Entendemos habitualmente que al decir «nada» nos referimos a la ausencia de cualquier cosa en un lugar y tiempo determinados. En esos términos estaremos hablando de algo que no existe porque no es «real». El espacio entre las estrellas y el que se observa entre las propias partículas subatómicas está vacío aparentemente, pero, aunque lo veamos vacío, sabemos que no es así. Si por vacío nos referimos a eliminar por completo la materia, sería verdad que se puede hacer que no quede ninguna partícula, pero por el vacío resultante transitarían las ondas y las fuerzas electromagnéticas o las del campo gravitatorio de los restantes objetos que existen y esas ondas requieren de un soporte para moverse. Así que, aunque desconozcamos de qué, podemos asegurar que ese vacío está lleno de algo.
Entonces ¿«nada» nunca es nada?
Como nuestra mente no puede imaginar algo así, nos dormimos desterrando la idea de vacío y con la dulce sensación de percibir algo; un continente sin contenido que pudieran ser esa nada inicial, un concepto capaz de generar «todo» aquello que vemos o ni siquiera podemos ver, porque ya saben que lo observable apenas supone un cinco por ciento de lo que existe. De ese modo desnaturalizamos el vacío.
La naturaleza humana siente horror al vacío, es aquel “horror vacui” romano que se manifiesta en tantos aspectos de nuestra vida: el pintor suple los huecos del cuadro con embaldosados o diseños entrelazados; el arquitecto con ajedrezados; el orador introduce temas baladíes en los huecos de su ponencia y el periodista rellena el artículo con datos innecesarios. «La Naturaleza aborrece el vacío», decían también los aristotélicos, pero la lógica humana explica hoy esa actitud llegando a la conclusión de que eso es así porque la nada, un vacío absoluto como ausencia de todo, no puede existir. Para resolver este conflicto tengo que llevarlos en un largo viaje hasta la China de Lao-Tse y su teoría filosófica del Tao, en el siglo VI a. C.
Él, Lao-Tse, nos habla de la inmortalidad como resultado de un camino de vida en armonía con el entorno, el tao, y aunque se compone de dos fuerzas aparentemente opuestas, forman parte de una única naturaleza. La igualdad entre esas fuerzas, el yin (fuerza pasiva/sutil, femenina, húmeda…) y el yang (fuerza activa/concreta, masculina, seca…), que se oponen y complementan, positivo-negativo, mujer-hombre, vida-muerte, afirmación-negación, explica el porqué de los conceptos ente y nada, que también parecen contrapuestos y, sin embargo, son alternativamente causa y efecto de todo; así pues de la nada surge el todo y este se transforma de nuevo en nada. La mecánica cuántica ya nos ha demostrado ese extraño juego de fluctuaciones virtuales de partículas y antipartículas que parecen surgir de la nada y, que casi de inmediato, se destruyen. Pues, aunque parezca ciencia ficción, los experimentos confirman que esto es así. Por asimilación, el alma al separarse del cuerpo iniciaría el viaje de nuestro yo hacia una «nada» eterna. Bueno, no se sorprenda, me refiero justo a ese lugar que llamamos Cielo.
Cabe preguntarse si en ese lugar, el Cielo, que nuestra religión cristiana nos enseña a buscar de un modo individual, podremos encontrar también a nuestros seres queridos. Sería una pregunta ridícula, pues nadie sabe cómo van a ser allí las cosas, pero no es tan ridícula desde el punto que aflora ese individualismo religioso nuestro. Esta actitud, que nos hace sentir como si fuéramos el centro del Universo, cambiaría si entendemos que nuestro ser físico es sólo una minúscula parte de energía inseparable del Cosmos, que es todo él pura energía. La energía del Universo es única, es una. No tiene sentido diferenciar energía y materia. La materia que vemos es energía que fluye a menor velocidad, entonces se compacta y forma la materia visible. Cuando se enlentece tanto que llega a pararse es cuando la llamamos “agujero negro”. Esta visión de la ciencia nos invita a una forma de entender el Cosmos, una forma de entender a Dios, y una forma de entender al ser humano.
El universo vacío se compara con un enorme depósito de energía negativa, destinado a garantizar que su adicción a la energía positiva observable, diese como resultado cero, es decir la «nada». El origen de todo fue el proceso inverso: un “big-bang”, con la impulsión divina.
De un modo similar, Lao-Tse define el tao como un espacio vacío para que se manifieste el todo. «Existía antes del Cielo y de la Tierra», dice, y es la madre de la creación y la fuente de todos los seres. Así pues, el universo “todo + nada” es insondable, inalcanzable y eterno. El filósofo lo expresa con estas palabras: «Todas las cosas bajo el Cielo gozan de lo que es, lo que es surge de lo que no es y retorna al no-ser, con el que nunca deja de estar ligado».
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