Calentamiento global, COVID-19, hambrunas y sangre. A la sombra de la civilización más avanzada culturalmente del mundo, nosotros, Occidente –apenas el diez por ciento de la humanidad– nos recostamos en nuestra desidia y bostezamos, aburridos. «No nos damos cuenta, o nos importa un pito –digo–. Hay muchas guerras, y las estamos perdiendo todas». Pero yo hoy quiero hablar sólo de la primera, de esa batalla contra el clima en la que cada vez nos queda menos tiempo para reaccionar. Es posible que alguno esté interpretando perezosamente aquello de que: «todo tiene su tiempo y hay tiempo para todo», según reza el Eclesiastés, pero «cuán largo me lo fiáis», y el tiempo, nuestra cuarta dimensión, no se puede estirar infinitamente pues podría terminar en un agujero negro del que ya saben ustedes que no se sale.
Y es que esa guerra incruenta está ocurriendo ya. Otra cosa es que apenas interese más que a los directamente afectados. Que China esté utilizando sistemas de control del clima con el objetivo de modificar las precipitaciones de lluvia o nieve es noticia de hace bien poco. Que esta iniciativa preocupe a la India y otros países vecinos es algo más que lógico. Desde que la meteorología es más predecible y la tecnología permite la lluvia artificial, los poderosos mueven ficha a su favor. El problema es que hoy es China, también Israel o Japón, ayer –digamos hace 50 años- EE.UU. ya utilizó esa fórmula como arma contra el Vietcong en el llamado “Proyecto Popeye”, y pueden imaginar que el daño potencial es más que evidente si se priva a una zona de precipitaciones, porque el agua dulce es un recurso escaso y por tanto muy valioso. Pero por grave que pueda parecer, eso es apenas una minucia al lado de lo que supondrán las emisiones de gases de efecto invernadero sobre el calentamiento global y el cambio climático.
Mientras algunos gobernantes de países poderosos niegan aún la evidencia de la degradación del medio ambiente, en este periodo geológico que vivimos, Antropoceno –del griego “ser humano” y “reciente”-, aplicado así por el biólogo E. F. Stoermer como protagonistas del proceso de degradación del hábitat, el deterioro de la Tierra se está produciendo con una celeridad y amplitud que supera cualquier expectativa. Basta con mirar los residuos de plástico en mares y playas por doquier, las montañas de basura industrial y urbana sin reciclar, los suelos fértiles embebidos de abonos e insecticidas químicos, el aumento de la temperatura y acidez del océano, los índices de contaminación de la atmósfera, la desaparición de bosques, la extinción de especies animales y vegetales, etc. Es un proceso insostenible.
Pero el mayor riesgo proviene de la renuncia colectiva a ver la realidad y quienes abogan por meter la cabeza en el hoyo, llevan la pancarta de “progreso” como enseña y escudo. Entienden que el motor del desarrollo es la competencia que apela al ansia de consumo individual para, por economías de escala, desarrollar más y mejores bienes. Nuestra sociedad occidental vive de apelar a un consumo incansable y extremo, pero ya estamos viendo sus consecuencias cuando a este lo detiene, aunque sea temporalmente, un virus microscópico.
¿Tiene razón Stoermer al achacar al ser humano la causa de ese daño?
¡Pues, va a ser que no! Que el ser humano en general sea el presunto reo de tanto desastre, así todos iguales, obviamente no. Sería injusto decir eso. Es evidente que no son culpables los indios del Amazonas, ni los nativos de muchos pueblos de África. Así que aquello de bautizar como Antropoceno repartiendo la carga entre todos, como que no. Mire usted, hay quienes recogen las boñigas de las vacas, las mezclan con el heno donde han dormido los animales y luego abonan sus campos con ese estiércol. Esos no son culpables más que del escaso alimento que, probablemente, obtengan con una agricultura que bien podríamos llamar ecológica. Claro que es cierto que comerán productos de mejor calidad, pero no en cantidad suficiente para atender tanta boca; pues las proles en ese entorno suelen ser además numerosas. Y así han vivido felizmente, al menos desde el punto de vista de subsistencia, durante generaciones. Visto con ese enfoque, hay quien piensa que este período de desastre ambiental merecería llamarse más bien Capitaloceno, pues achacan a las economías capitalistas la mayor parte de las causas que lo producen. Pero no es una cuestión semántica porque eso no arregla nada, el problema está ahí, y las consecuencias son tan evidentes que sería iluso y absurdo marginarlas. El Antropoceno está cambiando el mundo y puede hacer peligrar nuestra propia existencia a largo plazo.
La naturaleza será el juez, y sus secuelas las sufriremos todos. El agua potable, el aire puro, y los alimentos sanos, serán cada vez más escasos para una población que crece exponencialmente. Una consecuencia inmediata que ya se aprecia son los movimientos migratorios descontrolados que unos, los que vienen, y otros, quienes los recibimos, estamos viviendo con expectación y temor. Pero la Tierra, aunque no es del viento, como decía aquel infausto presidente nuestro, tampoco es nuestra. Somos tan sólo sus inquilinos.
Si alguna vez el entorno climático, cualquiera que fuera el motivo, pudiera limitar los derechos fundamentales que todo ser humano tiene a vivir en su tierra, la ley natural le autoriza a emigrar e integrarse en otras comunidades donde pudiera desarrollar dignamente su existencia. El general Meteoro –verano o invierno extremos- podría decir a cada uno, como Yahvé dijo a Abraham: «Ve, coge a toda tu familia, ganado y enseres, y sigue mi camino hacia allí donde yo te indique». Y él le obedeció saliendo de Jarán para establecerse definitivamente en Canaán. Ahora Jarán, el lugar de origen, sería África, América del Sur u Oriente Medio, y Canaán, ya lo han adivinado ¿verdad? Pues sí, el destino es y sería nuestra vieja Europa envejecida y cansada.
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