colectiva de identidad, reivindica a la religión católica como último fundamento de nuestra unidad nacional y clave de las gestas de nuestra historia.
El Carlismo que proclama la dignidad esencial de la persona, que independientemente de su situación o circunstancias -feto o anciano, enfermo o sano, culto o ignorante, español o inmigrante…- dota a la vida humana de una sacralidad que toda ley debe reconocer y proteger.
El que defiende la existencia de un Derecho Natural, grabado en la naturaleza del hombre y de la sociedad, que ninguna legislación puede pisotear: el derecho natural que proclama la sociabilidad natural del hombre expresada en las entidades naturales de convivencia, que instituye la familia como unión de un hombre y una mujer, que hace a los padres titulares de la educación de los hijos, que consagra el derecho de propiedad al tiempo que recuerda su función social, que reconoce la religación del hombre con Dios y la vocación trascendente de la vida humana.
El Carlismo que defiende el derecho de la nación a su propia identidad y continuidad histórica, que reivindica las glorias de su pasado frente a leyendas negras y tendencias auto inculpatorias, que proclama la misión universal de España en el conjunto de los pueblos, que afirma la Hispanidad como nuestra obra civilizadora y germen de una familia de naciones unidas por lazos indelebles. Un Carlismo abierto a la Comunidad internacional, pero que se niega a hacer de España satélite de potencias foráneas y, mucho menos, a convertirla en un mero mercado de consumidores al servicio de los intereses de una oligarquía plutocrática global.
El Carlismo que proclama la unidad de España forjada por nuestra historia, y no nacida de una Constitución o un decreto de nueva planta. Que defiende la nación que brota de abajo a arriba -familia, municipio, región, nación y comunidad de naciones-, y no de arriba abajo, como si la Nación fuera un ente preexistente y único vínculo entre una masa indiferenciada de individuos.
Que defiende los fueros, es decir, los legítimos usos y costumbres de las entidades sociales anteriores al Estado, sean municipales, regionales o de cualquier otro tipo, y que no son más que afirmación de la libertad social y el respeto que el Estado debe a la autarquía legitima de los cuerpos sociales en su ámbito de responsabilidad.
Un Carlismo que reivindica al hombre concreto e histórico, frente al hombre abstracto y desencarnado de la Revolución. Un hombre que nace en un tiempo y lugar, que es hijo de unas circunstancias concretas y heredero de una tradición particular, en la que se desenvuelve su proyecto vital. Que sabe que la Libertad proclamada con altisonancia, o se traduce en libertades concretas ejercitables o es la coartada para todos los despotismos.
Un Carlismo que proclama el principio de subsidiariedad y el derecho que tienen los organismos sociales naturales a su autarquía y a no ser anulados o invadidos en sus competencias por entidades superiores, si no es de forma subsidiaria y complementaria. Que defiende la iniciativa social y la revigorización de la sociedad civil, anémica tras dos siglos de un estatismo vampiresco que le succiona la sangre. Un Carlismo que se opone con todas sus fuerzas al totalitarismo del Estado, al poder omnímodo y absoluto del Leviatán que se erige en único titular de derechos y fuente otorgadora de cualquier libertad social o derecho individual, como la gestión de la pandemia nos está demostrando.
Un Carlismo que plantea la representación social ante al poder como cauce de participación en las decisiones de gobierno y valladar frente al abuso. Que, por defender la representación de los legítimos intereses sociales y la participación popular, combate la partitocracia que secuestra la representación -a la que ha convertido en una mera papeleta en una urna cada cuatro años- y la pone al servicio de una clase política profesional y oligárquica, sustituyendo el mandato popular por el egoísmo de los partidos.
Un Carlismo que defiende la estructura jerarquizada de la sociedad frente al igualitarismo revolucionario, que promueve la meritocracia y que proclama la superioridad de la forma monárquica como estructura institucional del Reino, salvaguarda de las libertades sociales, garantía de unidad y continuidad, protección de los más débiles e instancia de independencia frente a los poderosos. Pero una monarquía donde el rey reina y gobierna, a través de sus ministros, Consejos e instituciones del Estado, y no en la que el Rey es un cero a la izquierda o un mero objeto suntuario. Que defiende la legitimidad de origen y de ejercicio necesarios en el desempeño de cualquier puesto de autoridad pública, y también del titular de la Corona, responsable ante Dios y ante los representantes de la sociedad reunidos en Cortes.
Un Carlismo, en definitiva, que representa no una vuelta al siglo XIX, sino una alternativa de modernidad distinta de la que el liberalismo y sus epílogos imponen a la sociedad española como un trágala, como si esta disfuncional y enfermiza democracia que sufrimos fuera el único modelo de convivencia pensable.
Dios, Patria, Fueros Rey no es ni una antigualla, ni un residuo del pasado, y mucho menos un refugio de la ignorancia y la superstición. Es el lema de la sociedad futura que algún día logrará desembarazarse de las imposiciones que hoy nos esclavizan y conducen a nuestra patria hacia el despeñadero de la atonía espiritual, la fragmentación territorial, la descomposición institucional, el descrédito de la política, la dependencia extranjera y la ruina económica.
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