Una de las cosas que más me cansa en el asunto este de la pandemia es encontrarme recurrentemente con gente, de la llamada disidencia, resistencia y demás grupos críticos, que van diciendo una y otra vez que las mascarillas no son obligatorias si puedes mantener la distancia de seguridad, aduciendo que el Real Decreto de nueva normalidad así lo recoge y que las normas que lo regulan son anticonstitucionales, que prevalece la carta magna y que son, de hecho, inaplicables. Esta ya vieja corriente de opinión se ha reactivado esta semana, porque el citado real decreto ha sido convertido el ley y se ha eliminado este aspecto de la distancia.
El asunto de las mascarillas es, aunque sumamente indignante por absurdo, por arbitrario, por ser un reflejo del perverso sistema caciquil que tenemos en el país que antes era España, un problema menor. Comparto con mucha gente el cabreo por tener que llevar un humillante trapo tapándome la cara e impidiéndome respirar aire, con el agravante de que un descuido o el exceso de celo habitual de cualquier policía (a la orden del día este año) te puede llevar a una sanción pecuniaria nada agradable.
Pero es un asunto menor, al menos comparado con todo lo demás que nos han impuesto y que hemos perdido en este año.
Primero tengo que señalar que el asunto del real decreto es algo que debería estar superado un año después de que empezara esta distopía. Cualquiera que haya tenido que moverse en los entresijos de las legislaciones de este nuestro estado de las autonomías, debería haberse ya dado cuenta de que el real decreto sobre este asunto es como el resto de la legislación estatal en otros muchos asuntos que recogen aspectos de competencia autonómica.
Es decir, que funcionan como ley base en tanto en cuanto no haya legislación autonómica que lo regule. Y así funcionó al principio; como las autonomías no habían regulado la nueva normalidad, solamente teníamos esa norma, pero conforme se fueron dando cuenta de que podían dejar su caciquil sello en las calles y plazas de sus feudos, fueron estableciendo normas cada vez más restrictivas y absurdas.
Tanto que, desde este otoño la mayoría de comunidades (no digo todas porque no he cometido la locura de revisarlas todas) cuentan con normas reguladoras sobre el tema, bien amparándose en las leyes sanitarias existentes o bien habiendo aprobado normas nuevas o modificaciones ad hoc de las existentes.
Lo que nos lleva a saber que, desde hace muchos meses, no se puede ir sin mascarilla por la calle o en sitios cerrados, aunque se pueda mantener la distancia llamada de seguridad.
Seguir insistiendo en el tema es pueril e ignorante. Tenemos el estado de cosas que tenemos, y este tema no va a ser menos que todo lo regulado en materia medioambiental, caza, pesca, educación, patrimonio histórico, espectáculos públicos y una larga lista de cuestiones competencia de las autonomías.
En segundo lugar, señalo que es igualmente absurda la insistencia en esgrimir ante los agentes de la autoridad que van a meter mano en el bolsillo de cada uno, la inconstitucionalidad de las normas, la prevalencia de la carta magna o del real decreto citado sobre las normas autonómicas. No digo que las normas no puedan ser anticonstitucionales, no.
Lo que ocurre es que, en el sistema que tenemos (aunque nos pese), la anticonstitucionalidad de las normas no las decide el policía, ni el funcionario que instruye el expediente sancionador, ni el ciudadano que va por la calle sin cumplirlas. Hay unos procedimientos para ello y, de momento, ninguna norma está en este estadio. Así que, mientras no se declaren como tales, los policías cumplen con su trabajo (aunque parezca que excesivamente ) y los funcionarios también.
Es más, que yo sepa nadie que esté facultado para ello ha interpuesto el recurso correspondiente, y si es así, el alto tribunal no ha dejado en suspenso ninguna de esas normas. Ciertamente, no tengo ninguna confianza en dicho tribunal, pero lo que no ha ocurrido, no ha ocurrido.
Así que seguir insistiendo en el tema es, también ignorante y pueril, y solamente puede dar lugar a situaciones muy desagradables, que conviertan una mera infracción administrativa (por muy dolorosa que nos parezca, que nos parece), en algo mucho más grave. Sabemos las normas y habría que apechugar gallardamente con nuestros incumplimientos.
Y ahora me referiré a lo que apunté arriba de que el asunto es un tema menor. Llevar un trapo en la cara es absurdo sanitariamente, sobre todo cuando uno está lo suficientemente lejos de otra persona, estamos de acuerdo. Pero ya nos habían regulado otras cuestiones por nuestro bien, como por ejemplo, la obligatoriedad de utilizar el cinturón de seguridad en un automóvil, autobús, o el casco en una moto o en una bicicleta, y ahí sí que está claro que el daño es para nosotros exclusivamente.
La pérdida de libertad es evidente, pero no conculca derechos fundamentales precisamente, al menos no los recogidos en la constitución española.
Para darnos cuenta de que es un tema menor, hay que compararlo con los dos estados de alarma que llevamos, con los confinamientos, con los cierres perimetrales, con las prohibiciones de culto, con las prohibiciones de las reuniones y manifestaciones y con las prohibiciones en domicilios, por citar algunas. Todas las anteriores, y seguramente otras, sí que atentan contra nuestros derechos fundamentales y ni siquiera éstas han sido declaradas formalmente como anticonstitucionales, a pesar de que hace ya casi un año que se presentó un recurso.
Y mucho me temo que nunca serán declaradas como tales, por mucho que esperemos, como pasa con la ley del aborto.
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